miércoles, 15 de junio de 2011

Stefan George

¿CAMINOS DEL BOSQUE O DE LA OSCURIDAD?



Hace años—desde que leí la segunda parte de El dios venidero de la que he hablado en alguna ocasión—sentía ganas de leer a Stefan George. Mi curiosidad no era sólo estética, sino también política, pues por la πóλις fue, realmente, el origen de mi preocupación. A esto se añade que he leído Nada hay donde la palabra quiebra. Antología de poesía y prosa, Madrid, Trotta, 2011, a la vez que un libro hermoso sobre la República de Weimar de Peter Gay, La cultura de Weimar, Madrid, Paidós, 2011. Ha sido pura casualidad:

     Efectivamente, era Stefan George, poeta, vidente y adalid de una restringida elite de jóvenes ariscos y autocomplacientes, un Sócrates moderno que tenía fascinados a sus discípulos tanto erótica como espiritualmente; pero este Sócrates, que elegía a sus Alcibíades, al menos, en parte, por su físico, era más bien parecido que su parangón helénico. Stefan George era el rey de la Alemania secreta, un héroe en busca de héroes en una época poco heroica […] Había un tipo de alemanes para quien Stefan George resultaba irresistible (pág. 64).
Ignoro si George resultaba tan irresistible para todos sus contemporáneos, pero de lo que sí estoy bastante seguro es de que se había colocado, quizás sin ser consciente del todo, en la estela de Nietzsche, pero más por las fuentes del pensador de Röcken que por su mismo pensamiento. En cualquier caso, también George entendía que el mundo que le había tocado vivir era decante y que sólo los valores aristocráticos podrían inyectar algo de fuerza en ese mundo. Y ahí reside el problema: en lo aristocrático; pues lo mejor viene definido en el contexto del sentido de la existencia. En última instancia, tengo para mí que ése es el problema político al que nos enfrenta Stefan George; pero entiéndase bien: político hace referencia a los dioses de la πóλις y a esa cultura con la que muchos alemanes se sentían últimamente identificados: una visión de la Grecia clásica en la que lo mejor, ἄριστος, está en relación con unos dioses que hacía siglos había caído en el olvido. Hemos aprendido con los años que la iconografía del Medievo fue una reserva de los dioses de la Antigüedad de la misma manera que sabemos que llamaron a las puertas de la Modernidad desde una capilla papal, la Sixtina, como dejó bien claro Erwin Panofski. Sin embargo, fue en Alemania, al rayar el siglo XIX, donde un iluminado golpeó la entrada del submundo para hacer surgir, ahora identificados con las divinidades germánicas, a los viejos dioses [2]. Me refiero, claro está, a Hölderlin. Es posible, aunque la discusión nos llevará la eternidad [1], que el mismísimo Jorge Guillermo Federico, a la sazón Hegel, pusiese su granito de arena en esa reaparición de los viejos dioses como puso su buena palada en el surgimiento de los ateísmos modernos. Y es que, por entonces, el mundo estaba preparándose para Prometeo [3]. En cualquier caso la línea que lleva de Hölderlin a Nietzsche se hace cada vez más clara y en esa misma línea me parece que debemos colocar a Stefan George. Después de él, sin duda, al Maestro Alemán, que escribe al atardecer tus cabellos de oro, Elfride. De hecho, el de Messkirch [4] también se quiso poeta e incluso invitó al Suicida de Mirabeau a la casita en las sendas que se pierden en el bosque; allí Celan se vio forzado a escribir algo, pero no invocó a los viejos dioses, porque escribía después de Auschwitz. Ni por asomo pienso, conste, que aquellos a los que Homero cantó sean responsables de los tiempos de penuria, pero sí algunos de los que los invocaron. Tocaría aquí hablar de la desacralización, que Stefan George lamentó con una voz parecida a la de Hölderlin; mas eso nos llevaría demasiado lejos

          Al llegar aquí me doy cuenta de que aún no he dicho una palabra sobre los textos de Stefan George. Admitiré que soy un pedante (en su segunda acepción, ya en desuso), pero no quiero ser un pesado y acabaré de hablar del poeta en la próxima ocasión.

          Shalom.



[1] Pues ¿tiene realmente significado la expresión “parte de la eternidad”? Era, de hecho, la primera que se me había ocurrido; pero he recordado una conversación de 1973, tenía yo trece años recién cumplidos, con mi hermano José Antonio; él andaba estudiando sexto de bachillerato y yo estaba en cuarto, descubriendo una de mis pasiones: la historia. El profesor de Filosofía de mi hermano, que dos años más tarde fue también el mío, el ineluctable padre Roberto, les había demostrado en clase al modo escolástico que la línea recta no podía concebirse como infinita: “Podemos sacar un segmento, que sin duda es finito. Lógicamente, a uno y a otro lado quedan elementos finitos, pues tienen un comienzo y la suma de finitos no puede tener como resultado un infinito”. Aunque los profesores de ciencias se empeñasen, yo era incapaz de ver una recta como un objeto infinito. Para mi desgracia ninguno de mis profesores de ciencias de entonces me advirtió que “infinito” tenía un significado diferente en matemáticas. Aquella prematura experiencia escolástica me llevó con los años a una afirmación que creí audaz—atrevido adolescente—: identificar el infinito con la nada, que realmente no tiene partes. Si Dionisio el Areopagita (nombre gracioso donde los haya a los que se pueden unir los de Rodolfo Mondolfo y, ¿por qué no?, Baldomero Espartero; téngase en cuenta que teníamos poco más de catorce años) o el Maestro Eckhart me hubieran oído es casi seguro que de sus labios yo hubiese oído aquella maravillosa frase de Miguel Pérez del Valle: “La ignorancia es muy atrevida”. Ya por entonces Fernando pensaba que yo era un poco pedante; el tiempo, sin duda, le ha dado la razón.
[2] Ahora un pensamiento fugaz me ha golpeado la cabeza; quizás después me arrepienta de decir lo siguiente, pero al menos es una idea. Me pregunto si semejante recuperación de lo divino griego tiene algo que ver con la renuncia a la esperanza que ha caracterizado a buena parte de la mejor cultura de los siglos XIX y XX. En efecto, a la entrada de aquel submundo se nos advierte: Lasciate ogni speranza voi ch´entrate y ahora somos nosotros los que la abandonamos. Es posible que semejante idea se haya ocurrido porque ya he llegado a la mitad, y más sin duda, del camino de mi vida; pero también es posible que la renuncia a la esperanza tenga una última raíz de aquella Grecia que la entendía como un engaño. Ya lo he dicho otras veces: Odiseo regresó a Ítaca, porque no conocía el futuro. Abraham nunca regresó. Aquí, además, debe anotarse un artículo de fe prematuramente orillado por los modernos: el descenso de Cristo a los infiernos. Fue allí, precisamente, para sacar a los que allí estaban de manenera que el dantesco cartelito no es, al final, muy cristiano, salvo que en el paseo por el inframundo el enamorado de Beatriz no hubiese encontrado a nadie. Preguntadle a E. Bloch o, mejor, a J. Moltmann.
[3] Prometeo me ha parecido siempre una especie de héroe cristiano. Desde luego, los dioses que le ocultan el fuego a los hombres no tienen nada que ver con Dios. Por eso, pese a lo que se dice, Marx era mucho menos judío de lo que puede parecer; cierto que el inicio de El manifiesto comunista guarda profundas similitudes con el libro del Éxodo; pero Prometeo no sólo no está en la antípodas de la fe cristiana, sino que es cristiano avant la lettre, si se me permite hablar así. De la misma manera, cualquiera con un mínimo sentido cristiano de la existencia hubiese ayudado a Sísifo con su piedra. Albert Camus lo hizo… y espero que nosotros sepamos hacerlo hoy.
[4] No quiero hacer prematuros juegos de palabras, porque falta una e.

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