domingo, 5 de junio de 2011

Michel Henry

¿DÓNDE ESTÁN LOS BÁRBAROS?

            Hace muy poco he comprado el último poemario que ha publicado José Julio Cabanillas, de quien he dicho en otras ocasiones que es un excelente poeta y del que me gustaría hablar un día con más tiempo. Después de la noticia, Sevilla, Metropolisiana, 2011, no es, desde luego, el poemario que más me ha gustado de los que tiene publicados José Julio; sin embargo, hay en él—como el poeta nos tiene acostumbrados—sensibilidad, ternura, memoria y ese sol de la infancia que todo lo ilumina. Tiene su decir un deje melancólico, pero que no cierra a nuevas vivencias: ha sabido beber y releer en las fuentes de la poesía creando un estilo propio.
 
Domingo, día de abril, palma de oro,
te doy las gracias sin saber quién eres;
qué importa nada si me tomó tu mano
allá, hace tiempo, cuando tú quisiste.
Que tu brisa, tan clara,
traiga la contraseña y me abra paso.
Llévame puerta adentro
-abril, llave de oro-
que contigo no importa si hay nublos en el alma.

            Tengo, además, pendiente hablar de un nuevo libro de Amador Vega, Tres poetas del exceso. La hermenéutica imposible en Eckhart, Silesius y Celan, Barcelona, Fragmenta, 2011, una editorial, por cierto, curiosa y que sostiene un proyecto muy interesante por cuanto se toma la experiencia religiosa de otro modo y radicalmente en serio. Para colmo, Trotta ha publicado—editado y traducido por Carmen Gómez García—una antología de la poesía y la prosa de un poeta maldito, Stefan George, Nada hay donde la palabra quiebra, Madrid 2011. A Stefan George no llegué ni de la mano de Benn ni de la de Celan, sino de de Manfred Frank de quien ya he hablado en esta gacetilla. El hecho de haber sido considerado uno de los inspiradores de la barbarie nazi, aunque George murió en 1933, ha hecho no sólo que sea mirado con malos ojos, sino que sobre él se pusiese en práctica la damnatio memoriae. Si el primer Celan se inspiró en él—cosa de la que yo no estoy en absoluto seguro—, al menos merecería la pena detenerse. Y me he detenido, aunque hoy no hablaré de él.


            En ocasiones me da por buscar algún libro entre los anaqueles de la biblioteca y, me estremezco al pensar las causas, cada vez tardo más en encontrarlo: “ése tiene que estar por aquí”, me digo al borde de la desesperación. He dado libros por perdidos que, pasados unos meses, encuentro por casualidad después de haberlos vuelto a comprar [1]. En una de esas excursiones topé por casualidad, si tal cosa existe, con un libro adquirido, leído y subrayado hace años: Michel Henry, La barbarie, Madrid, Caparrós, 1996. Lo dejé sobre la mesa del estudio y estuvo reposando unos días del susto de haberme vuelto a ver hasta que, a traición, lo cogí de nuevo (por la contraportada) y lo hojeé; pero no fue suficiente: tuve que volver a leerlo empujado por una de las pasiones que me mueve. Sí, sonará extraño, pero hay libros que me apasionan, me entusiasman [2] y sin los que no sé cómo he podido vivir hasta el momento de leerlos. Quizás se trate de un tipo de demencia que los psicólogos—tan agudos—harían bien en clasificar por bien del negocio, ya que no por la salvación de sus almas; después los pedagogos podrán vacunar contra la lectura a su objeto, “el” niño, esa patraña cuando no, como nos enseñó el vienés, un perverso polimorfo; aunque, en realidad, los perversos polimorfos son esas especies que invaden sin piedad el ámbito académico cuyo quintaesencia nefasta y nefanda se denomina psicopedagogo. Lógicamente, de esto también habla el libro de Henry y, por eso, lo he vuelto a leer: tenía ganas de reconciliarme con mis fobias.

            Michel Henry, para nuestra desgracia, murió hace nueve años; y hablo de desgracia porque tengo para mí que aún le quedaba mucho por enseñarnos. Fue uno de esos franceses nacidos en Vietnam que nunca se adaptó a la decepción creciente provocada por la evolución de la cultura europea, especialmente la francesa. Ha sido traducido al español, aunque el conocimiento que se tiene de él (fuera de algunos círculos, y pienso en los personalistas) es más bien escaso. Quizás porque se trata de un verdadero filósofo; es decir, de alguien difícil de leer y que requiere esfuerzo, paciencia y, ¿por qué no decirlo?, un constante paso atrás en la lectura. Fue profesor en Montpellier [3], invitado en muchas universidades e incluso novelista de cierto prestigio. No he leído de él sino libros de filosofía en un terreno en el que la mayoría suele resbalar: Encarnación, Yo soy la verdad, Palabras de Cristo y Ver lo invisible. El primero de esta pequeña lista también me impactó profundamente. Su obra mayor, La esencia de la manifestación, Marx, no ha caído en mis manos, pero tengo la seguridad de que muy pronto lo hará...  Henry puede colocarse junto a E. Levinas (descúbranse, señores), y en su estela han pensado filósofos de la talla de  J.-L. Marion y del más joven J.-L. Chrétien. Bueno, todos son hijos de la fenomenología, de aquel que pasó a una nota en la dedicatoria del profesor alemán.

            Empieza el libro con rotundidad: Entramos en la barbarie. Ciertamente no es la primera vez que la humanidad cae en la noche (pág. 15). Hemos entrado... y no sabemos cómo podremos salir, porque hay un verdadero empeño en destruir la cultura (otra forma de decir “la vida” en términos humanos), pues no se trata de algo que nos haya advenido desde fuera, sino que se ha producido desde dentro. Siendo muy jóvenes, asombrados por el significado de las invasiones bárbaras [4], solíamos preguntarnos quiénes serían los nuevos bárbaros pensando—equivocadamente—que tal vez de ellos podría llegar una renovación de la cultura europea, que se doblegaba ante el imperio del imaginario del capitalismo americano. Concluíamos con escepticismo: “No hay bárbaros”, y estábamos ciegos. Esto es lo que me demostró en su momento el libro de Henry y lo que hoy me sigue haciendo pensar. El presupuesto de esa barbarie, construida sobre el modelo galileano (cientista) es que la subjetividad es lo falso: se priva así de antemano y en un golpe eficaz de efecto de cualquier relación con la verdad al arte, la moral, la religión. Es aquel nihilismo que nos anunció Nietzsche.

            Es imposible resumir aquí el contenido del libro de Michel Henry; pero me cabe recomendar su lectura y acabar haciendo algunas observaciones. En primer lugar, todo el que esté interesado por la estética debe leer las observaciones sobre la estética de los horrible y sobre cómo se oculta la belleza; además, merece la pena detenerse y pensar en la expulsión de la vida de los ámbitos en los que debería ser celebrada. También las reflexiones sobre la creciente alienación tecnológica a que la vida se ve sometida merecen ser meditadas con tiempo y paciencia. Yo, por mi parte, me he vuelto a dar un festín con las observaciones del filósofo francés sobre los medios de comunicación (manipulación) de masas, especialmente sobre la televisión, y sobre la enseñanza. En fin, la televisión tiene sin duda algo positivo: podemos apagarla, ¿quién recuerda a Orwell?

            Shalom.

[1] El último libro con el que me ha sucedido semejante contratiempo ha sido la Eneida, de Virgilio. Lo había comprado allá por los comienzos de los años ochenta, cuando decidí que en una biblioteca no podían faltar algunos autores. Lo leí (ya durante el bachillerato había tenido la suerte, vamos a llamarla así, de traducir algunos versos de Virgilio) y lo guardé. Me ha debido acompañar en todas mis mudanzas y ha sobrevivido a repentinos ataques de generosidad. Ahora tengo dos ejemplares.

[2] Dicho de manera casi literal, pues me sumergen en Dios de una manera extraña.

[3] Fue una de las primeras ciudades francesas que visité, allá por 1970 ó 1971 (y la tilde en la o está puesta a sabiendas, conste, académicos). En verano íbamos un mes a navegar con mi padre antes de que diera el salto a los petroleros. Aquel verano tocó hacer una ruta que paraba en Sète y mis padres nos llevaron a visitar Montpellier, que tenía fama de ciudad universitaria. Sin embargo, mi recuerdo más nítido de aquella visita se centra en la televisión de un bar donde merendamos: veo con una claridad asombrosa la imagen de una carrera de caballos, el césped verde picado de marrón por los cascos... Fue la primera televisión en color que vi en mi vida. Todas las demás palidecen ante mi recuerdo y quizás por eso nunca me han interesado demasiado.

[4] Como todo el mundo sabe, bárbaro es un término de origen griego que se usaba para designar a los extranjeros, a los que no hablaban la lengua de Homero. Su origen es una onomatopeya: bar-bar-bar como nuestro bla-bla-bla, pues así debía sonar a los oídos de los hijos de la Hélade la lengua de los extraños. Diré que la corrupción de lo mejor es, sin duda, lo peor y que la actual corrupción del lenguaje es una señal inequívoca de barbarie. Recuérdese lo que Steiner ha dicho sobre el alemán y el vigoroso libro La lengua de Tercer Recih de Victor Klemperer. También debo recordar aquí la dolorosa experiencia de Paul Celan con el alemán, su lengua de expatriado. Los nuevos medios de tecnológicos de manipulación no son extraños a esta eclosión de la barbarie.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un texto excelente. Me deja usted boquiabierto.