martes, 12 de abril de 2011

Yann Martel. Y tres

HERMOSA FORMA DE ESCRIBIR (III)


            Es muy difícil hablar de ciertas realidades, de aquellas historias que nos han hecho daño. ¿Se puede hacer literatura de ellas? El libro de Yann Martel también es una pregunta que responde a esta cuestión narrando. A estas alturas todos sabemos que estoy hablando de lo que el novelista canadiense habla, es decir, de la Shoá, que él invoca con el nombre de Holocausto en la primera parte, pero a lo que más tarde se referirán Beatriz y Virgilio, los verdaderos protagonistas de la historia, como los Horrores [1]. Hace unos años en El País [2] fue el espacio de una educada polémica entre Antonio Muñoz Molina y Javier Marías sobre la oportunidad de usar el humor en determinados asuntos, aunque también es cierto que han polemizado sobre otros asuntos, siempre con educación. Pienso que ciertos temas requieren un tratamiento transversal, por decirlo así, y que los tratamientos directos sólo pueden darlos los testigos. Sobre la Shoá tenemos, pese a lo duro, algunos testimonios: Primo Levi se sitúa en una línea; el autor partidario de devolver el golpe, en otra (me refiero, claro está, a Jean Améry); Celan escribió de una manera diferente, sin duda, a la de Zvi Kolitz [3]...

            De todos es conocido el lúgubre dictum de Adorno: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Ni siquiera Horkheimer lo compartió y debió ser uno de los momentos más negros del autor de La jerga de la autenticidad [4], pero la frase ha encontrado eco... aunque hemos seguido escribiendo poesía: ¿por qué? El teólogo alemán J. B. Metz acabó siendo amigo del filósofo marxista E. Bloch y tuvieron algunas conversaciones sabrosas. Contaré una de cada parte tal como me han sido referidas. Estando Bloch cercano a la muerte, Metz le preguntó por el hecho de la muerte. El filósofo comentó: “¡Ah, la muerte! Aún me queda esa experiencia!” Unos años antes quizás, Bloch, remedando el dicho adorniano, preguntó a Metz cómo se podía rezar después de Auschwitz. Es una pregunta altamente dolorosa y significativa; el teólogo, por lo visto, replicó: “Podemos rezar después de Auschwitz porque en Auschwitz se rezó”. Quizás nosotros podamos responder de una manera semejante a Adorno [5].

            Otra dolorosa pregunta en los juegos para Gustav:

     Juego número nueve. Después, cuando todo ha terminado, conoces a Dios. ¿Qué le dices a Dios?

            Me parece que uno de los problemas centrales al escribir fabulando sobre la barbarie es no acabar dedos formas: banalizando el sufrimiento o adoptando un tono masoquista que se regodea al narrar el dolor ajeno (o incluso el propio). Yann Martel no ha caído, a mi juicio, en ninguno de estos defectos y ha sabido abordar una realidad—pues no me parece justa referirme a todo esto como “tema”—durísima en una formidable fábula en la que, de repente, sabemos que Virgilio fue hecho mono aullador por un decreto de orden superior, que le obligó a abdicar de su condición de ser humano. Lo más hermoso es, sin embargo, la ternura que se respira en los diálogos de Beatriz y Virgilio: amar es en verdad hacerse cargo del otro, cuidarlo.

            El papel del taxidermista consiste, en buena medida, en ponernos un espejo delante de la cara. Repite una y otra vez que el no es partidario de la caza..., pero vive de ella. La barbarie del despiece, de desmontar a un ser vivo para reconstruirlo ya sin vida (¿no hablé hace poco de una novela de Endo) es narrada desde la supuesta inocencia. Al fin y al cabo, ¿no era su obligación? En estos días se han cumplido cincuenta años del juicio de A. Eichmann en Israel. La maravillo Hanna Arendt escribió un libro sobre el asunto, que merece la pena volver a leer: Eichmann en Jerusalén. En él quedaba nítida la banalidad del mal, ese nihilismo que nos sigue invadiendo y que paraliza nuestros juicios morales a veces con el pretexto futil de la tolerancia.

            Empecé—lo confieso—la lectura de la novela de Martel con cierta precaución; mantengo fresco en mi memoria el final de Vida de Pi, la clave japonesa (para quien pueda entenderme). A estas alturas cualquiera puede reconocer que Beatriz y Virgilio me ha gustado y que, en ocasiones, ha llegado a emocionarme. Uno de los deberes que tenemos con las víctimas es no olvidarlas; la Shoá debe ser recordada, pero no sólo para honrar a los que fueron exterminados—el Eterno los ha acogido—, sino para saber, como diremos al celebrar la Pascua, que “esto sucede hoy”. No, no se trata de sentimentalismo, sino de el coraje de recordar. La nueva novela de Martel da también que pensar sobre esto: nosotros no tenemos derecho a olvidar, pero ¿y las víctimas? Una vez más, los juegos para Gustav:

    Juego número doce. Te habla un médico. “Esta pastilla te borrará la memoria. Olvidarás tu sufrimiento y tu pérdida. También olvidarás todo tu pasado.” ¿Tomas la pastilla?

            Agustín de Hipona decía: “Soy mi memoria” y H. Bergson era de la misma opinión: ¿qué haremos?

            Shalom.

[1] El término “Holocausto” no parece demasiado acertado para referirse a la catástrofe que supuso la destrucción de los judíos europeos, pues implica la idea de sacrificio. De hecho, en la Biblia “holocausto” hace referencia a un sacrificio en el que la víctima era totalmente destruida. No se trata de ningún sacrificio. El término “Shoá” (Shoah) tiene la ventaja, si aquí cabe tal manera de expresarse, de significar catástrofe; en concreto hace referencia al humo negro que sube cuando sucede una catástrofe; se trata de un humo que ofende a la naturaleza, al Cielo y a nuestra propia vista.

[2] Por entonces, por un raro privilegio, se escribía sin tilde. El error ortográfico, pues eso era, del comienzo se mantuvo durante años hasta que finalmente se decidió cambiar el formato del periódico.

[3] Yósel Rákover apela a Dios, Barcelona, Galaxia de Gutenberg, 2001. La obra, por lo que sé, fue publicada primero en Argentina, lugar al que emigraron muchos judíos en la época de la persecución nazi. Sólo citaré el inicio:

“Creo en el sol aun cuando no alumbra.
Creo en el amor aun cuando no lo siento.
Creo en Dios aun cuando calla”.

Inscripción encontrada
en la ciudad de Colonia,
sobre el muro de un sótano
donde algunos judíos
permanecieron escondidos
durante toda la guerra.

[4] Un libro, por cierto, escrito con mucho humor, un rasgo que no es habitual en la obra de Adorno.

[5] No me resisto a traer aquí un fragmento del poema Buna de Primo Levi:

Compagno stanco ti vedo nel cuore,
ti leggo gli occhi compagno dolente.
Hai dentro il petto freddo fame niente
hai roto dentro l´ultimo valore.
                                                   28 dicembre 1945


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Pues qué ganas de leer la novela.

"negra leche del alba"

Anónimo dijo...

Negra leche del alba te bebemos de tarde te bebemos a mediodía y en la mañana y en la noche
bebemos y bebemos...

Es una pena no entender la clave. Japonesa, claro.

Valentín J. Ansede Alonso dijo...

La clave japonesa se refiere, Anónimo, al final de Vida de Pi. Un giro inesperado y... propio de una mentalidad que mide el campo. Gracias