LOS ROMANOS CONQUISTARON JUDEA
Primero me atrajo el título, Gesta Romanorum, aunque no sé con exactitud por qué; tal vez me recordaba los años de bachillerato y el estudio de las declinaciones [1]: una forma de recuperar lo irrecuperable; quizás en mi cabeza sigo viendo a las legiones con una mezcla de repulsa y confusión, pues si bien es cierto que han cometido las peores tropelías—han quemado, se dice que accidentalmente, la Biblioteca, han arrasado el Templo y han acabado imponiendo el orden romano a sangre y fuego—, también es verdad que en el Rin nos protegen de la fría amenaza bárbara. Claro que por el este han sucumbido repetidas veces ante Sapor, que ha hecho prisionero al propio Valeriano. El título me recordaba también, sin que yo sepa aducir un motivo claro, a Bizancio, esa muralla tenaz contra los bárbaros del norte y del este, que finalmente, un triste veintitrés de mayo, conquistaron la ciudad y la saquearon con sus manos impías. El Imperio Romano de Oriente, una verdadera gesta, sólo sucumbió tras la amarga traición de los venecianos—el Adriático será su castigo pues se los acabará tragando y pagarán, de paso, por el hurto de las reliquias de san Marcos—después de permanecer solo en pie más de mil años [2]. Por eso me gusta también Kavafis, es un bizantino de Alejandría.
Después creo recordar que abrí el libro y leí un poema:
Timori della Maddalena
Ho paura del legno e della rupe,
ho paura del corpo, del nervo lacerato,
dei tendini recisi, ho paura della luce,
ho paura del sasso che chiuderà la tua porta,
ho paura del vento e delle voci, ho paura
del corvo che ti mangerà, ho paura del lupo
che troverà le tue ossa, ho paura
che tu sia morto e tutte le notti
avrò paura che tu mi baci di gelo
e mi tiri piedi sotto il lenzuolo
Temores de la Magdalena
Tengo miedo del leño y de la roza,
tengo miedo del cuerpo, del nervio lacerado,
de los tendones rotos, tengo miedo de la luz,
tengo miedo de la piedra que cerrará tu puerta,
tengo miedo del viento y de las voces, tengo miedo
del cuervo que te coma, tengo miedo del lobo
que encontrará tus huesos, tengo miego
de que estés muerto y cada noche
tendré miedo de tus besos helados
y de que me tires de los pies bajo la sábana.
Es posible que antes hubiera visto el libro en la página que Vaso Roto tiene en la Red y me hubiera llamado la atención por alguna razón; quizás la digna cabeza de Giovanni Raboni, ligeramente inclinada, con su pelo y barba blancos y una sonrisa lejana como una luna llena de pascua vista a duras penas entre el cendal blanco de las nubes. El caso es que acabé comprando el poemario, el primero que se traduce de Raboni al castellano y me he dejado llevar por él durante algunos días, a veces triste, a veces sorprendido.
No sé demasiado de poesía italiana—e incluso ese “no sé demasiado” es mucho más de lo que sé—, pero me gustan mucho algunos poetas. Aquí he hablado de Alda Merini, de Ungaretti y tal vez de algunos más. Giotti, Quasimodo (cuya poesía completa ha editado en España Linteo), Luzi, Calabrò... tienen poemas absolutamente maravillosos. Se dice, eso he leído, que Raboni pertenece a una generación poética. Supongo que, como en España, en Italia también se hacen marcas en el tiempo, se establecen generaciones, se cataloga a los poetas y se les introduce en libros de texto para que puedan ser olvidados con comodidad [3].
Raboni, nacido en un año después que Alda Merini y milanense como ésta, es uno de los poetas italiano más importantes de la segunda mitad del siglo XX. Fallecido en 2004, fue también guionista de cine, crítico, ensayista y traductor. Dice Luca Daino que, como poeta, está bajo la influencia de T. S. Eliot; no lo dudo, pero Raboni tiene una voz propia muy nítida que me resulta inconfundible. Gesta Romanorum, cuya edición a corrido a cargo de Luca Daino y de Juan Carlos Reche, que se ha encargado también de la versión castellana de los poemas, tiene una curiosa historia como libro, pues se trata de un conjunto hecho a golpes de tiempo: desde los primeros poemas a los dispersos del final hay un largo trecho y si bien las dos primeras partes tienen una indudable unidad temática, que giran en torno a los últimos días de Cristo desde la perspectiva de algunos personajes, tanto el apéndice como los poemas dispersos tienen una temática y un registro más variados. En ocasiones, sobre todo los poemas del apéndice, me han traído a la memoria a la ya mencionada Alda Merini:
I giorni della Terra Santa
Quando soffia l´inverno e il vento porta
campane d´arsenico bianco ai rami secchi degli alberi
Cristo siede in silenzio nel sepolcro.
Quando la primavera spacca gli occhi dell´erba
e le gemme tagliano e sorridono come coltelli
Cristo siede in silenzio nel sepolcro.
Quando l´estate spezza col suo bastone d´oro
le ginocchia e le reni agli animali
Cristo siede in silenzio nel sepolcro.
Quando l´autunno apre la mani sui prati
e schiaccia le lucertole e affonda le pietre
Cristo siede in silenzio nel sepolcro.
Los días de la Tierra Santa
Cuando sopla el invierno y el viento lleva
campanas de arsénico blanco a las ramas secas de los árboles
en paz se sienta Cristo en su sepulcro.
Cuando la primavera arranca los ojos de la hierba
y las gemas cortan y sonríen como cuchillos
en paz se sienta Cristo en su sepulcro.
Cuando el verano parte con su bastón de oro
rodillas y riñones a los animales
en paz se sienta Cristo en su sepulcro.
Cuando el otoño abre las manos en sus prados
y aplasta lagartijas y hunde las piedras
en paz se sienta Cristo en su sepulcro.
¿Quién no vislumbra aquí un eco de aquel manicomio en cuyo Jordán fuimos bautizados? Raboni debía conocer el manicomio y las referencias seguro que no se le escapaban. Me gustan los poemas de Gesta Romanorum porque generan una distancia respecto a su propia percepción y en esa lejanía crean un espacio para la reflexión, para la interiorización de sentimientos, pues casi todos los poemas tienen un tono meditativo—yo no diría narrativo—que encamina a la introspección. Una vez más lo religioso es aquello que nos abre las puertas de un abismo: el sentido que crece, precisamente, donde nos enfrentamos con el absurdo.
Y como estamos cerca del Sábado Santo y pienso que nosotros estamos permanentemente a las puertas del Octavo día, delante del sepulcro en ese sábado que un día abrirá nuestros ojos a la belleza de Dios, me permitiré terminar con otro poema:
Per il Sabato Santo
Aiutami, Signore,
nel punto dello spazio cartesiano
dove l´angelio stacca dalla croce
il tuo volto di spine.
La luce scivola da tuoi capelli o non è piú?
S´apre la succesione, va esule
la nostra forza?
Aiutaci, Signore,
prima che scoppi l´ultima semente
e un chiodo solo trafigga tempo e spazio.
Amici, Lazzaro torna a morire, il lebbroso
cade a pezzi squillando accanto a una porta.
Restiamo nella chiesa
finché il Signore risorga.
Para el Sábado Santo
Ayúdame, Señor,
en el punto del espacio cartesiano
donde el ángel despega de la cruz
tu rostro de espinas.
La luz, ¿resbala por tu cabello o acaso ya no existe?
¿Se abre la sucesión, exiliada marcha
nuestra fuerza?
Ayúdanos, Señor,
antes que rompa la semilla última
y un solo clavo atraviese tiempo y espacio.
Quedémonos en la iglesia
hasta que el Señor renazca [4].
Shalom.
[1] Rosa, rosa, rosam, rosae, rosae, rosa... -us, -er, -ir, -um, -e, -er, -ir, -um, -um, -i, -o, -o... el genitivo plural de la segunda era, precisamente, el -orum final del título. En segundo de bachillerato, con poco más de once años, tuve mi primera aproximación al latín. Después tercero y cuarto, comunes a todos los bachilleres de la época; básicamente estudiábamos gramática, tan pesada y que a algunos les hizo odiosa la lengua de Cicerón. Los que fuimos por Letras, quinto y sexto, tuvimos dos años más. Sí, el latín era una de las fuertes en mi época; con los años ha desaparecido casi completamente de los planes de estudio. Recuerdo a un profesor de Latín, que se debió jubilar hace más de diez años, quejándose de la desaparición de la asignatura: “En mi tiempo—decía—eran las matemáticas y el latín las asignaturas que te enseñaban a pensar”. No sé si era un lamento o una indignación real; pero sí es cierto que el latín mejoró notablemente nuestro uso del español y que su pérdida no será reparable: la lengua de los bárbaros nos domina ya y acabaremos por parecernos aún más a ellos, ¡pobre Virgilio! Broch pensaba, con una cierta dosis de ingenuidad en medio de la barbarie, que siempre podríamos llevar a nuestro Virgilio en el bolsillo. Ahora quizás hasta en una de esas imitaciones electrónicas, pero ¿quién lo comprenderá? Arma virumque cano...
[2] El libro de historia del arte de sexto de bachillerato dedicaba a la cultura bizantina un breve párrafo en la que la calificaba como “cultura decadente”. Nuestro profesor, el inolvidable, Miguel Pérez del Valle, reaccionó indignado ante tamaño dislate: “¿Mil años de decadencia?” Taché el párrafo y aprendí a desconfiar. En aquellos años lo que aparecía en papel impreso tenía para nosotros el sello de la veracidad; los años siguientes, llenos de panfletos con vacuas promesas (aquel mundo utópico donde todo el mundo andaba por un colorido parque mientras leían a Hegel o a Marx...) descubrimos que la veracidad era, en primer lugar, un atributo de las personas. Hoy ese cuño de veracidad se atribuye nada menos que a las televisiones. Moriremos de tanta mejora.
[3] No digo yo que todo sea obra de los agrimensores; pero me temo que a medida que las Letras ceden bajo el empuje de los métodos de las ciencias naturales, sólo es factible realizar el trabajo de los agrimensores: ponerle puertas al campo, vallas al cielo y, como remate, calcular.
Una anotación. Hay, además, agrimensores torpes: “Es una concepción religiosa del arte, diría yo que agustiniana (creo porque es absurdo). Al final, el arte es lo que hacen los artistas (yo soy el que soy) y su reino no es de este mundo. Como toda fe religiosa se asienta sobre el menosprecio del mundo: la vida verdadera es espiritual”. Esto lo escribe en el suplemento ¿cultural? de un diario nacional Rafael Reig. ¡Fantástico! Por una parte, ha confundido a san Agustín con Tertuliano y semejante confusión no es sólo un lapsus calami, porque el de Hipona tiene poco en común con el cartaginense; además, la frase atribuida a Tertuliano está tan mal citada—el supuesto credo quia absurdum—que se acerca a la calumnia (véase, por favor, De carne Christi 5,4); me ha referido antes a Miguel Pérez del Valle, que precisamente hizo su tesis doctoral sobre Tertuliano; pero, claro, esto no importa, porque a los agrimensores le bastan los lugares comunes. Sin embargo, la estupidez del párrafo citado es más amplia, más rica en matices, que el error de atribución. A fin de cuentas, ¿no está escrito en un periódico? Pero ya he hablado mucho de la incultura religiosa que aflige a este país...
[4] A veces he tenido la sensación de que el traductor estaba empeñado en camuflar las referencias religiosas y procuraba darnos una interpretación feble de los poemas. Puede que sea miedo... No entiendo demasiado bien la traducción del estribillo de Los días en Tierra Santa, pues Cristo se sienta en silencio en el sepulcro no es igual que [...] en paz... en su sepulcro. Aparece un posesivo donde no lo había. En cuanto a Para el Sábado Santo tengo la sensación de que mucho se pierde con la traducción de los dos últimos versos; al menos se podía haber dejado espacio a la ambigüedad:
sigamos (permanezcamos) en la iglesia
hasta que resucite (resurja) el Señor.
1 comentario:
Donde está el peligro, allí nace lo que nos salva
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