domingo, 27 de marzo de 2011

Shusaku Endo

MIRAR EL MAL CARA A CARA
Cuando el aire es veneno


            En una de las primeras entregas de esta gacetilla hablé del novelista japonés Shusaku Endo y, si recuerdo bien, lo hice a propósito de una novela angustiosa que en mi primera juventud me im­pactó con fuerza, Silencio. Quizás fuese Graham Greene, de quien yo devoraba todo lo que caía en mis manos, quien me señaló al japonés. No lo recuerdo, pero sé que tengo asociados ambos nom­bres, quizás porque El factor humano [1] o tal vez El poder y la gloria me recuerdan a Endo, siem­pre a la búsqueda de la conciencia humana. He leído mucho de lo que hay del novelista nipón en castellano: además de Silencio, Río profundo, Jesús, Samurái y Escándalo. Todas las novelas guar­dan profundas semejanzas, aunque sus temas sean diferentes. Me gustaba de Endo la capacidad para crear personajes que reaccionaban de diferentes maneras ante las situaciones, y no eran marionetas pues aunque como lector me pudiera quejar de ciertas reacciones, aquellos personajes pasaban junto a mí como personas reales, de carne y hueso, con sus contradicciones y miedos. Por eso compré el último viernes El mar y veneno, Barcelona, Ático de Libros, 2011. La traducción ha sido realizada por David Favard, y queda sólo afeada por el leísmo. El libro de Endo estaba en la mesa de novedades de la Librería Palas e incluso antes de ver el nombre del autor, me atrajo la portada. Como sabe quien ha leído esta gacetilla, en algunas ocasiones la portada de un libro es decisiva para mí; en este caso tenía algo de doloroso, quizás la macha granate en el lomo del pez. Después he aprendido que la portada está hecha sobre un gyotaku; se trata de una forma que los pescadores japoneses del siglo XIX tenían para documentar sus capturas. El pez sacado del agua está muerto. Hay algo trágico en esas representaciones de una vida que ya no está [2] como también es trágico ver pasar la vida de las personas muertas en vida y quizás esto sea una buena parte del contenido de El mar y veneno. 



            Hemos oído hablar muchas veces de los experimentos médicos que se realizaron durante la Segunda Gran Guerra en los campos de extermino; el nombre de Mengele provoca un rechazo in­mediato; menos conocido es Ishii Shiro, que llevó a cabo una gran cantidad de experimentos sobre seres humanos en China al comienzo de los años cuarenta del pasado siglo. Es el “Mengele nipón” y murió tranquilamente en 1959. Menos conocidos aún son los experimentos que se hicieron en Es­paña al final de la Guerra Civil... Sin embargo, lo que más llama mi atención es que los más recien­tes actos de barbarie no ocupen las portadas de los diarios [3] y sólo de tarde en tarde aparecen al­gunas noticias—ya sin responsables—sobre lo que los científicos [4] han hecho con los trabajadores mejicanos, en África Central o en algunas regiones de Asia. Todo sea, claro está, por el bien de la humanidad, ese concepto abstracto en el nombre del cual seguimos cometiendo crímenes. Aquí nos coloca Shusaku Endo: delante de un conjunto de hombres normales a los que las circunstancias po­nen ante la barbarie. Deben tomar una decisión. En el hospital universitario japonés de Fukuoka un grupo de médicos, empujados por la ambición de un cirujano, realizará experimentos sobre prisio­neros de guerra estadounidenses: vivisección, enfriamiento... Estamos al final de la Segunda Guerra Mundial.

            La estructura de la novela acumula hallazgos—y pensemos que estamos ante una obra publi­cada originalmente en 1958. No hay un desarrollo lineal, sino que Endo ha procedido mediante la memoria de algunas de las personas implicadas en los casos. Todo empieza cuando el narrador, que se ha trasladado con su esposa a la zona residencial de Matsubara Oeste, cerca de Tokyo, debe acu­dir a un médico porque necesita tratamiento para el neumotórax. Ese médico es el doctor Suguro, cuyos dedos le recuerdan a gusanos, que en otro tiempo trabajó en Fukuoka. Suguro es un hombre enigmático, encerrado en sí mismo, en una casa cuya descripción resulta deprimente y que nos en­trega el alma del médico. Endo recurre a lo largo de toda la novela a la lectura psicológica del am­biente de manera que los colores, los contrastes de luz y la oscuridad creciente son aproximaciones al estado de ánimo de los protagonistas. Por casualidad, el narrador debe acudir como representante de la familia de su mujer, embarazada, a una boda que se celebra precisamente en Fukuoka. Su cu­riosidad hará el resto.

            En una analepsis vamos asomándonos a la situación y a la conciencia de los personajes; aun­que quizás hablar de conciencia no sea exacto en todos los casos. En este sentido me parece espe­cialmente remarcable el relato del doctor Toda que quiere, como su amigo Suguro, asegurarse el puesto, progresar en su carrera académica a cualquier precio. Sugura, Toda, el Viejo, Shibata, Asai, Hilda, Ueda... aparecen delante de nuestros ojos en un ambiente tal que respirar parece imposible. El mar, ese lugar donde los peces encuentran vida, se convierte en veneno y lo único que nos deja un gyotaku es la sombra de muerte; así, el hospital cambia la vida por la muerte con el pretexto del bien futuro, de posibles vacunas, de salvar más vidas al precio de acabar con otras. No he podido evitar recordar algunas frases de Nietzsche al escuchar la voz distante, plomiza, de Toda, con la bra­sa del cigarrillo brillando en la oscuridad mientras las bombas caen sobre la ciudad. El nihilismo no es una experiencia arrebatadora, no es un éxtasis frenético de bacantes que danzan alrededor de su víctima; aunque oficiales japoneses coman incluso el hígado de una de las víctimas, de piel blanca y pelo rubio, en un acto de barbarie, el nihilismo aparece en la obra como un simple dejarse llevar, ver como normal el espanto y la incapacidad manifiesta de mirar al mal como mal; algunos buscarán razones para cometer un crimen. Y las encontrarán en el servicio a la patria, el avance de la ciencia... o simplemente, se le cambia el nombre: en un ritual mágico el significante es el que confiere significado y, así, la vivisección de un hombre es una “operación”; de esta manera la vive Toda, así está a punto de verla Suguro, pero su pasividad acaba convirtiéndolo en cómplice [5]. 



            La palabra “escalpelo” me produce vértigo; me basta oírla para sentir un sudor frío por la espalda y una angustia auditiva que invade mi espíritu. Esa palabra aparece con frecuencuia en el relato; pero Endo no se complace en las descripciones duras, porque la verdadera dureza está en el gesto de aquel que accede a asesinar al otro simulando que no pasa nada; pero semejante simulación, repetida una y otra vez, acaba sustituyendo a la realidad. Después de las tres de la tarde, Suguro no hace su ronda habitual; aunque aterrado, ha sido cómplice de una vivisección. Endo entonces da un giro, rompe el relato y nos pone delante de Mitsu Abé, una paciente que confía en Suguro, que habla con delicadeza del doctor, esa buena persona que se porta muy bien con los enfermos. El choque es tremendo y el novelista lo ha conseguido cambiando simplemente el escenario, ofreciéndonos la humanidad del médico con otros.

            Me permito citar a Endo:

     ¡Oh, venga ya! Matar a una paciente no es algo tan terrible. Desde luego, no es algo nuevo en el mundo de la mediciona. ¡Así es como se progresa! Ahora mismo en la ciudad está muriendo un montón de gente en los bombardeos y a nadie le importa. Mejor matar una anciana aquí, en el hospital, a que muere en un bombardeo. ¡Al menos así su muerte valdrá para algo, chico! (pág. 62).

     El mar hoy parecía oscuro y amenazador. Desde Fukuoka subían remolinos de polvo marrón que parecían manchar las nubes, que eran de color de agoldón viejo, e incluso al pálido sol. Ganar la guerra o perderla. A Suguro le daba igual. El simple esfuerzo de pensar en estas cosas le oprimía como una losa de piedra (pág. 64).

     En la sala de operaciones sólo se distinguía el eco de los gruñidos del Viejo, el quebrar de los huesos y el sonido escueto con el que caían en la bandeja. De nuevo el Viejo tenía la frente sudada, y la enfermera jefe le limpió con la gasa (pág. 75).

     Cuando Suguro volvió a abrir los ojos en la oscuridad, oyó el lejano rugir del mar, y la masa negra del océano elevándose por encima de la costa, y luego, la misma mole negra retirándose de nuevo.
     ¿Por qué había aceptado? No había podido negarse. Ni siquiera se le había ocurrido. Pero aquella tarde, en el despacho del doctor Shibata, si hubiera podido reaccionar y rechazar la propuesta, loo habría hecho.
     Había dicho que sí. Había asentido. Había aceptado. ¿Era porque Toda le había arrastrado a ello? ¿O porque tenía una migraña terrible, y náuseas mordiéndole la boca del estómago? Las llamas del brasero azul y el olor del cigarrillo de Tod le habían debilitado y anulado sus sentidos aún más (págs. 93s).

     No se lo tome así. Trabajaría para su país. Todos los prisioneros han sido condenados a muerte de todos modos. De esta manera, contribuirán al desarrollo de la ciencia.—El doctor Asai enumeró todas las razones en las que ni él creía. Luego añadió, con voz algo incómoda—: ¿Lo hará? (pág. 125).

     Cuando los oficiales empujaron las puertas de la sala de operaciones y salieron al pasillo, el débil sol del atardecer entró desde la ventana. Los oficiales miraron hacia fuera frotándose los ojos, girando el cuello con expresión disgustada, masajeándose los hombros y bostezando aparatosamente.
     —Pues no ha sido nada del otro mundo—dijo uno, de repente. Sus palabras, pronunciadas en voz alta, rebotaron por las paredes tal y como había sido su intención (pág. 178s).

            Mirar el mal cara a cara y reconocerlo como tal para poder hacerle frente, aunque uno se sepa derrotado de antemano; éste no es uno de los méritos menores de la obra de Endo, que, en algunos momentos, me ha recordado páginas de Camus por la lucidez. El mar y veneno, escrita hace más de cincuenta años, sigue manteniendo su actualidad no sólo por su tema, sino también por la forma que Endo ha tenido de plantearnos los problemas. Lo que hace buena a una novela es su calidad literaria, y El mar y veneno la tiene. Resulta doloroso leerla, pero no sólo da que pensar, sino que nos muestra cómo en ocasiones hemos sido capaces de envenenar hasta la belleza.

            Shalom.

[1] Uno de los títulos más certeros que se hayan puesto nunca. No recuerdo haber hablado de Greene en esta gacetilla, pero fue uno de los deslumbramientos antes de llegar a los veinte años. Quizás porque tenía ese aspecto desaliñado que me gusta tanto, tal vez porque Nuestro hombre en La Habana me hizo reír como pocos libros en mí vida, quizás porque El revés de la trama me emo­cionó o quizás, más seguro, porque la moral de derrota de los personajes de Greene los hace gran­des, pues es posible que sólo la derrota nos torne humanos.

[2] A la muerte le gusta susurrarnos que nadie volverá. Hay un hermoso poema de Ernesto Filardi en La Niña y el Mar, Madrid, Reino de Cordelia, 2010 que acaba de una manera tristemente hermo­sa:

Son sólo siete años. Aún es pronto
para alguien le explique que la muerte
es alguien que se marcha y nunca vuelve.

            Me quedo, sin embargo, con el discurso final de Aliocha en Los hermanos Karamazov: “Vol­veremos a vernos”, porque la muerte no es nunca alguien y sólo es un fin desde esta orilla.

[3] Ya sabemos que los periódicos no viven de las noticias, sino de la novedad. Vergüenza ha dado comprobarlo en las últimas semanas. Cada día mueren miles de personas de hambre y ni una sola aparece en la primera página de los diarios. Sencillamente, no son noticia porque se mueren todos los días; pero ¿qué podemos esperar cuando los medios de comunicación tienen dueños?

[4] Sí, porque los que realizan tales actos son científicos. La ciencia tampoco evita la barbarie e in­cluso un número no despreciable de hombres de ciencia están dedicados exclusivamente a crear nuevas formas de destrucción. Si el progreso en sentido moderno son las innovaciones técnicas, en­tonces no cabe duda de que la destrucción del planeta es un verdadero progreso.

[5] Esta situación describe perfectamente nuestra sociedad, marcada por el nihilismo de una forma mucho más acusada de lo que suele creerse; pero no ha resultado ser algo festivo (como algunos ha­bían imaginado), sino una realidad grisácea que lo invade todo impidiendo percibir los colores de la existencia. Ya hay muchos que prefieren sentir delante del televisor que delante de su propia vida; la mayoría cree ya ciegamente que los juicios morales (por no hablar de los estéticos) son producto de una subjetividad caprichosa: “En mi opinión...” (para nada, desde luego, se entiende ahí la subjetivi­dad como la ha caracterizado Michel Henry). ¿No es nihilismo pasar casi catorce años de la vida—una vida que jamás se repetirá, que es un acontecimiento único en la historia del Universo—delante de la pantalla del televisor? Nihilismo es tener al lado la belleza y haberse vuelto incapaz de recono­cerla, perder el sentido de la compasión y contemplar la muerte como espectáculo, el cotilleo es­túpido, vender la propia alma (la forma menos visible de prostitución, pero la más abominable aunque sea respetada por todos los que reducen la existencia a un negocio), el morbo programado por las televisiones, provocado por los medios de comunicación... Nihilismo es no pararse delante del sufrimiento, abandonar la compasión, el racismo a veces muy sutil de los que no quieren sentarse donde antes hubo otra persona. Nihilismo es tener el alma enferma y para curarse, arráncarsela de cuajo: es la forma mejor para no sentir por uno mismo; quizás por eso cada vez más personas necesitan la televisión o emociones fuertes. Sí, porque han perdido toda la sensibilidad.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Qué miedo del nihilismo! No he entendido bien como se hacen pinturas como la de la portada. Un saludo

Anónimo dijo...

Mirar el mal cara a cara y reconocerlo como tal para poder hacerle frente, aunque uno se sepa derrotado de antemano.

¿Dónde está el mal? ¿Es posible no reconocerlo? Si alguien no lucha contra el mal,¿qué tipo de ser es?¿Cómo se reconoce el mal?¿Tiene algo que ver con la conciencia? ¿Con la libertad?¿Dios nos aleja del mal?¿Podemos escudarnos en la locura (ya sea por amor, drogas, alcohol,etc.) para disculpar el mal que hicimos? ¿Por qué cada uno entiende el mal como le conviene?
¡Qué miedo me da el mal!

Valentín J. Ansede Alonso dijo...

Me han preguntado sobre la técnica de Gyotaku y no sé decir mucho; sólo he leído superficialmente algunas cosas. Por lo que intuyo, debió tener orígenes humildes: documentar las capturas para poder cobrarlas. Se emplean, por lo que sé, dos técnicas. (1) Se pinta directamente el pescado con tinta sumi (quizás originalmente fue con los restos de las brasas) y se “imprime” el pescado (como si fuese un grabado, pero sin tórculo, claro). (2) Se mete el pescado en una caja, se le pone encima una seda y se espolvorea con pintura.

Respecto al segundo comentario, me parece que debemos aprender a permanecer en las preguntas. Haré una observación: quizás todos podemos reconocer el mal, pero no todos tenemos el coraje de mirarlo.

Gracias a los dos anónimos.