miércoles, 29 de diciembre de 2010

La última

LITERATURA Y SUFRIMIENTO


            Una vez más tomé el tren por un par de horas y media [1], porque en estas fechas no es demasiado prudente desplazarse en automóvil y, además, el mío está aún en el taller. Compré un libro en el quiosco de la estación: Kim Thúy,  Ru, Madrid, Alfaguara, 2010. De nuevo, me sedujo la fotografía de la portada, pues el rostro que aparece sólo deja ver su barbilla; la camisa blanca de cuello chino [2] fundiéndose con el fondo azul difumi­nado compuso el resto del enigma. Di cuenta del libro durante el trayecto, una vez  convenci­do mi compañero de fila de que el resto del vagón no tenía necesariamente que compartir con él la música de su teléfono [3]. Ru ha recibido el prestigioso premio RTL-Lire 2010 y está conociendo un merecido éxito de público y crítica tanto en Canadá como en Francia. Debo reconocer que el libro me ha gustado tanto porque es una denuncia como por la compasión que destilan sus páginas. 

            Ru no es, sin embargo, una novela [4], al menos en sentido clásico. Se trata de un conjunto de recuerdos, casi en desorden, aunque se trate de un caos buscado, que nos per­miten esbozar la imagen de la narradora; es decir, estamos ante un testimonio que carece de estructura salvo el des­orden con el que acontecen lo recuerdos. Con un fuerte contenido biográfico, Ru relata las peripecias, el auge, la caída y el lento aclimatarse de una mujer vietnamita, una mujer fuerte que aprende a hacer frente a la adversidad. La protagonista huye en un boat people para dar con sus huesos en un campo de refugiados en Malasia del que saldrá finalmente con destino a Canadá. El libro está lleno de sensibilidad, de una delicadeza llamativa porque sin ocul­tar el sufrimiento sabe decirlo de una forma no hiriente, sin resentimiento, y  también sabe callar. Por las páginas de Ru pasa el amor a los hijos, capaz de sacrificarse—si se me permi­te la palabra—a sí mismo en aras de la vida; pero también el amor de los hijos, que muchas veces no comprenden sino con el paso de los años, al volver la vista atrás, con un gesto de sorpresa pues ya es tarde para el agradecimiento. En Ru está presente el amor entre los hermanos, primos, tíos..., pero también los silencios que consienten abusos, la admiración ante una grandeza que no se llega a comprender y el dolor infinito de la separación por amor. En este sentido, puede pensarse que el relato es la epopeya de una familia dentro y fuera de Vietnam. Tan sólo por la cita del proverbio que le citaba la madre a la narradora merece la pena leer Ru: Ðòʹi là chiển trặn, nêu buôn là thua. Lógicamente, quien quiera en­tenderlo debe leer el libro, pues incluso me han faltado signos en el teclado para una trans­cripción exacta.

            Ru canta con voz melodiosa a un mundo pasado; quizás por eso es hermoso: por la nostalgia, pues ya no existe ese mundo. No he podido evitar a ratos una lectura teológica y, aunque esté en los antípodas de las intención de la autora, la página ciento dieciséis pue­de leerse casi perfectamente como una definición de sacramento [5]: “Es el único chirimbolo que lleva de un país a otro, como si fuera un ancladero o el recuerdo de su primer anclaje”. En otras ocasiones la pincelada divertida hace reflexionar sobe algunas certezas y acierta con la rea­lidad del teólogo: “Una de mis coinquilinas estudió durante varios año teología, arqueología, as­tronomía para comprender quién es nuestro creador, quiénes somos, por qué existimos. Llegaba cada noche no con respuestas, sino con nuevas preguntas” (pág. 120).

            Por lo dicho, y por mucho más, la obra de Kim Thúy me parece una lectura saluda­ble para nuestras almas maltrechas y, sobre todo, maltratadas por nosotros mismos. Nietzsche nos enseñó que en ocasiones la profundidad requiere superficialidad [6]; pues bien: Ru tiene esa aparente superficialidad de tono que llega al fondo de algunas realidades.

            Al terminar la lectura del libro de Kim Thúy alzaron el vuelo muchas preguntas en mi cabeza y no sólo por el silencio con el que algunos modernos occidentales han seguido algunos genocidios [7], sino por el carácter mismo de la literatura que da testimonio. No tengo muchas dudas de que el libro de Thúy alcanzará también éxito en España, pero ¿por qué? Quizás porque los hombres de hoy necesitan testigos de la vida que ellos son ya incapaces de vivir, porque conmemoran una humanidad radical en la que todos podemos encontrarnos.

            Quiero terminar hoy con dos observaciones al margen de Ru, pero al hilo de las reflexiones que me ha suscitado. La literatura solía detenerse en las reacciones de los personajes ante el sufrimiento y la angustia—todos podemos recordar a Tólstoi, Dostoiesky o Camus entre otros—, pero hoy parece que el público exige ser puesto directamente delante de ese sufrimiento y no soporta sino testigos cómodos. Si uno fuese malo, sospecharía que esta moderna necesidad de testigos no lo es por la fuerza de su arrastre, como lo pudo ser antaño, sino por el mironismo—permítaseme el palabro—que nos convierte en seres pasivos que necesitan sensaciones cada vez más fuertes. Se quiere oír a los testigos porque tranquiliza la conciencia saber que siguen vivos [8]. Empecé a escribir estas reflexiones el día en que se conmemora la muerte de los Inocentes a manos de la policía del rey idumeo Herodes: ¿no dice ya demasiado en qué hemos transformado este recuerdo?

            Shalom.

[1] Según mi pobre experiencia, RENFE (fulasa, rulasa, buen Dámaso) está tomando la cos­tumbre de apu­rar el paso de los viajeros a los trenes regionales: si el tren sale a las ocho y diez, a los pasa­jeros sólo nos dejan pasar a partir de las ocho y cinco; pero esto no sucede con los más caros trenes de alta velocidad. Por unos instantes pensé que las clases habían desaparecido; pero después me di cuenta de que ahora, siendo más evidentes, no se quie­ren escandalosas: basta con separar a las clases no en vagones distintos, sino en trenes dis­tintos. Antes ricos y pobres, al menos, llegaban a la vez a su destino; ahora, los que pueden gastarse veinte euros más alcanzan la meta antes. Si la rapidez es una de las características del mundo moderno (¿no preferís el automóvil al arte, futuristas?), la velocidad es el bien que pertenece por entero a los poderosos. Y si ser moderno es bueno, resulta una vez más que nuestra sociedad iden­tifica el bien con la riqueza; pero esto es algo que saben quienes se hayan detenido a pen­sar el concepto ilustrado de libertad, incluso es su variante marxis­ta. Sin embargo, esto necesita una coda: la clase social ya no se asocia con necesidad a un determinado nivel cultural.

[2] La mayoría, si no me equivoco, habla de “cuello mao” o de “cuello de tirilla”, pero a mí me caen bien los chinos y no quiero recordarles al Gran Timonel, responsable del mayor genocidio que ha conocido la historia de los hombres.

[3] En verdad en el futuro muchos serán sordos: la mayor parte de las veces la primera fi­nalidad de los auriculares parece ser la de provocar sordera. Sin embargo, ya estamos en el futuro y, como dijo aquel, “oídos artificiales, mejores que los auténticos”.

[4] No abriré yo—porque no soy nadie—el debate sobre la realidad de la novela y sus múl­tiples muertes; pero me parece que es hora de que nos pongamos de acuerdo en una defi­nición somera de novela al menos con la finalidad de poder entendernos.

[5] No he podido menos de recordar algunos pasajes de Los sacramentos de la vida que hace muchos años ya escribió el entonces teólogos brasileño Leonardo Boff.

[6] El famoso dictum sobre los griegos, que “fueron superficiales porque fueron profundos”.

[7] Siempre será recomendable la lectura del libro de A. Glucksmann  y Th. Wolton, Silencio, se mata, Madrid, Alianza, 1987.

[8] Recuerdo el asombroso caso de una fotografía premiada: el buitre a punto dar cuenta de una niñita aún viva, inclinada sobre la tierra calcinada. La mayoría de la gente se tranquilizaba al pensar que el fotógrafo—el testigo—salvó a la niña. Cuando éste lo negó (pues, dijo, no tenía sentido salvar a uno entre los miles de muertos, frase que me recordó a Iván Karamazov), muchos se sintieron angustiados. De inmediato surgió la defensa: lo ha dicho, pensaron, para que no tranquilicemos nuestra conciencia. El fotógrafo se suicidó y ese gesto que siempre nos superará—y que es imposible juzgar como deja claro la novela del orillado Graham Greene en The heart of the matter—desubicó de una manera formidable  a los que intentaban olvidarse de un asunto que, finalmente, fue olvidado. Como  tantas muertes.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente reflexión. Me han entrado unas ganas enromes de leerlo.

Lucía