¿CÓMO SE JUZGA UNA OBRA DE TEATRO?
Tenía varias ideas para el comentario semanal (esto no significa ningún compromiso, conste) de la gacetilla. Se me habían ocurrido varias posibilidades: hablar de una obra releída hace poco de Gonzalo Torrente Ballester, Cuadernos de La Romana, Barcelona, Destino, 1975. Es el número 469 de la colección Áncora y Delfín en la que se encontraban verdaderas maravillas en unas ediciones espléndidas. Pensé también en hablar de la última novela que he leído de la japonesa Hiromi Kawakami, Algo que brilla como el mar, Barcelona, Acantilado, 2010, que habiéndome gustado no me ha provocado, sin embargo, el entusiasmo de la primera novela que leí de la autora, El cielo es azul, la tierra blanca. Tengo pendiente saldar cuentas con un librito de Enrique Baltanás, Minoría absoluta, Granada, Comares, 2010, al que le quiero dedicar unos escolios. Debería hablar también del último y un poco irregular premio de poesía San Juan de la Cruz, Jesús Losada, Corazón frontera, Madrid, Rialp , 2010. Sin duda también sería algo semejante a una obligación—y de ahí la ocurrencia—hablar de un poemario de Fernando Pessoa, Poesías completas de Alberto Caeiro, Valencia, Pre-Textos, 2005. Durante este tiempo, visitando la Feria del Libro Antiguo, cayó entre mis manos un libro que leí hace más de treinta años: Isaac Deutscher, El judío no sionista y otros ensayos, Madrid, Editorial Ayuso, 1971. Por otras razones también me gustaría hablar en algún momento del número de septiembre de 2010 de la Revista Internacional de Teología Concilium, titulado ¿Ateos de qué Dios?, que edita en España Verbo Divino. Mis intenciones son quizás buenos propósitos que no cumpliré porque llegan unas semanas de trabajo absorbente.
Sin embargo, no voy a hablar hoy de ningún libro, porque ayer por la tarde fui al teatro y después de ver la función tuve la mala idea de leer alguna crítica que no sólo me pareció desafortunada, sino también francamente—entiéndase—fuera de foco e incluso superficial. Esto me ha movido a hablar sobre la obra; claro: podía extenderme sobre esas críticas, pero la crueldad nunca ha sido mi fuerte.
Sí, ayer por la tarde fui al teatro. Siempre me ha gustado y, a diferencia del cine, nunca lo he soportado. Además, sé que—como decía don Ramón—en el teatro la autoridad soy yo y eso me hace sentir muy cómodo. Asistí a la representación que la compañía la Fundición y Escarmentados ha hecho del texto de Pedro Álvarez Osorio, Queipo. El sueño de un general. Se hizo en el Teatro Central de la Heroica Ciudad a las nueve de una tarde-noche deliciosa. La dirección de la obra ha corrido a cargo del autor, que ha contado con Antonio Dechent para el papel de Queipo; Amparo Martín para el de Maruja, hija del general; Antonio Campos se encarga de dar vida a Juliano Quevedo, yerno de Queipo, y Oriol Boixader encarnada al Generalísimo Franco. La producción ha corrido a cargo de Antonio Dechent y Pedro Álvarez-Ossorio. El resto de la información puede verse en el programa de mano.
Lo primero que debo decir es que la obra me gustó y mucho. No sólo el texto, sino el montaje y la interpretación me han parecido muy acertados. En ningún caso se trataba de un ajuste de cuentas con la historia—eso hubiese hecho de la obra algo mediocre—, sino de hacer teatro en el sentido auténtico de la expresión; pero no ha sido la obra la que ha motivado mi comentario, sino, como he dicho, alguna crítica que ha valorado la obra y su representación por la ausencia de una denuncia más descarnada de lo que Queipo fue y representó. Posiblemente se quería una simple imitación de una determinada reconstrucción de la figura del general; pero, afortunadamente, Pedro Álvarez-Ossorio no ha caído en semejante maniqueísmo (que es una forma de estupidez puesta recientemente de moda). El teatro no es mimesis de la realidad, sino que nos ofrece una interpretación de nosotros mismos en la que participamos como espectadores: este Queipo teatral (magnífico Antonio Dechent) nos interpreta a nosotros mismos [1] No hay ninguna confusión en el discurso de la obra: el crítico se embarra cuando confunde la historia con la representación y quiere reducir ésta a aquella—quizás porque le resulte políticamente más interesante. La obra de teatro no pretende una reconstrucción milimétrica. No, ¡gracias a Dios!, porque la realidad es mucho más compleja y el teatro es presente. Esto lo diferencia absolutamente del cine, ese espectáculo moderno que se repite idéntico proyección tras proyección. Sobre esto ya nos habló Benjamin.
No quiero que el árbol de la crítica me impida ver el bosque de la obra, así que diré algo más de Queipo. El sueño de un general. La obra está pensada como una analepsis: estamos en 1951 y el general agoniza en su finca “Gambogaz”, junto a la capital de su Virreinato, Sevilla. A partir de ese momento regresamos al pasado: al día 18 de julio, a las presiones anteriores y posteriores, al exilio romano de Queipo y de nuevo a los días finales. Por el escensario van pasando diversos personajes que añaden matices a la obra: el cardenal Pedro Segura, el Generalísimo [2] Franco… Antonio Dechent lleva el peso de la obra y lo hace con el entusiasmo de un actor joven, pero con la experiencia del que lleva muchos años sobre las tablas. Siempre me ha parecido mejor actor de teatro que de cine—y esto debe entenderse como una alabanza, pues en el cine actúa bien hasta Sanani el de la Tortas. La voz de Antonio Dechent obra prodigios (y hay quien dice ya que es la mejor voz del teatro español). Su construcción de la figura de Queipo roza la perfección, pero no por una fidelidad literalista a la personalidad histórica, sino porque el personaje se mantiene en pie por sí mismo. No estamos ante un personaje plano, sino redondo; es decir, lleno de matices. Los actores que le acompañan están también magníficos y me gustaría destacar a Amparo Martín, a la que le ha tocado lidiar con un personaje difícil que debe moverse entre la rigidez y el afecto. Cómica es la construcción de Oriol Boixader y amable la que ha conseguido Antonio Campos de Juliano Quevedo, ambiguo y fiel a la vez.
Los saltos en el tiempo lejos de confundir, dan dinamismo a la obra. En cuanto al montaje cabe decir que—es lo bueno del teatro—con muy pocos elementos se ha conseguido mucho (pienso ahora en el discurso de Queipo ante la multitud en la plaza de España). La sobriedad es una virtud porque, además, no entorpece la representación. La proyección de imágenes no sólo no interrumpe el curso de la obra, sino que la enriquece generando un ambiente tenebrista muy apropiado para los personajes. Por último, quiero dejar constancia de que el trabajo del iluminador, David Romero de la Osa, merece un aplauso.
En resumen, Queipo. El sueño de un general ha sido planteada con acierto, como verdadero teatro. Lástima que esté tan pocos días en cartel.
Shalom.
[1] Baste un botón de muestra: en la representación del encuentro con Franco, éste ha sido maravillosamente caricaturizado por Oriol Boixader. El público ríe con ganas por la parodia. Más tarde, en un aparte, Queipo habla de Franco con desprecio y el público ríe hasta alcanzar la carcajada cuando… el General tilda de maricón al Generalísimo. Esta risa refleja el fondo del público y lo denuncia más que muchas palabras.
[2] Es cómico ya el mismo título de “Generalísimo”. Ahora se empeñan en eliminar las palabras sin percibir la venganza del tiempo: “Generalísimo” es tan ridículo como “Cabísimo” o “Coronelísimo”. Dice con acierto Pedro Álvarez-Ossorio en el programa de mano: “Un pueblo sano es el que es capaz de no olvidar los momentos funestos de su historia”; pero yo añadiría: “con humor”. Todas las dictaduras—del signo que sean—han censurado el humor.
1 comentario:
Creo que estamos ante un trabajo profesional meritorio por su texto, su producción, su dirección y su nivel actoral- magnífico a través de A. Dechent-. Pero lamentablemente estamos en Sevilla, la ciudad que sufrió pero que también -para vergüenza de muchos, aún no digerida- ensalzó a tan funesto personaje. Quizás hubiera merecido mayor repercusión por la singularidad y calado del personaje.Pero la reflexión no parece ser virtud de esta ciudad ni de sus críticos teatratales.
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