viernes, 29 de octubre de 2010

Jerphagnon y Ferry, Ferry y Jerphagnon

ESCÁNDALO Y LOCURA


            Acabo de leer el librito de Luc Ferry y Lucien Jerphagnon, La tentación del cristianismo. De secta a civilización, Barcelona, Paidós, 2010. Se trata de una pequeña obra—apenas algo más de cien páginas—, bien escrita e informada, sobre las posibles razones de la fe cristiana en la Antigüedad tardía. Sabemos que el inglés Peter Brown ha dedicado algunos libros excelentes a esta cuestión, empezando por su biografía, pero también merece la pena recordar aquí Cristianos y paganos en una época de angustia, editado hace muchos años por Cristiandad y escrito por el magnífico E. R. Dodds. En cuanto a los autores me parece que casi no necesitan presentación; el mayor, ya nonagenario, Lucien Jerphagnon no es conocido por un puñado de libros excelentes; especialista en Agustín, como Brown, y discípulo de Vladimir Jankélévitch, nació en 1921 [1] y se ha dedicado fundamentalmente a la Antigüedad romana. Esto no le ha impedido escribir un Elogio del pesimismo: cualquier tiempo pasado fue mejor, Barcelona, Barril y Barral, 2009, que ha sido, sobre todo en Francia, un éxito de público lo cual, pensando en cómo está el público, no es necesariamente algo bueno. Luc Ferry es conocido tanto por su vertiente como publicista—ha publicado muchísimo—como por haber sido ministro de Educación en Francia en la época de la polémica de los velos.

            La obrita está dividida en tres partes, además de un prefacio de la que se han encargado Eric Deschavanne y Pierre-Henri Tavoillot. En la primera parte el profesor Jerphagnon analiza el triunfo del cristianismo desde el punto de vista romano; en la segunda, Luc Ferry aborda la misma cuestión, pero desde el punto de vista griego. Finalmente, encontramos algo que sólo de lejos se asemeja a un diálogo con el público.

            El prefacio contiene algunas afirmaciones que, al menos desde mi modesta perspectiva, son confusas. El arranque es éste: “Hecho impensable hace un siglo, todavía improbable hace cincuenta años, en la actualidad reina en Europa occidental un laicismo sereno y apacible” (pág. 9 subr. mío). Realmente hacer semejante afirmación es, cuando menos, absolutamente discutible. Admitiré a regañadientes que ninguna afirmación es del todo falsa; así, pues, es posible pensar que aún existe algo como “Europa occidental”, pero el laicismo es de todo menos sereno y apacible. No dudo de que hay casos en que tal puede ser así, pero quien observe con una mirada apacible la realidad de lo que otrora llamamos Europa verá una profunda corriente anticristiana que se complace en profanar todo lo sagrado cristiano que se presenta a sí misma como laicismo. Quizás el problema de los introductores es que no quieren decir laicidad… y necesitan una definición de laico—la razón en estos asuntos está siempre del lado e Hegel pues la negación sólo vive de la afirmación. De todos modos, la pregunta que quieren presentar como arranque del diálogo no sólo está mal formulada, sino que se sitúa exactamente fuera de la historia: “¿Por qué una religión a fin de cuentas excéntrica, como era el cristianismo, se acabó convirtiendo en la cultura occidental?” (pág. 11). Si interpretar es comprender en contexto, como quería primero Schleiermacher y Gadamer después, los autores de la introducción descontextualizan con su modo de preguntar el problema; menos mal que los autores han procedido de una manera más inteligente.

            Así, las reflexiones de Jerphagnon no sólo son pertinentes, sino que apuntan en una dirección que dar que pensar; pienso, por ejemplo, en las observaciones sobre la obsesión típicamente romana por el sacrilegio. Ciertamente, el campo—como sabemos desde hace mucho tiempo—permaneció pagano y sólo en el primer Medievo las tradiciones campesinas se mezclaron con el cristianismo de una forma tan original que incluso a Mircea Eliade le parecía poco cristiana por cósmica. Nunca se insistirá lo suficiente en el carácter urbano de la nueva religión cristiana (aunque sus orígenes son, sin duda, campesinos) y convendría tener eso presente a la hora de pensar los procesos de secularización—lo digo conscientemente en plural—de las sociedades que han estado marcadas por la fe cristiana. Conviene, sin embargo, insistir matizadamente en una de a las afirmaciones de Jerphagnon (quizás porque el autor francés no tiene espacio suficiente para desarrollar sus ideas). Dice (cfr. Págs. 28ss) que el escándalo de la religión cristiana [2] se debía a su “pretensión de ser la única”. Lo que escandalizaba, como Jerphagnon sabe y enuncia concisamente un poco más abajo, no era esto, sino más bien la pretensión cristiana de exclusividad en  un doble sentido: un cristiano no podía ser devoto de otros dioses y la fe cristiana comprometía la totalidad de la persona. Dicho lo cual, diré que el mérito de este escrito es sintetizar en muy poco espacio con profundidad y elegancia años de investigación. Hay párrafos que son verdaderamente para descubrirse.

            Luc Ferry es un tipo que me cae simpático sin que yo sepa exactamente por qué. Me sucede lo contrario que con su amigo Comte-Sponville [3], nacido el mismo año que Ferry y miembro como él de uno de esos comités de expertos ética que en los últimos años se han multiplicado [4]. Sin embargo, pese a la simpatía—o precisamente por ella—debo hacer algunas observaciones a su exposición, que se leerá con gran provecho se esté de acuerdo o se disienta. Ferry asume sin saberlo (y, por tanto, sin complejos) el complejo edípico que afecta a la filosofía europea desde el siglo XVII al menos. Dice el amigo Luc: “La filosofía siempre ha sido, al menos en sus grandes momentos, la secularización de la religión” (pá. 43). Esta afirmación, que estimo cierta, se repite en varias ocasiones a lo largo de su exposición, pero hoy refleja el intento de la filosofía de matar al padre (Dios) para quedarse con la madre (la Religión, así con mayúscula alemana, ¡¡Hegel!! pero también ¡¡Marx!!, ¡¡Nietzsche!!, ¡¡Freud!! y ¡¡¡Heidegger!!! por no hablar de Feuerbach y todos los del Seminario de Tubinga y del convictorio de Pforta). Esto, contra lo que dice Ferry en las págs. 76s, no ha sucedido porque a raíz del cristianismo la filosofía se haya transformado en metafísica general, sino porque ha perdido su tino merced a los bocados de una razón instrumental que celebra como definitivas las explicaciones (siempre superficiales) de la ciencia [5]. Más llamativo es que para acceder a la mentalidad filosófica griega acuda… ¡a Homero! Hace de Odiseo el héroe filosófico con una interpretación altamente dudosa del episodio de Calipso [6]. Me parece a mí otra cosa y creo que acertó Romano Guardini cuando opuso la figura de Odiseo, que regresa a su principio (Ítaca) a la de Abraham, que no regresó a Ur. Lo que hay de fondo en el episodio de Calipso es, al menos en parte, la inexorabilidad del ciclo, la anagkê irresistible a la que están sometidos incluso los dioses. Lo bueno de todo esto es uno podría pasarse tardes enteras discutiendo con Luc Ferry porque su pensamiento no es nada dogmático (de ahí tal vez su simpatía por Jerphagnon). Me gustaría, sin embargo, señalar que Ferry quiere hacer un resumen de la filosofía griega ¡olvidándose de Platón! Es sólo un olvido, de acuerdo, pero fundamental. Es como si alguien le dijese a su madre que se ha olvidado de concebirlo. Y, algo cada día más extraño en nuestra Europa modernísima de hamburguesas, pantallas táctiles y estupideces importadas, Luc Ferry conoce bien la fe cristiana y se la toma en serio. En otras palabras, me merece un gran respecto (como el amigo André, conste); por eso tanto su crítica al cristianismo como sus palabras finales me darán mucho que pensar.


            En fin, ya casi es Shabbat y me parece haber escrito suficiente. Sería bueno que muchos que hablan sin saber leyesen La tentación del cristianismo y, sobre todo, se tomasen en serio el duro trabajo de pensar, que es algo más que rebuznar lugares comunes [7].


[1] La fecha de nacimiento de profesor Jerphagnon nos pone sobre aviso de la desaparición de los últimos testigos de la Primera Gran Guerra. Sin duda, es un hijo del Tratado de Versalles, pero sólo como ecos llegaron a sus oídos los primeros años veinte del siglo pasado. Ahora bien, como no deja de decir Fumaroli, los europeos desconocemos ya nuestra propia historia y, en ese sentido, me atrevo a decir que hemos dejado de ser europeos.

[2] Una vez, en nombre de la sensatez, hay que protestar por el uso abusivo de la palabra “religión” que suele hacer la investigación.

[3] Mejor no explico por qué.

[4] No quiero dejar de recordar aquí el divertidísimo alegato del inteligente Paul Fayerabend contra los expertos en ¿Por qué no Platón?, Madrid, Tecnos, en algún año del siglo pasado porque no tengo ganas de levantarme a buscar el libro en la biblioteca (sí, sé que podría hacerlo desde interné, pero prefiero otros métodos, aunque me gustaría tener la libertad de los antiguos: “decía alguien en algún lugar”). Los expertos en ética no sólo me resultan sospechosos, sino tan peligrosos casi como los psicólogos y los periodistas.

[5] Para colmo, si Ferry se queja de la filosofía escolar francesa, ¿qué pensar de los manuales españoles? En fin, ¿qué sería de nosotros si no hubiese psicólogos con los que meterse? Pero una cosa es esto y otra copar la reflexión en los libros de texto para alumnos que acaban confundiendo la filosofía con la superchería psicológica.

[6] Recordemos que Adorno había hecho de Odiseo el proto-tipo (así, con guión) del hombre burgués… y quizás no le falta razón, aunque sería necesario un largo diálogo sobre esto.

[7] Para no caer en las garras de Juan Ramón, manifiesto aquí mi profunda simpatía y respeto por los burros animales que no sólo me parecen hermoso, sino sobre todo simpáticos y pacientes.

Shalom.

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