SIEMPRE LLEGO TARDE
He encabezado este comentario con una frase que expresa con exactitud mi relación con la narrativa: siempre llego tarde porque descubro a un autor cuando ya no cabe descubrirlo [1]. Es lo que me ha pasado con Pierre Michon. Quizás había oído hablar de él antes o tal vez mis ojos se habían detenido en alguna de las portadas que le han publicado Alfabia o Anagrama, pero si miro la fecha del primer libro de Michon que adquirí puedo leer: “ocho de septiembre de 2009” . Así consta en Mitologías de invierno. El emperador de Occidente, Barcelona, Ediciones Alfabia, 2009 [2]. Ciertamente, me deslumbró desde el primer momento, porque tengo dos libros más de Michon fechados en septiembre de ese año: Señores y sirvientes, Barcelona, Anagrama, 2003 y Cuerpos del rey, Barcelona, Anagrama, 2006. Posteriormente, me hice con Vidas minúsculas, también en la editorial en Anagrama. Recientemente se ha publicado en Alfabia El rey del bosque. Abades, Barcelona, Ediciones Alfabia, 2010.
Sin embargo, aquí quiero hablar del relato por el que se ha concedido a Michon el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa. Me refiero a Los Once, Barcelona, Anagrama, 2010. Pierre Michon nació en uno de esos pequeños pueblos franceses de nombre sonoro, Châtelus-le-Marcheix, Creuse, en el distrito de Lemosín, cerca de Limoges (lo que explica sus numerosos lemosines) en 1945. Es, pues, como Modiano, un escritor que no vivió ya la Segunda Gran Guerra, sino sus consecuencias. En otras palabras: comparto con él casi plenamente el mundo. El primer libro que publicó fue Vidas minúsculas y lo hizo cuando contaba ya cuarenta años. Podríamos hablar así de un escritor tardío si tal cosa tuviese sentido. Los Once narra la historia de un cuadro, de su autor, de los personajes que en él aparecen y de la época, sobre todo de la época pues Michon ha conseguido en las ciento treinta y siete páginas de su libro entregarnos un fresco fantástico del Terror. Alguien encarga a François-Élie Corentin un cuadro: el retrato de los once miembros del Comité de Salud Pública (la salud que es salvación y que se convierte en guillotina), que el autor enumera: Billaud, Carnot, Prieur, Prieur, Couthon, Collot, Barère, Lindet, Saint-Just, Saint André y Robespierre, que ocupará el centro del cuadro. No en vano Danton explicaba que el gusto de Robespierre por la guillotina se debía a que no le gustaba ver ninguna cabeza por encima de la suya. Supuestamente, este cuadro, Los Once, se encuentra en el museo del Louvre y sirve al autor para desgranar la historia de la época; pero es historia de otro modo y no como nosotros acostumbramos a contemplarla.
Michon escribe magníficamente bien y consigue, pese a las numerosas elipsis que aparecen sobre todo al inicio del relato, sumergirnos plenamente en un mundo convulso en el que el arte desempeña un papel fundamental. La concisión, la pincelada certera y la reflexión forman parte del estilo de nuestro autor. El pasado surge en un presente que se hunde en lo que fue; estamos allí, en la época y delante del cuadro hoy sin haber estado nunca. ¿Cómo miramos la historia? Un botón de muestra: “¿En qué piensa, caballero, delante de ese cristal tan grande, de ese reflejo tras el que hay figuras en pie que miran en su dirección? Usted es de los que leen, caballero, de las Luces también a su manera y, por consiguiente, conoce algo a esos hombres detrás del cristal, le hablaron de ellos en el colegio y en los libros” (págs. 51s).
Los Once no existe como cuadro… eso se dice, pero ¿no la pintado Michon con sus palabras? No pretendo ser retórico, pero tras leer el relato [3] algunos podremos decir que conocemos mejor este cuadro que otros muchos e incluso tendremos la alucinación de haberlo visto en más de una ocasión. Al fin y al cabo, el Louvre no se acaba nunca. No quiero hacer una recomendación, porque ya me he equivocado demasiadas veces, pero sí afirmar tajantemente que la lectura de Los Once es una verdadera delicia.
[1] Tenía yo en el bachillerato un profesor de latín—el padre Mario—que, además de ocultarse tras unas gafas de gruesos cristales verdosos, tenía la costumbre de espetarnos “ha descubierto el Mediterráneo” cuando en vez de dedicarnos a pensar, decíamos alguna obviedad. Me parece que nos dio clase en tercero, cuarto y quinto. Nos hacía traducir y si veía que no trabajábamos nos decía: “A rascarse la barriga al cuarto de baño”. Lo curioso es que el padre Mario, a quien recuerdo con cariño, tenía la napoleónica costumbre de acariciarse el estómago.
[2] Una vez más se me hace evidente que la portada desempeñó un papel importante en mi acercamiento al libro. Alfabia elige las imágenes con cuidado (y edita muy bien, conste). Lo mismo debe decirse de El rey del bosque. Abades. Sin embargo, tengo la sensación de que Anagrama se vuelve descuidada. Además, ha aceptado el daño que el cine ocasiona: la maravillosa primera portada en blanco y negro de Expiación, de McEwan, fue pasada a color para acabar siendo cambiada por una imagen de la película. Una lástima.
[3] Es verdad que ha recibido el premio de novela; quizás lo sea, pero tengo para mí que a nuestro autor le encaja mejor el apelativo de narrador que el de novelista. Y esto no es ningún demérito pues leyendo he tenido incluso la impresión de que un nuevo género surgía ante mis asombrados ojos.
Shalom.
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