martes, 20 de abril de 2010

Sobre Mark Rothko. Amador Vega





Καὶ τὸ καταπέτασμα τοῦ ναοῦ
ἐσχίσθη εἰς δύο ἀπὸ νωθεν ως κάτω
(y el velo del Templo
se rasgó en dos de arriba abajo)

            Esto es lo que, finalmente, me ha evocado la lectura del magnífico y discutible—sin duda, discutible por magnífico—libro de Amador Vega Esquerra, Sacrificio y creación en la pintura de Rothko. La vía estética de la emoción religiosa, Madrid, Siruela, 2010. Amador Vega ha publicado numerosos estudios sobre mística y ha traducido, también en Siruela, algu­nos escritos del Maestro Eckhart bajo el título El fruto de la nada. Nacido a finales de los años cincuen­ta, se doctoró en Filosofía por Friburgo de Brisgovia—la universidad de Hus­serl, pero también la de Heidegger—y en la actualidad, si no me equivoco, es profesor de la Pompeu y Fabra. Sin embargo, aquí nos interesa menos Amador Vega que Mark Rothko y éste es uno de los méritos de Sacrificio y creación en la pintura de Rothko, con­ste.



            Marcus Rothkowitz, nacido en Letonia en 1903, es universalmente conocido como Mark Rothko y, aunque a muy temprana edad emigró al país cuyo nombre es una sigla, EE.UU., fue marcado en profundidad por la cultura europea—no vendría mal recordar de nuevo las reflexiones de Steiner sobre el papel de EE.UU. Con unos comienzos difíciles, se fue abriendo camino en el mundo del arte—menos corrompido por el mercado que en la actualidad—y comenzó a trazar un camino que le llevaría a sus grandes obras de los años sesenta, entre ellas la Capilla Rothko. Antes de que se produjese la inauguración de esta cap­illa—que probablemente le había provocado más problemas con el diseño arquitectóni­co que con los lienzos—, Rothko se suicidó. La ruptura con su segunda esposa y la muerte de ésta, unos veinte años más joven que él, Alice Beistle, conocida familiarmente como Mell. El apellido Roth parece que lleva la marca del alcohol, pues al igual que Joseph Roth, Rothko era adicto al alcohol y es probable que a los antidepresivos. Podríamos enumer­ar algunos de los sucesos relevantes en la vida de Rothko, pero aquí nos interesa su obra, independiente ya de las intenciones del autor.

            Amador Vega lee al pintor norteamericano como si de un libro se tratase: Rothko buscó afanosamente la expresión de la emoción religiosa por diferentes caminos intentan­do expresar lo inexpresable mediante las sucesivas simplificaciones—desde la desaparición de cualquier figuración hasta su evolución en el uso del espacio y del color. Este intento admirable de interpretación me suscita numerosas preguntas y reflexiones a las que sólo daré aquí cabida en parte.


            Quizás fue el impresionismo—con sus primeros derivados—la última oportunidad de que el arte fuese accesible a todos, pues aunque se revolvió contra la tradición, fue tradición—y cabe aquí recordar que Rothko tampoco deseaba una ruptura con la tradición. Esto nos plantea una cuestión urgente sobre los movimientos pictóricos posteriores al impresionismo: ¿hay que seguir la biografía de cada artista para comprenderlo? La forma de proceder del profesor Vega parece apuntar a esto; pero si las cosas fuesen necesariamente así, ¿habría desaparecido ese “yo” que Rothko se empeñó en desterrar de sus obras? Se empeña Vega en seriar la obra del pintor, porque parte del supuesto que no es posible comprenderlo si conocer su trayectoria. Esta seriación, que en otras épocas puede ser útil, ¿se vuelve ahora imprescindible? Descubrí hace mucho que la única manera coherente de acceder a la comprensión de los símbolos era comprenderlos serialmente (idea ésta expuesta con claridad en el excelente trabajo de Peter Munz, Cuando se quiebra la Rama Dorada. ¿Estructuralismo o tipología?, editado por FCE en español a mediados de los ochenta). Así, por ejemplo, el pilar gótico soporta también el significado del árbol como axis mundi. ¿Hemos de suponer esta seriación en cada artista, de manera que los símbolos van cargándose de significado a partir de su biografía? Pero responder a esta pregunta de una tajante manera positiva, ¿no significa convertir la obra en un lenguaje privado (simbólico o no, encriptado o no, pero ininteligible en cualquier caso) que impediría, por su misma condición, la comunicabilidad, que también Rothko exigió para sus obras?

            Hay otro problema. Me he quejado siempre de la tentación heideggeriana: apropiarse filosóficamente del arte (la relación con Paul Celan, que no pretendió en ningún momento ejercer como filósofo, aunque el hijo de sacristán sí quiso ejercer como poeta); la presentación que Vega hace de Rothko invierte la tentación heideggeriana: es el artista el que se hace (se cree) filósofo; pero ¿no se convierte así su arte en discurso racional y, por ello, en algo discutible? Sin duda es importante atender a las declaraciones de Rothko e incluso a sus intenciones, pero ¿son éstas lo que decide la interpretación de su obra? Todo esto tiene, sin duda, mucha relación con la fragmentación del mundo moderno que la razón no ha podido mantener unificado. ¿Y no es tal vez esa razón—una razón reducida—la que ha desatado las fuerzas irracionales? A la vista del siglo XX la respuesta quizás debería ser afirmativa. Es ésta la razón por la que no acabo de entender ciertas latencias hegelianas: “[...] si recordamos que para Rothko el arte es `una anécdota del espíritu´, y que todo cuando no contribuya a la expresión universal del espíritu debe quedar eliminado, incluso el arte mismo” (pág. 73).


            Al contemplar una obra de Rothko acontece una epifanía porque la obra no es un medio-para; pero me parece que es exactamente en esto en lo que las convierte el proceso de claridad que Vega pretende descubrir en Rothko: una des-simbolización que acabaría subsumiendo la obra en un discurso racional o puramente subjetivo-emotivo, pues si se niega que el arte re-presente, ¿qué hace? Vega nos dice: “El arte no representa nada, sólo expresa emociones” (pág. 72), pero éstas sólo pueden ser las del espectador, pues en caso contrario la obra debería hablarnos de alguna manera de las emociones del autor, y todo lenguaje es una representación a menos que aceptamos un tipo distinto de lenguaje como símbolo, esto es, como presencia viva de lo que representa, es decir, epifanía (en la misma línea de las explicaciones de Mircea Eliade a las que Vega acude gustoso y lúcido). A esto apunta el intento de “forzar una nueva comprensión de los límites de la razón occidental” (pág. 75). De hecho, la afirmación de que el arte no representa nada, “ningún mundo” es ambigua, porque “Rothko es consciente de la urgencia por obtener un modo de representación que transmita emociones universales en un escenario unificado en el que la representación esté a cargo únicamente del color y de las formas que éste crea” (pág. 77). De hecho, esta contradicción podemos explicarla si entendemos que Vega usa el término “representación” en dos sentidos, uno propio de los signos y otro, de los símbolos. Y se acerca a la comprensión del arte como des-velación o re-velación, pues sigue siendo mediación—aunque, la historia se repite, la escalera que el arte es deba desaparecer del mismo modo que la escalera wittgensteniana.


            Estas reflexiones en torno a la re-presentación pueden llevarnos lejos..., pero ¿no nos lleva aún más lejos la contemplación de la obra de arte? Respondo: sí, porque nos abre al silencio, pues la obra de arte es un algo en sí, pero ¿cabe sí mismo? Me inclino a pensar que la experiencia estética—si hablamos desde la fragmentación de la razón—se sitúa también, como la fe, en la grieta del mundo clausurado por la razón tecnológica. De hecho, las grandes obras de Rothko, ¿no nos abren expresamente un horizonte allende la clausura? Diría que incluso nos lo dan como gracia. Y aquí nuestro pintor se muestra de hecho en la tradición occidental: creación y no cosmogonía. La mediación estética adopta aquí un talante nuevo y me parece que podría ser pensado con cierta adecuación bajo la categoría griega  μυστήριον o la latina sacramentum. Esto no es un capricho personal, pues Vega señala explícitamente: “el máximo reto en la interpretación [está hablando de la Capilla Rothko] consiste en comprender el modo en que un arte explícitamente no religioso consigue dotar de  significación a un conjunto dedicado al culto” (pág. 97, subrayado mío). Aquí, no cabe duda, está presente el problema de la secularización, pero de una forma expresamente neotestamentaria. En el hermoso texto con el que he encabezado estas reflexiones el evangeliosta Marcos nos dice: “Y Jesús, lanzando un fuerte grito, expiró, y la cortina del Templo se rasgó en dos de arriba abajo” (Mc 15, 37s). Se trata de la abolición de la presencia de Dios en un ámbito exclusivo (lo sagrado). Esto es lo que se encuentra en las palabras del propio Rothko: “Quien quiera tener una experiencia de lo sagrado venga a ver mi obra, y quien quiera tener una experiencia profana venga también a verla” (pág. 116). Sin duda, aquí somos deudores del concepto de religión de Paul Tillich para quien el nombre de Dios se refiere a aquello que nos atañe incondicionalmente. Es importante subrayar este significado profundamente religioso de la pintura de Rothko, pues intenta ir más allá del cansancio en la expresión de los símbolos fundamentales de la fe (cfr. Pág. 97). Ciertamente, lo sagrado “requiere de modelos estables para su manifestación” (pág. 97: por esto los lugares de culto permanecen en el tiempo), pero los modelos (arquetipos) no son las formas. Y aquí una observación importante (e inoportuna para algunos empeñados en iluminarlo todo): Rothko no quiso iluminación eléctrica para la Capilla; es decir, no quiso ver transformado el lugar de culto en un museo (ese invento nefasto, aunque necesario, tan reciente y que deriva del coleccionismo, el modo de comportarse que tienen los agrimensores respecto a la cultura). La pintura de Rothko, con sus intenciones, es también crítica teológica más allá del discurso, pues las iglesias acaban por convertirse en lugares turísticos y no de peregrinación perdiendo con ello su significado. El que acude hoy, cámara de fotografía en ristre, sólo va a mirar lo externo, no a contemplar; pues toda contemplación—incluso de la nada, que puede ser la representación más sublime de Dios—implica una κάθαρσις (purificación, sacrificio) o, si se prefiere, una μετάνοια (un cambio en la manera de pensar, sentir y actuar). La Capilla implica, no tengo duda, el Sabbath tanto en su significado judío (pues es el descanso de la Creación, allí donde se recoge lo creado) como también en su sentido escatológico propio de la fe cristiana: la espera del Octavo Día, el Domingo, en el que se correrán todos los velos y nos bañará la luz de la Vida.


            El libro de Amador Vega nos acompaña en la contemplación de la pintura de Rothko; pero, como quería el pintor, debemos abandonar las mediaciones y entregarnos a la contemplación de la obra. Poco importa lo que yo piense de la pintura de Rothko (es el error de los modernos mirarla así, pues miran sin ver); lo realmente importante es lo que la pintura dice de mí mismo: como me sitúa y me abre mundo. Antes he dicho que las obras de Rothko nos abren un horizonte como gracia, y de esto precisamente se trata: nosotros podremos perdernos en las opiniones, pero la belleza se nos otorga siempre como algo inmerecido para comprender la más de las veces sin necesidad de palabras.

Shalom.

Lamento, por lo demás, la pobreza de mis palabras sobre una realidad tan pasmosa.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Espectacular, me encanta esta frase: "nosotros podemos perdernos en las opiniones, pero la belleza se nos otroga siempre como algo inmerecido para comprender las más de las veces sin necesidad de palabras"

Felicidades

Anónimo dijo...

A Rothko no lo entiendo, pero me gustan los colores tan oscursos

PAINTISNOTDEAD dijo...

Un libro increíble, de un gran autor, sobre un genio de la pintura.