miércoles, 28 de abril de 2010

Régine Pernoud.


LEONOR DE AQUITANIA

            La Edad Media ha tenido mala suerte desde que existe como tal, es decir, desde que  fue inventada por los que, sin conocerla, la detestaron. Su mismo nombre fue una forma de denigrar a los siglos que, supuestamente, suponían una época de oscurantismo entre la gloriosa Antigüedad greco-latina y el sublime Renacimiento. Porque ¿qué son mil años? La difamación, esa hija de la Ilustración, conoció su réplica en el romanticismo. Todavía recuerdo mi emoción al leer en una de aquellas ediciones baratas de la editorial Bruguera*, que se vendían en los quioscos, una obra inconclusa de Novalis, Enrique de Ofterdingen, romanticismo en estado puro. Poco tiempo después leí La muerte del rey Arturo... Sin que yo sepa demasiado bien cómo surgió, con los años el Medievo fue interesándome cada vez más: primero en un ámbito puramente teológico y filosófico (el bueno de Gilson); después en el literario. Sin embargo, han sido los ensayos históricos los que más me han entusiasmado. Harto de la imagen generalizada de la Edad Media, acabé por darme cuenta de que, una vez más, los agrimensores (en este caso de la historia) habían hecho de las suyas equiparando épocas que tan diferentes como el siglo VII y el siglo XIV. En todo esto hay mucho del amor a Bizancio que me inculcó Miguel Pérez del Valle; aún lo recuerdo en clase de Historia el Arte—yo tenía entonces quince años recién cumplidos—alzando aparatosamente las manos ante un comentario de nuestro libro de texto, que calificaba a la cultura bizantina de “decadente”. Sí, una decadencia que dura mil años... Lecturas de Chetién de Troyes, Mío Cid, Cantar de Roldán, pero también de Gonzalo de Berceo, del Romancero y, ¿cómo no?, de Jorge Manrique. Allá por 1974 andaba yo leyendo Los Milagros de Nuestra Señora en una edición de Austral poco lustrosa que me había prestado Joaquín Herrera. Leía al clérigo con entusiasmo (más por estar leyendo al mismísimo Berceo que por la obra) y mi tutor me lo reprochó: ¿Por qué no hacía como todos y leía La vida sale al encuentro o El diario de Daniel? Lógicamente, leí estos dos libros, pero no fue nada comparable a la catarsis que me provocó, sin que yo tuviera noticia consciente, Berceo.


            Con los años he seguido leyendo ensayos sobre la Edad Media; aprendí que hay dos versiones más o menos antitéticas: una Edad Media desde los infiernos—Le Goff—y una Edad Media desde las alturas—Genicot. Lógicamente, es obligatoria la lectura de G. Duby, de J. Flori, aunque éste sea un poco más moderno, y de los magníficos estudios de M.-D. Chenu, que Le Vrin sigue editando. La imagen que del Medievo nos ofrece hoy la investigación está mucho más matizada y, aunque no se ha liberado de todos los estereotipos, nueva. Quien hay visitado en París el Museo Cluny** (Musée National du Moyen Age), aparte de impresionado, tendrá conocimiento de lo poco que se ha salvado**, pues ¿qué queda del París Medieval? Los periodistas—una de las pestes modernas—siguen usando tan alegre como estúpidamente su incultura histórica para extender prejuicios a través de los todopoderosos medios de manipulación de masas.


             El libro del que quiero hablar es: Régine Pernoud, Leonor de Aquitania, Barcelona, Editorial Acantilado , 2009. Traducción (magnífica, por cierto) de Isabel Riquer. Acantilado ya nos tiene acostumbrados a no avisar de que, en ocasiones, reedita libros ya traducidos. Leonor de Aquitania es uno de estos casos, pues había sido publicado previamente en 1969 por la Espasa-Calpe. Estamos ante un recorrido fantástico a través del apogeo de la Edad Media si es que cabe hablar de tal manera. La autora es una famosa mediavalista que, entre otras cosas, fue conservadora del Museo de Historia Francesa. Nacida en 1909, y fallecida en 1998, pertenece a la generación que consiguió cambiar la manera de mirar el Medievo—la misma a la que me he referido más arriba: Duby, Le Goff, Flori, Genicot... De hecho, una de sus obras más conocidas, editada en español por José J. de Olañeta, es Para acabar con la Edad Media; en esta obra se proponía acabar con los estereotipos al uso: oscurantismo, brutalidad, marginación absoluta de la mujer... Esos lugares comunes y falsos (pues que algo sea un lugar común no implica per se su falsedad) siguen funcionando hoy: la lectura de Leonor de Aquitania puede ser un buen antídoto.



            Recorre Pernoud la casi totalidad del siglo XII, pues nace hacia el 1122 y muere a comienzos del siglo XIII. Vivió, pues, la época del apogeo del feudalismo. Personajes de vida apasionante—y que marcaron profundamente el devenir de Europa—van apareciendo a lo largo de las páginas: desde el abuelo de Leonor, aquel Trovador llamado Guillermo, hasta Juan Sin Tierra***. Los personajes están perfectamente recortados sobre el fondo de la época, que está pintado con la maravillosa precisión de un flamenco: brillan los colores, son negras las sombras sobre las que destacan la reina, sus esposos, los prelados, trovadores y pajes; vemos al pueblo vivir y celebrar, que no es poco. La biografía es un género difícil incluso ante personajes de inmensa talla****; Regine Pernoud consigue lo imposible: meternos de lleno en el siglo XII. Escuchamos los cascos de los caballos sobre las piedras de París, el crujido de las ruedas en Londres, el batir del viento golpeando las velas de las naves que cruzan el Canal, las voces susurrantes en los monasterios y, en ocasiones, los gritos de guerra. Nos llega nítida la voz de Leonor: la imaginamos dulcemente firme. Todo esto, sin embargo, no elimina para nada el crudo realismo de esta biografía: nada de exaltación, sino mesura en los juicios. La leyenda ocupa su lugar justo, es decir, el que tuvo en su época, pues también las leyendas forman parte de la historia y prescindir de ellas es una forma de hacer irreconocibles las mentalidades. Por la misma razón cada capítulo comienza con una citas literarias de la época; emanan éstas un extraño sentido poético, amoroso, el que tuvo la lengua de Oc.

            Si hay hojas que fueron libros y libros que fueron vidas, Leonor de Aquitania es una vida hecha libro. La personalidad exultante de Leonor es el hilo conductor que nos guía por una época apasionante. Merece la pena dedicar algo más de un rato a leer este libro, algunos de cuyos capítulos están destinados, sin duda, a una relectura más reposada a la luz de una chimenea when I´m sixty four, pues no en vano Leonor estuvo casada también casada con un inglés, angevino, pero inglés.

*A esta editorial le debo muchos de momentos felices de mi infancia. Recuerdo mi nerviosismo esperando recibir la paga semanal. Con ella me lanzaba como un rayo, con azogue que diría un cordobés, al quiosco de la esquina para comprar Pulgarcito, DDT, Mortadelo y las historias de El Capitán Trueno. ¿Quién de mi edad no recuerda 13 Rue del Percebe o a Sir Tim O´Teo, de nombre más gaélico que inglés. El intachable mayordomo pedía un aumento de sueldo a lo que  Sir Tim respondía: “No”, pero el mayordomo le daba las gracias; sorprendido, el señor le preguntaba por qué y el criado daba una respuesta que es, de lejos, el mejor retrato de la actitud de algunos de nuestros políticos: “Cuando el señor dice `no´, sé que quiere decir `quizás´; pero cuando dice `quizás´ quiere, sin duda, decir `sí´. Así que gracias”.  Inolvidables son los primeros álbumes (“a todo color”) de Mortadelo y Filemón, especialmente El sulfato atómico y Valor ¡y al toro!, una delicia de imaginación y un prodigio de humor. F. Ibáñez ha repetido muchas veces que la editorial hizo caja gracias a sus dibujos y no es de extrañar. Tardaron mucho en perder frescura los personajes de Ibáñez e incluso hoy, cuando releo los viejos tebeos, consiguen arrancarme una carcajada.
            Ha sido penosa la desaparición real de los tebeos, cuya su frecuencia semanal formaba parte de su encanto. Fueron, sin duda, una buena iniciación a la lectura: quizás el lector que soy hoy se lo debo en buena medida a mi afición infantil a los tebeos. Nunca fui seguidor del TBO y sus personajes me parecían adecuados sólo para mis abuelos; incluso los famosos inventos del TBO me dejaban frío. No así Rompetechos ni Carpanta, ni Pepe Gotera y Otilio... Después llegaron los “comics” de Marvel, en blanco y negro salvo las portadas: Spiderman (nunca dijimos “spyaderman”), la Masa, Thor y aquella tropa yanqui de escasa imaginación, nulo sentido del humor y dudoso gusto estético, porque ¿qué pinta un tipo en calzoncillos colorados volando por ahí? Creo que Otilio (con la nariz tapada delante de un cerdo asado, porque “me ha dicho el médico que el cerdo ni olerlo”), hubiese dado buena cuenta de la pulga verde (pues eso era la Masa).
            Bruguera fue mucho más que los tebeos. Publicaba aquellos libros de tapa dura, papel nefasto, y dibujos estereotipados, con resúmenes—seamos buenos—de novelas, biografías e historias. Durante algunos años cubrieron los anaqueles de mi habitación. Y sólo he conocido un tipo de encuadernación más infame: en efecto, me refiero a las de Austral, que aún hoy sigue ofreciéndonos magníficas ediciones.
**Producto del saqueo del Monasterio de Cluny, el mayor de la Cristiandad occidental, que fue demolido en la Revolución y del que apenas queda en pie la nostalgia de la belleza.


***Nombre que se debe, según la autora, a que no obtuvo tierras en el reparto de hecho por su padre, Enrique II Plantagenet. Creía yo que el apelativo “Sin Tierra” se debía más bien al forzado vasallaje al que fue sometido por el cardenal diácono Lotario Segni, más conocido como Inocencio III. La versión de Régine Pernoud es la auténtica, pero a mí me venía como anillo al dedo el ejemplo (falso ahora) de Juan después de ser excomulgado.
****¿Cuántas biografías fallidas habré leído? Sólo mencionaré la profunda decepción que me ha embargado al leer un par de biografías de Tomás Moro, hombre grande donde los haya. De los que he leído, sólo el librito de Louis Bouyer, Tomás Moro, humanista y mártir, de 1986, publicado por Encuentro, hace justicia a la grandeza del personaje. Hay otras biografías igualmente maravillosas. Citaré la que me entusiasmó de manera especial: la de Erasmo de Rotterdam escrita por el inigualable Joan Huzinga (la de Zweig es buena, pero se queda lejos).

Shalom

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