martes, 6 de abril de 2010

John D. Caputo

DESPUÉS DE LA MUERTE DE DIOS, 6
LA VENGANZA HEGELIANA SE SIRVE FRÍA (I)
O de cómo la debilidad puede en ocasiones ser más cruel que la fuerza

            Hablaré por última vez del libro de Gianni Vattimo y John D. Caputo, Después de la muerte de Dios. Conversaciones sobre religión, política y cultura, Barcelona, Ed. Paidós, 2010. Hasta ahora sólo me he referido a la aportación del filósofo italiano (y algo se dijo también sobre la introducción); quiero referirme hoy al capítulo escrito por Caputo, “Hermenéutica espectral”.

            John D. Caputo, del que conocía el libro publicado por Tecnos, Sobre Religión, que también me pareció confuso. Caputo, nacido en 1940, es en la actualidad profesor en Nueva York, en la Universidad de Syracuse y parece ser que se ha acabado especializando en filosofía contemporánea, fundamentalmente en el pensamiento de J. Derrida (sin duda también ha encontrado un filón de inspiración en la obra de Gilles Deleuze) y ha desarrollado la “teología débil” (en clara correlación con el “pensamiento débil vattimiano”). No es necesario aquí dejar constancia de su itinerario vital—empezó en las filas teológicas del catolicismo, algo que conviene recordar como en el caso de Heidegger. Es preciso dejar patente que para entender a Caputo es necesario haber pasado, al menos, por Derrida—cuyo modo intratable de hacer filosofía ha suscitado más de un acalorado debate. Siendo posible que se me note el enfado con Caputo, procuraré administrar mis palabras con prudencia; pues, en efecto, es una sensación de desagrado e insuficiencia la que se me ha quedado después de leer las cincuenta páginas del capítulo “Hermenéutica espectral”.

            Comienza intentando “definir” lo indefinible, porque resiste a toda deconstrucción, el acontecimiento (en Hispanoamérica se habla de evento, palabra que reproduce mejor la inglesa event. Un problema similar nos ocurre con Heidegger). ¿Qué es un acontecimiento? No lo que ocurre, sino “algo dado en lo que ocurre” (pág. 75). Digamos que el acontecimiento es lo que está “detrás” del nombre. Remedando las palabras de un teóloga, podríamos decir que el acontecimiento no es una palabra, sino un impacto. Mientras que las cosas y las palabras (¡Foucault!) son deconstruibles, los acontecimientos (s'il y en a)  no lo son. Su marca de temporalidad es el futuro, pues dan eso “imprevisible por venir” (Derrida): reclaman—nos reclaman—para el futuro, aunque Caputo echa también mano de J. B. Metz y nos dice que pueden llegarnos como “recuerdos peligrosos”. “Los acontecimientos convocan y evocan” (pág. 77), sentencia Caputo. Como toda fuerza parece negativa, se echa mano de la obra de S. Žižek (publicada en España por Pre-textos, El frágil absoluto. ¿Por qué merece la pena luchar por el legado cristiano?) para afirmar que el acontecimiento es el “frágil absoluto”. Aquí tiene lugar la primera venganza de Hegel, pues Caputo identifica sin más absoluto con valioso. Esto se traducirá, más tarde, en el rechazo de la finitud real invocando un abstracto; pero no adelantemos acontecimientos y, quien tenga ganas, lea la verborrea de la página 77 donde, entre otras lindezas, se nos dice que “el posmodernismo es el jardinero del acontecimiento”. Hasta aquí tenemos una ensalada con ingredientes interesantes, pero muy mal aderezados. Y, si se me permite, diré que es lo que suele pasar con los filósofos y teólogos norteamericanos: recogen las tradiciones europeas, las mezclan y voilà! De esto ya nos advirtió, quizás de una forma críptica, G. Steiner. Pienso que Caputo ha digerido mal el pensamiento europeo... si es que ha llegado a digerirlo. En cualquier caso, el “acontecimiento” parece el eje del pensamiento de este teólogo norteamericano. Ahora bien, siendo un punto de arranque indefinible cabe preguntarse dónde nos sitúa. Y aquí se marca una clara diferencia con Derrida, que nos lleva hasta lo indecible, pero no hace de ello su punto de partida.

            Por eso no se entiende muy bien lo que Caputo pretende. No exigiré ideas claras y distintas (no seré yo quien haga tal cosa desde luego), pero si pido que haciendo filosofía los conceptos estén mínimamente perfilados, pues de lo contrario caemos en aquello que L. Kolakowski llamaba simpáticamente el argumento de cuerno de la abundancia: hay argumentos para todo lo que uno quiera. “En mi opinión—dice Caputo—, las cosas toman un giro teológico en el posmodernismo cuando el significado de los acontecimientos se desplaza hacia Dios” (pág. 78). Es decir, las cosas son teológicas cuando llevan la huella de Dios. Maravillosa tautología digna de una obra de tal envergadura... El problema que tengo se enuncia de manera simple: no sabiendo qué sea Dios (salvo que sea el acontecimiento, como parece que Caputo concluye), ¿cómo sabemos que un acontecimiento se desplaza hacia lo divino? Petición de principios y circularidad... ¡a la hegeliana! “En la teología posmoderna el acontecimiento otorga a las cosas cierto brillo divino” (pág. 79): ¿qué quiere decirnos Caputo con esta perla? Al final está el eterno problema de la traducción de conceptos y a mí esto me suena al λὸγος σπερματικός (de Filón de Alejandría entre otros), en cuyo caso Hegel se estará removiendo de gusto en su tumba, pues a la postre el brillo sería el claro de la razón donde acontece lo real—por decirlo al gusto heideggeriano—y el acontecimiento el πνεῦμα que se escapa siempre. Por esto la interpretación que Caputo hace del relación “fundador” del Génesis mata al mito, pues lo usa de manera ideológica, metafísica—lo siento—y no poética. ¿No es esto lo que sucede con el viejo Heidegger, a quien presento mis distantes respetos? ¿No quiso el hijo del sacristán poetizar para establecer un nuevo comienzo? Pero sus versos eran malos y ningún entendimiento se produjo en su encuentro con Paul Celan. ¿Y no cae también la interpretación del norteamericano bajo la epígrafe de nueva mitología, magistralmente expuesta por Manfred Frank? Llama mi atención, como aficionado al hebreo, que Caputo hable de Elohim en este lugar, pues no comprendo a qué preserva ahí el término semítico*, pues no puede estar usándolo como nombre propio (¡horror!) y no se saca la impresión de que ese plural tenga algún significado en su explicación. En otras palabras: se dice “Dios” en otra lengua... ¡eso es todo!, pero se genera la impresión de que hay algo más. En pocas palabras: se hace trampa.

            Caputo procede a identificar, finalmente, el acontecimiento con Dios: “en la teología posmoderna lo que nos ocurre es el acontecimiento refugiado en el nombre de Dios”. Tomás nos había enseñado esto antes (Caputo sin duda lo sabe) y en una jerga menos rocambolesca. Lo diré como tengo la costumbre de formularlo: no creemos en la palabra Dios, sino en el hacia de Dios, pero este “hacia” nos lo jugamos también en las palabras. Cito: “El acontecimiento constituye un pre-sentido trascendental (...) que hace que el sentido y el sin-sentido sean posibles e imposibles. Si esto es así, lo distintivo de la teología posmoderna es este campo presubjetivo, prehumano, que es considerado un dominio de lo divino, una superficie sagrada que está alineada con los hilos de la fuerza encendida por la chispa divina, o cargada con energía divina” (pág. 83). ¿Qué se afirma aquí? ¿Un campo previo al sentido? Dulce venganza hegeliana: el autor se ha puesto, finalmente, en el ojo de Dios, cosa que ninguna teología había pretendido conscientemente antes de Hegel. Desde otro punto de vista (saludos a Vattimo), ¿no resuena en esto la posición de Wittgenstein sobre la bondad de lo bueno? Un espacio... ¿no era Raum en alemán? Desde semejante posición se llegaría al encogimiento de lo divino en la creación, idea que supone la concurrencia metafísica y que sitúa a Dios aquende el ser. La transcendencia que supuestamente se pretende salvaguardar ha sido reducida a lo mismo.

            Pero basta por hoy. Prometo que sólo habrá una entrega más. Una última palabra: al menos da que pensar.

*Recordaré una magnífica anécdota del dominico Alberto Colunga, que le debo a una de las personas que más he querido, el también dominico Antonio García del Moral y Garrido. Se había organizado en Salamanca, donde enseñaba a la sazón el padre Colunga, un encuentro abierto al público sobre los relatos antiguos de la creación. Alguien del público levantó su mano e hizo una de esas preguntas que no buscan sino el lucimiento personal; la pregunta debió ser de este estilo: “Cuando el Génesis dice bereshit bará elohim ethasamayîm we´ethaarets (al principio creó Dios los cielos y la tierra) y habla del tohû wa bohû (nada y vacío),  ¿remite al Enûma Elish?” Colunga, como buen católico, dio una respuesta malvada teniendo presente a la mayor parte del público: “Ha citado usted lo que cita todo el mundo que no sabe hebreo”. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Creo que primero debo empezar por Foucault.
Sigo tu blog. Gracias

Carlos