DESPUÉS DE LA MUERTE DE DIOS. 1
Para Efraim Rieß
Parece—puesto que no llevo ningún método de persecución de los supuestos lectores—que pocos amigos leen lo que escribo. En alguna ocasión alguno me ha escrito pidiéndome un “poco más de leña”, recordando tal vez otros tiempos; pero es que últimamente me he enfrascado un tanto en la poesía y los libros de ensayo, que sigo leyendo, los guardo para mí. Pero he aquí—santa Casualidad—que tras comentar la fallida novela de Ron Currie, Dios ha muerto, me doy cuenta de que una semana antes había llegado a mis manos la obra en colaboraión de Gianni Vattimo y John Caputo, Después de la muerte de Dios. Conversaciones sobre religión, política y cultura, Barcelona, Ed. Paidós, 2010. La traducción es de Antonio José Antón (y lo hago constar porque es ágil, aunque nos puede suscitar algunos problemas. De hecho, hubiese deseado poder cotejarla en algún momento con el original). Bueno, pues ¿qué hago con esta casualidad? Temo ponerme técnico, es decir, más pesado que el plomo: una gacetilla sin pretensiones como ésta no puede permitirse... ¿por qué no? No le pongamos puertas al campo. ¡Que no me importe ser críptico si soy liviano!
Vattimo siempre promete. Conozco su obra desde hace años cuando llegó a España de la mano del pensamiento débil (tan malentendido a veces por tan mal explicado por algunos: no todo en el monte es orégano, desde luego, y para la filosofía más valiosa es una trufa, pues el oficia de filósofo no se diferencia mucho del noble arte porcino de hocicar). Su interpretación de Nietzsche pero sobre todo de Heidegger levantaron ampollas del lado francés y, sobre todo, del germano: ¿Un italiano dando lecciones sobre alemanes? Un reproche similar oyó Guardini en una época mucho más obscura—como las calles tristes llenas de estrellas amarillas. Se decantó Vattimo por la hermenéutica profundizando en una ontología débil que acaba, tras las huellas de Gadamer, con la hermenéutica como recusación de toda metafísica. En fin, si el de Röcken la emprendió a martillazos con Platón, ¿por qué un italiano no podía hacerlo con Aristóteles? Por cierto, yo le tengo simpatía al Filósofo y no sólo por el Aquinate, sino porque ha soportado mil y una veces que lo saquen de su contexto. Como nos dejó dicho el gran Guthrie, Aristóteles no tenía un pelo de tonto. De hecho, aún hablamos de él, que nunca será una simple nota a pie de página. Volvamos a Gianni, que ha terminado mezclando su vida personal con su filosofía; esto lejos de ser un reproche es una expresión de mi profunda admiración por el turinés (le hubiese venido bien nacer en Florencia, pero nadie puede tenerlo todo) pues ha procurado superar la escisión tan burguesa como moderna e ilustrada entre público y privado. En esto ha sido, como en otras muchas cosas, un cristiano cabal. Y no tengo reparos en tributarle reconocimiento por ello. Políticamente comprometido, aunque haya dejado la política de partidos, sincero (léase No ser Dios), asumiendo con honestidad y alegría su homosexualidad, participativo y simpático, Vattimo es sin duda uno de los filósofos europeos más conocidos, aunque no me parece que sea de los más influyentes.
Cuando Filippo Brunelleschi subió a la formidable cúpula de la catedral de Florencia para proclamar que la Edad Media había terminado y que allí mismo comenzaba la Modernidad, no podía imaginar que cinco siglos después muchos intentarían imitarle, pero sin tomarse el trabajo de hacer algo tan hermoso como él. A principios de los sesenta un fantasma empezó a recorrer Europa: la Modernidad ha muerto. Ciertamente, la historia de Brunelleschi es falsa, pero me sirve de índice para manifestar lo absurdo de la muerte de las épocas. Sin embargo, desde los setenta vivimos con la creciente presión del cadáver cuyo certificado de defunción parece tener origen francés y, para más inri, deconstructivo cuando no estructuralista. Es verdad que hay un tal Daniel Bell que escribió Las contradicciones culturales del capitalismo, y que a él se debe la noción de sociedad posmoderna* (postcapitalista); pero como el pobre Bell fue señalado como burgués por otros profesores, algunos de los cuales tenían su mismo sueldo y trabajaban también en Harvard, se le orilló. Algún día se reconocerá la deuda (espero con verdadera esperanza). No quiero entrar ahora en las polémicas de la posmodernidad. En España han sentado particularmente mal e incluso un buen vendedor de libros ha creado la palabra ultramodernidad para aliviar el peso de la otra palabreja.
¿Y qué tiene esto que ver con la muerte de Dios? Mucho más de lo que se puede apreciar de un vistazo; pero como hoy no me encuentro con ganas de genealogías nietzscheanas, diré brevemente: la muerte de Dios fue el presupuesto para la muerte del hombre (esa invención reciente, Foucault dixit) con lo cual alcanzamos la pos-ultra-o-lo-que-sea (no va a ser Heidegger el único en poner guiones) modernidad. Y ahí parece arrancar el libro.
O no. Porque un tal Jeffrey W. Robbins, al que yo no tenía el gusto de conocer, además de editar la obra le ha colocado una introducción. Hubiese estado bien informarse, pero quizás no ha tenido demasiado tiempo. Sin embargo, hay que leerse la introducción sobre todo para llenar los márgenes con notas de indignación... Ni se menciona a Kitamori, pero sí a los norteamericanos que lanzaron en los sesenta la teología de la muerte de Dios (ya dijo alguien por Málaga que tenía un fuerte olor a la bebida ésa chusca, la cocacola). Se le conoció también con el nombre de teología radical (falsificando, de paso, la raíz de la palabra “radical”, una verdadera pena). No lo negaré: leí a Altizer, a Vahanian, a Robinson y, sobre todo, a Harvey Cox (quien según propia confesión en La seducción del espíritu, alcanzó a ver el punto omega de Teilhard en un jacuzzi, que no es moco de pavo; pero se lo puedo perdonar porque unas páginas más adelante habla con respeto de Here comes the sun, de George Harrison); pero tengo para mí que éstos se quedaron un poco en la superficie de los problemas. Mañana, o cuando pueda si puedo, seguiré.
*Allá por 1984 se me ocurrió usar en la discusión que siguió a una mesa redonda el término posmodernidad a propósito de la religión. El principal ponente, cuyo nombre ocultaré para no ser malo, dirigió indignado el dedo contra mí diciendo que él hablaba del theós aristotélico. Claro que peor fue otro profesor de filosofía que me expulsó de clase por discutirle, unos años antes, la cutre explicación que había ofrecido de la dialéctica hegeliana. El primero pertenecía a una conocida obra mientras que el segundo, un trepador, era miembro del partido político hegemónico en la comunidad. El diálogo siempre ha presidido las discusiones en este bendito país, aunque tiene un significado diferente, por lo que sé, en el resto del mundo.
Shalom
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