jueves, 30 de abril de 2009

Gonzalo Hidalgo Bayal



TRES ÉPOCAS




Uno de los primeros libros que comenté en esta gacetilla fue Campo de amapolas blancas de cuyo autor dije: “La escritura de Gonzalo Hidalgo es una de ésas que uno acaba, sanamente, envidiando”. Hoy vengo a hablar de la última novela que ha publicado Gonzalo Hidalgo Bayal, El espíritu áspero, Barcelona, Ed. Tusquets, 2009. Mi opinión sobre el autor ha mejorado, si es que tal cosa era posible.

Se trata, me parece, de la novela más ambiciosa que he leído de Gonzalo Hialgo Bayal (me refiero a Paradoja del interventor y a la ya citada Campo de amapolas blancas) no sólo por su extensión sino por la construcción del relato. el narrador –el propio Bayal profesor de instituto– nos cuenta la vida de don Gumersindo (Beatus ivre, Sín, Mus, don Gerundio…) en tres etapas diferentes a partir de unas memorias escritas por el profesor. El relato arranca del banquete de jubilación de don Gumersindo y, con la lentitud de un río en su cauce bajo, se abre en tres épocas: la infancia en Casas del Juglar, en Muriana con los padres hervacianos y en el Madrid republicano; los años finales de su labor docente y sus últimos años. Sin duda, el grueso de la novela se lo lleva la primera parte en la que emerge con fuerza un personaje secundario cuya personalidad se come a la del resto, Pedro Cabañuelas (sin dudas, el Canícula). No sé si intencionadamente, pero quiero pensar que es así, Gonzalo Hidalgo ha construido a don Gumersindo como un personaje transparente a través del cual podemos ver con nitidez al resto de personajes, el contexto social y político, y hasta los paisajes extremeños que desempeñan una función central en la novela –no únicamente el holito y la encina cazurra. Sólo a medida que nos acercamos al final observamos a Sín como alguien real, quizás no con personalidad, pero sí alguien de carne y hueso al que podemos sentirnos cercanos. Sin embargo, ¿no es Pedro Cabañuelas el personaje mejor construido, tanto que se construye a sí mismo? Estoy seguro de que el Canícula se rebeló en más de una ocasión ante el autor y le obligó a cambiar el rumbo de la narración. Esta centralidad de Pedro Cabañuelas no disminuye en nada la realidad de los otros personajes, especialmente los del primer mundo de Sín –pues tanto Valentín Valiente como Minerva, Hal, Biballo o el poeta finalmente mudo, Ramiro, aparecen con contornos imprecisos y necesitarán quizás otra novela. Todos, incluso aquellos que encarnan la miseria del resentimiento ante la existencia de los demás, están tratados con cariño. Ciertamente, Bayal ajusta cuentas con el pasado pueblerino de don Gumersindo (especialmente con los padres hervacianos: el artista del capón, el tierno Melibeo con sus “¡ternas, ternas, ternas!”), pero a medida que nos acercamos al final vemos cómo los personajes son rescatados (diría que redimidos por el tiempo): Bochinche, el padre Celestino (“Sus”, adversario de la adolescencia), don Ananías, el párroco de Casas del Juglar, don Bonifacio-don Bonete, Juanita la Larga, Ramiro, el guardia civil al que Mus se debe presentar cada día en Muriana…

Las luchas por el poder (escipiones y cartagineses), los resentimientos anclados en un pasado borroso, la vergüenza, los viejos caciques y los nuevos ricos, la sed de venganza, la blasfemia y la crueldad infantiles (maravillosamente narrada en el episodio espeluznante del sacrificio de las golondrinas), pero también la compasión, la franqueza, la amistad más allá del tiempo y de las palabras, la soledad última, la honradez… se hacen presentes a lo largo de la novela repitiendo en cada época un ciclo parecido –como quiere don Gumersindo que sea la historia. Por cierto, las páginas dedicadas a la desgraciada guerra están escritas con especial tacto.



El espíritu áspero está llena de recursos literarios que obligan al lector a permanecer atento (Saúl Olúas, TiaLaosTiaLaosTiaLaos…) a las emboscadas verbales que nos tiende el autor. Se trata de un medio para hacer que el lector no sea un mero recipiente, sino protagonista de la lectura. No puede ocultar Gonzalo Hidalgo Bayal que es profesor de lengua y literatura en un instituto, y deja asomar de vez en cuando su desencanto ante el estado actual de la enseñanza, pero, amigo, ¿no hay otra palabra por “complicidad” para expresar armonía? Bien sé que el uso hace a la lengua, mas ya discutiremos; pero me ha encantado “jovenetos”. Como otros profesores de literatura (pienso un andaluz, el señor catedrático, ya jubilado, don José María Vaz de Soto, y en un maño, José María Conget, apellido éste que ha sido ocasión de alguna anécdota pues, evidentemente, se escribe con “g”, pero no José), Gonzalo Hidalgo Bayal maneja con soltura la lengua. Con un castellano magnífico y un vocabulario amplio (no se trata, sin embargo, de una obra escrita “a golpe de diccionario”), cualquiera que se acerque a El espíritu áspero con ganas de algo más que disfrutar hallará consuelo: beatus ille… El humor está presente a lo largo de toda la novela en dosis bien suministradas y que a mí, por lo menos, me han arrancado más de una sonrisa y alguna que otra carajada (“el ijo de Dios”, la confusión latina, que me recordó una de los que estudiábamos letras en quinto de bachillerato con un later en La guerra de las Galias). Quizás una queja: en Muriana no hay buenos poetas…

Además, El espíritu áspero nos ofrece una profunda reflexión sobre la realidad del hombre; reflexión que obliga a detenerse y a pensar. No he leído una novela-tesis ni nada parecido, sino un magnífico relato, una de ésas narraciones que te reconcilia con la novela, tan maltrecha en los últimos años, pues quien muchos que tienen una historia no saben cómo contarla; otros, que saben contar, se quedan en el umbral de la historia, perdidos entre sutilezas y recursos… Gonzalo Hidalgo Bayal no sólo tiene historias que contar, sino que además las cuenta de manera magistral (subrayado y en negrita, profesor, porque es muy importante). Le queda el consuelo de que un servidor, maestro, no es crítico literario y, por lo tanto, no es un mercenario editorial. Hechas estas alabanzas (merecidas), espero que nadie se me enfade ni me lleve a tibunales si me permito citar algunos párrafos de El espíritu áspero. Valgan como aperitivo de tan suculento manjar:

“Todavía me sé el rosa rosae”, sonrió una treinteañera de uniforme al tiempo que besaba las mejillas del profesor. “¡Ablativo plural!”, disparó éste la pregunta, el índice extendido amenazante, demostrando que conservaba íntegra la técnica pedagógica: sopresa, inmediatez, la culpabilidad de la ignorancia (pág. 13).

… venía caminando por el prado a esa hora de la tarde en que el otoño coordina todos los atributos de la melancolía: el humo de las chimeneas, la gris intensidad del cielo, el regreso cansino de los jornaleros, las campanas llamando a la oración y la paz remota de los cementerios (pág. 71).

Fanático de la divinidad y de su encarnación, temía tanto contaminar con microbios el cuerpo de Cristo, que padecía el síndrome antiséptico del sacerdocio: no se lavaba las manos, las desinfectaba con alcohol de 96º (pág.74).

… Ramonato se volvió contra el todopoderoso, consideró que había en la catástrofe una jugarreta personal, una traición de Dios, y entonces se enfrentó directamente con el Altísimo. Señalando al cielo con el dedo, blasfemó como sólo se blasfema en los pueblos con sangre de Caín… (pág.77).

A don Marceliano le dio una angina de alma. Tantos desvelos, tanto arrebato espiritual, tanta noche oscura del alma, para venir a parar en la ignorancia supina, a minucias ortográficas y azares de la caligrafía (pág. 82).

Por todo ello, según don Gumersindo, Juanita la Larga es una mujer afortunada, porque el destino le ha proporcionado un dolor personal tangible (pág. 100).

No sabía con certeza lo que significaba la palabra ni imaginaba que pudiera saberlo el botarate de su amigo, pero conocía su origen bíblico, su energía evangélica, y, como el vigor de los insultos no está sólo en el significado de las palabras ni en la voluntad con que se emiten, sino también en su aureola, miró, a su vez, parsimoniosamente, con sorpresa lingüística… (pág. 126).

Pero yo recuerdo, sobre todo, lo que me dijo en la discoteca y lo que volvió a repetir en el portal de su casa cuando insistí en el broche: “Las cosas que perdemos son las únicas que tenemos siempre” (pág.145).

Era una patrulla suburbana y brutal, víctima de la libertad irresponsable que proporciona la suspensión del hombre (pág. 370).

Y acaso, teniendo en cuenta el carácter deliberadamente legendario de la realidad juglareña, no les falta razón, porque, a fin de cuentas, al margen de las heridas individuales y de las muertes concretas, en la memoria colectiva queda, sobre todas las demás, la idea unánime de que la guerra les privó de sus raíces ancestrales, la encina y el holito, y les proporcionó la propiedad mostrenca de una frase común (pág.385).

Por último, me permitiré citar y comentar personalmente, pues a la postre, los libros son vidas:

La experiencia, al fin y al cabo, no es otra cosa que acumulación de amarguras. Nadie tiene experiencia de la felicidad, porque ni la felicidad es el destino del hombre ni el hombre nace preparado para la felicidad. Por eso los hombres no son felices, porque no pueden ser felices. La felicidad es una fantasía encefálica, dice Sín, delirio neuronal. Los hombres no sólo no son felices sino que están específicamente incapacitados para serlo. La demostración se encuentra en la incompetencia católica (que no es sino reflejo de la incapacidad intelectual general) para describir el cielo. En cambio, en la enumeración de las penalidades del infierno… (pág. 498).

Resuenan ahí palabras de Camus, pero también algo que se dijo en La historia del Cielo. Yo, por mi parte, Sín, no fui nunca capaz de imaginar ningún infierno, pese a que leí La Comedia siendo muy joven aún. Tampoco el Cielo dantesco me agradó, lo reconozco, y siempre he imaginado el Cielo como una larga avenida flaqueada por árboles grandes y frondosos; el suelo es de albero y césped. Allí donde la necesites encuentras una fuente de agua fresca y limpia. En esa avenida he paseado para encontrarme con aquellos que se fueron, abrazarlos y llorar juntos; pero también para charlar y discutir con todos los que leí y sólo pude anotar.

Tal vez sea cierto: tanto la historia como la religión y la literatura pretenden hacer soportable la verdad del presente (pág.537), pero estamos en los umbrales de un sentido, de un Misterio sin el que la vida sería irrespirable. Además, Sín, ¿podríamos pensar el absurdo sobre otro fondo que no fuese un sentido? Aliocha nos sigue esperando. Shalom.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

http://www.hoy.es/prensa/20090429/sociedad/escritores-orfebres-lenguaje-unidos-20090429.html

y

http://mayora.blogspot.com/2009/05/beatus-ivre.html

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Anónimo dijo...

Me ha parecido un libro bueno y bien escrito.