El número de los imbéciles es infinito (Agustín de Hipona)
Intelligenti
pauca, dice el famoso refrán latino; lo que pido es: quien pueda entender que entienda, ¿comprende bien usted?
Haga un esfuerzo completo, por favor. La editorial Acantilado nos tiene
acostumbrados a cuidadas ediciones y, con frecuencia, nos sorprende con algún
ensayo en apariencia sin importancia, pero que es una verdadera carga de
profundidad en nuestras conciencias. Recuerdo ahora aquel delicioso
librito de Simon Leys, La felicidad de los pececillos. Podía
entenderlo hasta el más imbécil y no sólo era divertido, sino también
instructivo. Así, en una de mis andanzas fui a dar—persona que camina, persona totalmente
atenta—con un ensayo que el profesor de Literatura italiana en la
Universidad de Calabria, Nuccio Ordine, ha escrito: La
utilidad de lo inútil. Manifiesto, Barcelona, Acantilado, 2013. Por la
portada le eché un vistazo, pero mi mano, diría que ajena a mi voluntad, no a
mi bolsillo, lo abandonó en la indigna mesa de novedades. Pocos días
después di, de nuevo, con la maliciosa sonrisa del Demócrito de
don Diego Velázquez, que sirve de ilustración a la portada. Mi mano
salió al completo del bolsillo, movida por una voluntad superior y, como en los
últimos años Fernando Savater, aquel que en otro tiempo fabricó
una ética para niños con piscina, ha ganado mi respeto (cosa que a él, por otra
parte, lejos estará de importarle), mi zurda acabó recogiendo el librito de la
mesa. Hacía el autor un recorrido por la historia del pensamiento occidental
sobre lo inútil. La obra se encontraba en la sección de Filosofía y Religión,
colocado un poco más allá de los libros de autoayuda (que tan buenos resultados
de ventas obtienen, tantos como inteligencias laminan). Lo contemplé: era
oráculo paradójico, porque la Anciana Señora está cada día más arrinconada. De
la misma manera que en muchas tiendas, que se hacen llamar librerías como los
negocios de comida rápida se hacen llamar restaurantes, han adelantado de
manera poco decorosa los objetos de escritorio, más vendibles que los libros,
en ésta se ha desplazado hasta las esquinas a las inutilidades máximas:
religión, filosofía y poesía; es decir, Dios, el saber y la
belleza. Y metidos en el berenjenal, recordemos que tanto el ser como el bien
pertenecen a los tres ámbitos precedentes y caen, consecuentemente y por
fortuna, bajo la misma inutilidad. ¿Qué desalmado querría leer los inéditos de Levinas o el volumen de Kojève sobre Hegel?
Lo
mejor que el lector de esta gacetilla podría hacer es leer La utilidad
de lo inútil, pues perderá un tiempo que podría utilizar, por ejemplo,
en difamar a su vecino, a quien buena falta le hace ganarse un nombre, aunque
sea malo: en la sociedad a la que nos dirigimos parece que todos los imbéciles
tendrán su minuto de gloria. En fin, como, amén de hijo de Abraham me considero
bizantino, prefiero discutir inutilidades mientras los bárbaros quemadores de
bibliotecas o los finos comerciantes del Adriático nos asaltan para robar y
malvender las inútiles riquezas que en Constantinopla hemos pensando. Verdad
que nunca tuvimos buena fama y aún hasta hoy empleáis nuestro nombre como
censura, pero nos debéis vuestro Renacimiento y hasta al mismo Era. Admito
que la defensa que Ordine hace de lo inútil no deja de ser como aquellas
críticas que se hicieron a los poetas italianos en la corte de Castilla (muy
entendida en ovejas; por cierto, animales útiles donde los haya) advirtiendo
que el muy honorable Marqués de Santillana ya había hecho
sonetos al itálico modo; entonces ¿a
qué tanto ruido con la poesía de Petrarca? Dice Ordine en algún
lugar (cito como el autor de la Carta a los Hebreos por pura comodidad y
vagancia, sirva aquí tal actitud de homenaje al bueno de Wilde, que
se cansaba enormemente tras cambiar una coma de lugar): […] este
célebre científico-pedagogo estadounidense nos presenta un fascinante relato de
la historia de algunos grandes descubrimientos, para mostrar cómo precisamente
aquellas investigaciones científicas teóricas consideradas inútiles, por estar
privadas de cualquier intención práctica, han favorecido de forma inesperada
aplicaciones, desde las telecomunicaciones hasta la electricidad, que después
se han revelado fundamentales para el género humano. Ciertamente, algún
defecto debía tener el científico y es, me temo, la pedagogía (al menos no era
psicólogo). Defender lo inútil porque acaba siendo útil es una
muy mala defensa. Lo inútil, en el sentido que se usa en el libro esta palabra,
tiene su mejor defensa en su propia inutilidad: ¿para qué querría uno a Dios o
la verdad o la belleza? Nietzsche ya dejó patente que en
nuestro mundo (burgués e insustancial) se suele llamar verdad a las mentiras
útiles; cuando dejan de ser útiles se las arrincona. Es la dignidad del ser
humano el lugar en donde se enclava la importancia sublime de lo inútil, pues
¿para qué querría alguien a un tipo como yo? ¡Por no hablar de alguien como
Kant! ¡Qué pérdida de tiempo! ¿Y
pararse emocionado delante de una obra bella? ¡Por Dios! No te
detengas ahí, que hay cola… Dos minutos os bastarán y en pocos meses os habréis
hecho un entendido.
Es
verdad: la biblioteca del amigo Aby tiene un destino incierto;
alarmante es que trescientos mil volúmenes de una biblioteca napolitana acaben
en un almacén en las afueras de la ciudad sin que se eleven voces de indignada
protesta, pero ¿para qué querría nadie libros teniendo a mano los ivúes que,
además, permiten entontecerse con interné? Las librerías también
están de capa caída: en París, en una esquina de una de las plazas que amo,
hubo en otro tiempo una librería. La vi por primera vez en mil novecientos
setenta y siete si mal no recuerdo. Un poco más allá había otra, un verdadero
laberinto, de una editorial que publicaba textos absolutamente inútiles. La
librería de la esquina pertenecía también a una editorial, PUF, y, pasados unos
años, quizás en la tercera visita que hice a la Ciudad de la Luz, descubrí que
una nueva tienda de ropa juvenil, de exquisito mal gusto a la
americana, había ocupado el lugar. En el ombligo sucio que es mi ciudad,
cierran librerías, pero abren bares y cofradías. Puede que al final encontremos
la verdad mientras compartimos un vaso de huisqui (admito también el vino,
conste), pero sólo será después de haber empleado una buena parte del tiempo de
nuestras vidas en libros absolutamente inútiles. Corazón mío, pálida
flor, jardín sin nadie, campo sin son, ¡cuánto has latido sin ton ni son;
pero, a ver, ¿es serio esto? ¿De qué habla el poeta? ¿Cuándo se ha visto que
una víscera carnosa sea una pálida flor? No, no perdáis el tiempo en esas cosas
de significado dudoso.
Estoy
enfadado, y mucho, por otros motivos. Cuenta desde san Agustín si
puedes entenderlo; quizás por eso, después de estas ciento veintinueve palabras
(si eres inteligente, habrás descubierto la suma) no es necesario añadir mucho
más. Sólo los indignos mancillan la belleza, la verdad y el talento creador. Las
cosas que nos ha hecho humanos son, precisamente, nuestras inutilidades, que
están muy lejos de ser idioteces porque en ellas se expresa lo mejor de
nosotros: nuestros anhelos más profundos, lo que somos, dignidad que se abre
camino en la historia pese a los estúpidos. Y con nuestras inutilidades nadie
debe jugar. Nadie.
Shalom.
3 comentarios:
"Diario de un pensador cabreado", podría titular Ud. su gacetilla. Pero, ¿en qué mundo vive? Instigar a los demás a que piensen y busquen la belleza, ¡qué dislate!
No tengo a nadie con quien conversar de poesía...¡Auxilio!
Maestro, no entiendo su ira.
Gracias a su gacetilla he llegado a un blog interesante. Aprovecho lo lo escrito por García-Maiquez, remitiendo a Baldomero Fernández Moreno, para comentar lo suyo:
"Nada ayuda más al arte que la cólera."
Además, me permito enviarle lo siguiente:
http://www.youtube.com/watch?v=SfGPjNrAlqM
Ex- alumno desorientado por lo suyo.
Por el comentario realizado, creo que se ha confundido de ex-alumno.
Si un día miré el dedo, hoy he aprendido a mirar más allá.
Las puertas llevan a lugares hermosos pero también a lugares sórdidos. Sólo hay que ser consecuente y saber escoger la entrada correcta.
Yo vi con usted La guerra de los botones (perdone, no recuerdo bien el título) y, aunque no he visto La gran belleza, me parecen películas muy diferentes.
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