NO ES TANTO VER CUANTO SER
VISTO
Hay dos observaciones de Alberto Giacometti que me han hecho
pensar sobre un asunto que permanece en mi mente desde que soy muy joven; ha
pasado tanto tiempo que incluso mis recuerdos aparecen pulidos, con superficies
suaves como las de un buen mueble, aunque también queden filos cortantes que
dañan mi alma. También es verdad que acaricio mis recuerdos, pues suelo estimar
más mi pasado que mi presente. El caso es que encontré el libro de Sachiko Natsume-Dubé, Giacometti y Yanaihara. “Trabajo como una
mosca”, Barcelona, Elba, 2013, y lo
leí de un tirón, aunque no es ninguna hazaña, pues se trata de un breve texto
de unas cien páginas. Como es natural, no conocía yo al autor, japonés de 1969,
doctorado con una tesis sobre Michel Leiris en París I (a la que insiste,
supongo que por cuestión de prestigio, en llamar la Sorbona, cuya plaza fue un
encanto. La Sorbona fue durante siglos la facultad de Teología y no vendrá mal
recordar que la Universidad de París debió su fama precisamente a esa
disciplina tan maltratada hoy y de la que, sin embargo, han vivido los
sedicentes filósofos en un Edipo mal resuelto. Curiosamente, por lo que sé, el
cambio de nombre fue debido a aquel mayo anterior en un año al nacimiento del
profesor Natsume-Dubé). El libro reúne dos ensayos, por llamarlos de alguna
manera, publicados por separado en francés. “Trabajo
como una mosca” se publicó en 2007 y La
catástrofe de noviembre de 1956 lo hizo cuatro años antes. Ha publicado
también una reflexión sobre Fracis Bacon (2004). Así, pues, se nos presenta
como una entendido en el mundo del arte contemporáneo—pero todo
verdadero arte es siempre contemporáneo por lo que la adjetivación
resulta superflua. En el libro nos presenta la relación y parte de las notas
que el filósofo existencialista japonés Isaku Yanaihara mantuvo con el artista
suizo en últimos años de la década de los cincuenta del siglo pasado (y, para
que conste, yo aún no había nacido). El señor Yanaihara posó como modelo de
Giacometti más de dos cientos días en varios veranos y tomó notas de las
conversaciones, pero quedando siempre como testigo. Esto es también lo que ha
hecho el señor Natsume-Dubé, que consigue dejar que los personajes ocupen todo
el escenario mientras él se limita—todo un mérito saber contenerse—a ponerlos
de relieve. Pasa de puntillas sobre la relación amorosa de la esposa de
Giacometti, Annette, y Yanaihara, aunque no me queda tan claro que el artista
rechazara tan radicalmente como parece los celos, pues en una de las
conversaciones Giacometti muestra una preocupante sombra:
GIACOMETTI: Sí, el responsable es sobre todo
usted, pero yo también, hubiese debido estar más atento a la hora. Cuando
empiezo a trabajar me olvido de todo. No hubiese debido reñir a Annette,
debería avergonzarme. En Japón, ¿los maridos riñen a sus esposas?
YANAIHARA: Sí, claro, a veces incluso las
abofetean.
GIACOMETTI: Desgraciadamente, esto no es
Japón (pág. 34).
Sin duda, verbalmente Giacometti
despreciaba los celos como un vicio burgués; ajustadamente, creía que eran
contrarios a la libertad y que procedían del error de creerse en posesión de
otra persona; de la misma manera, pensaba que el amor era fundamentalmente
abnegación y no guardaba relación con el deseo. Sin embargo, me ha asustado ese
desgraciadamente. Los celos son una
enfermedad que confunde el amor con el dominio, cuando el amor auténtico deja
plena libertad al amado. Así debería ser; mas no quiero perderme ahora en
reflexiones como ésas y prefiero ir a las dos observaciones del artista que me
parecen dignas de ser pensadas en profundidad (algo que, amigo lector, no
encontrarás aquí. Busca mejor dentro de ti).
A
partir del momento es que un francés y un japonés no llaman este objeto [una
taza] de la misma manera, no tienen una
misma imagen de él (págs. 25s). Se trata de una penetrante observación que
pone de relieve que mirar es algo más que ver. Supongo que Hegel hubiese estado de acuerdo con Giacometti, porque el lenguaje
es el contexto global con el que miramos la realidad; es la residencia del ser, es decir, de la belleza. Ahora bien, esto no
implica que un japonés, por seguir con el ejemplo, no pueda admirar la obra de
Giacometti, pues en el arte se nos ofrece una verdad universal no
abstracta: ésa es la razón por la que uno se detiene ante un retrato de El
Fayum, que tanto maravillaron al artista suizo. Uno se sabe concernido por lo
que allí se le da: una visión nueva sobre su existencia, pues lo importante es
cómo la obra de arte nos dice a nosotros mismos, cómo nos comprende. Equivocamos
la perspectiva cuando nos colocamos en el papel decisivo, pues ¿qué importancia
tiene lo que yo piense sobre,
pongamos por caso, una obra de Giacometti? Lo
realmente relevante es lo que ella dice de mí. Por eso el arte es un
lenguaje universal y concreto a la vez: no elimina nada de lo real, como el
concepto (dígase esto contra Hegel, aunque sería una curiosa forma de darle la
razón), sino que lo integra todo. Quizás por esto quería Giacometti pintar lo
que veía: una mímesis total imposible
de realizar, encaminada desde su comienzo al fracaso. La imagen (Bild) nos retrata, dice de cada uno de
nosotros porque alcanza lo humano. Estoy seguro de que Wittgenstein hubiese deseado participar en la discusión, pero
curiosamente también lo hubiese querido Heidegger,
de manera que el camino de la filosofía del siglo XX, comenzando por Kraus, puede recorrerse llevando de la
mano el término Bild. En efecto, el arte no es una cuestión de gusto (pág.
47): hay malos gustos exquisitos y buenos gustos vulgares. El gusto no nos
habla de la obra, sino del espectador que quiere convertirse en juez y sólo
alcanza a hablar de sí mismo. El duro trabajo de mirar requiere una ascesis y
parte de ella es la purificación del yo (algo que, por ejemplo, me parece
evidente cada vez que pienso en Rothko). Nuestra sociedad ha reducido el juicio
estético a un problema de gusto negando así lo que pretende explicar; peor ha
sido, empero, la reducción del arte a una mercancía, pero ya sabemos que
esto se lo debemos a la razón instrumental, que reduce lo real a lo medible.
Siempre habrá agrimensores, pero debemos aprender a cuidarnos de ellos porque
nos robarán el alma.
Por otra parte, me parece
especialmente interesante el concepto de copiar
manejado por Giacometti, pues, además de estar muy cercano al verdadero sentido
de la mímesis aristotélica, implica la
realización de la belleza, de la que muchos modernos huyen como de la peste (y
no me refiero sólo al feísmo): “Hemos de
pintar exactamente lo que tenemos delante”; y añadió “Y, además, hay que hacer
un cuadro” (pág. 79). La renuncia a hacer
un cuadro marca la última evolución de Giacometti y, me parece, es una
lucha contra las
expectativas sociales a favor de la verdad delarte.
Éste es una de las razones por las que merece la pena leer el libro Sachiko
Natsume-Dubé, pues nos pone delante el sacrifico que todo creador realiza sin
que la mayoría de los espectadores (¡espectáculo!) alcancen a percibir el
significado de las obras; pero en nuestra sociedad la mayor parte de la
responsabilidad en este asunto cae del lado de los mercaderes de las imágenes,
pues han sobresaturado la sociedad con imágenes-pastiche, que sirven para
cualquier cosa menos para entregarnos la verdad de la belleza.
expectativas sociales a favor de la verdad del
Shalom.
3 comentarios:
Siempre algo nuevo, siempre sorprendente.¡La alegría siempre es reveladora aunque tenga cenizas!¡Déjese sorprender, maestro!
En Giacometti hay algo inquietante, como si la identidad de los retratados nunca estuviese delimitada: ¿será que "yo soy otro"? Y el arte no es cuestión de gusto. Por cierto, ¿por qué tachas arte?
¿Será que en lugar de lo que dice Cristi Márquez ("yo soy otro"),Giacometti "es el otro" realmente?...Porque es la viva imagen de...
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