LECTURAS DE VERANO
Desde que yo era pequeño el verano ha sido una época peculiar respecto a las lecturas; no leo más que durante el resto del año, sino bastante menos. Tal vez es falta de ritmo o no sé qué; pero en verano me suelo decantar por las novelas quizás por algún deseo inconsciente de evasión. Además de los libros de estudio que no dejo, este verano también he leído; quizás no demasiado, porque he debido prestar atención a asuntos más urgentes; pero he leído. La semana pasada hice referencia al libro de Luis Arenas. Podía haber empezado por un libro de Hans Fallada, Solo en Berlín, Madrid, Maeva, 2011, que me recomendó un lector excelente, Ángel y qué él ha comentado en su gacetilla Tembladeral de sílabas (cuyo enlace se encuentra a la derecha de la página). Mi hermano mayor me regaló la larguísima novela de Der Níser, La familia Máshber, Barcelona, Libros del Silencio, 2011, cuyo original se escribió en yidis y cuya excelente traducción ha corrido a cargo de Rhoda Henelde y Jacob Abecasis. Podría referirme al librito que da que pensar de Wilhelm Schmid, La felicidad. Todo lo que debe saber al respecto y por qué no es lo más importante en la vida, Valencia, Pre-Textos, 2010. Contra lo que puede parecer no se trata, afortunadamente, de ninguno de esos libros modernos de autoayuda, sino de una reflexión bastante sensata, quizás por breve, sobre el sentido de la existencia. Una conversación en un bar con unos bonaerenses la mar de salados, a los que acompañaba una italiana que vivía en Brasil, me hizo descubrir a Macedonio Fernández. He leído de él lo que he encontrado a mano: Manera de una psique sin cuerpo. Relatos. Poesía y metafísica, Barcelona, Tusquets, 2004. He leído de nuevo con deleite a Régine Pernoud, Eloísa y Abelardo, Barcelona, Acantilado, 2011. Fue una gran medievalista dispuesta a acabar con los tópicos propagados por los estúpidos y, como persona inteligente que fue, su libro está en clara deuda con el ensayo que el filósofo francés, especialista en el Medievo, Étienne Gilson publicó sobre los mismos personajes: Eloísa y Abelardo, Barañáin, Eunsa, 2004. Leí con decreciente interés el relato que Hans Magnus Enzensberger ha hecho de la vida de un general alemán en la época del ascenso nazi, Hammerstein o el tesón, Barcelona, Anagrama, 2011. Abigarrado en exceso e incapaz de retratar la época. He leído una de las novelas que tenía pendiente de Irène Némirovsky, El maestro de almas, Barcelona, Salamandra, 2009. No me ha defraudado. Sí lo ha hecho, sin embargo, la novela de Daniel Pennac, Señores niños, Barcelona, Mondadori, 2011, porque los niños (preadolescentes si se quiere usar ese vocabulario un tanto criminal) no son así en ningún caso. Me parece que Pennac falsifica un mundo para construir una novela. Tengo sobre una de las mesas el libro de Dieter Schlesak, Capesius, el farmacéutico de Auschwitz, Barcelona, Planeta, 2011, pero no me atrevo a comenzarlo. Lo veo ahí, tan tranquilo sobre la mesa del salón, y busco otra cosa… He leído poesía, bastante, que me ha deparado instantes maravillosos: no sólo a Vicente Aleixandre y a Luis Cernuda (curiosamente, ahora me inclino por el segundo cuando desde muy joven mis preferencias estuvieron del lado del habitante de la villa en Wellingtonia, aunque después de leer la correspondencia con José Antonio Muñoz Rojas, Aleixandre se me ha hecho un poco antipático); también me he acercado a otros poetas, pero sólo mencionaré a dos: al valenciano Rafael Soler, Las cartas que debía, Madrid, Vitruvio, 2011, y al murciano Enrique García-Máiquez, Casa propia, Sevilla, Renacimiento, 2004, un poemario simpatiquísimo. Y lo digo en el sentido etimológico, pues como se sabe simpatía y compasión son idénticas [1]. Estoy leyendo una novela conmovedora de Emmanuel Carrère, De vidas ajenas, Barcelona, Anagrama, 2011, de la que me gustaría hablar en algún momento. Al francés lo conocía yo sin saberlo: un buen amigo y mejor persona, Jordi, me regaló hace algún tiempo un libro extraño: Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, que ahora no soy capaz de encontrar, como me ocurre con frecuencia. También leo con verdadera fruición un conjunto de artículos de Ivan Klíma, El espíritu de Praga, Barcelona, Acantilado, 2010. Sin duda acabaré por acudir a una novela que tiene publicada en la misma editorial, Amor y basura.
Sin embargo, no quiero hablar de estos libros, y no es porque no lo merezcan, sino porque mi interés se ha focalizado en un libro de Pierre Bergounioux, Una habitación en Holanda, Barcelona, Minúscula, 2011. Había leído antes, atraído por el nombre Pierre Michon, B-17G, Barcelona, Alfabia, 2011. Me pareció excelente—me recordó enormemente al autor del postfacio—digno de una segunda lectura. Reconozco que el título me recordó a un libro de diálogos del abulense José Jiménez Lozano que hace ya bastantes años publicó Anthropos, Una habitación holandesa, y que debe andar por ahí. Sé que Bergounioux tiene traducido otro libro, que ya he encargado, La huella; pero me gustaría hablar de Una habitación en Holanda, porque ha sido un verdadero acontecimiento; aunque por hoy ya me he extendido lo suficiente para cansar a cualquiera que haya tenido el valor de soportarme.
Shabbat Shalom.
[1] Los charlatanes de feria, es decir, los psicólogos, se han sacado de su ancha manga—porque tienen teorías para explicarlo todo—el palabro “empatía”, término del que abjuro públicamente. Autorizo a quien me oyese usarlo a imponerme la sanción que considere más oportuna; pero en ningún caso me someteré al castigo del hablar profesionalmente con algún psicólogo, ¡Dios nos libre! En la psicología se cumple el dictum marxiano: “Éstos son mis principios y si no les gustan, tengo otros”.
1 comentario:
Gracias por la mención y el calificativo. Éstas han sido algunas de las mías: poesía de Emily Dickinson, Kapuściński, Bousoño, Robert Graves y el amigo bloguero Ángel Fernández de Castro; cuentos de Alice Munro; novelas de Vargas Llosa (la última), Coetze, John Banville, Andrés Pérez Domínguez, Susana Fortes, Kawakami (la segunda) y Javier García Sánchez. Lo mejor: Dickinson y Coetze. Decepción: "Suite francesa" de Némirovsky. Saludos y, lamentablemente, ¡hasta pronto!
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