domingo, 21 de agosto de 2011

Luis Arenas, 3

PERORATA (III)
CONSTRUYENDO PESADILLAS:
PENSADO POR USTED PARA QUE USTED NO PIENSE

            Termino hoy esta perorata inspirada por el libro de Luis Arenas, Fantasmas de la vida moderna. Decía que los símbolos no se explican: se comprenden [1]. El intento de hacer de la forma arquitectónica un origen absoluto me parece no sólo vano, sino una inversión—muy derridaniana—del rechazo de la finitud: ¿acaso la arquitectura moderna también rechaza la finitud como la mayor parte de la filosofía del siglo pasado? No hay nostalgia del absoluto cuando se pretende colocar un ídolo en el lugar vacío. El discurso contra el oculocentrismo y el antropocentrismo de la arquitectura occidental lo conocía en una versión light: la que se ofrece en el Museo Guggenheim de Bilbao, obra del insigne aperiontecto (perdón por el palabro) canadiense Frank O. Gehry [2] a la que me referiré más adelante. En realidad, ha hecho una nave y la ha decorado por fuera de manera llamativa; pero la idea responde bien a la idea misma de museo como contenedor incluso de obras creadas de forma expresa para los artilugios arquitectónicos.

            Lo diré: la arquitectura moderna es demasiado locuaz. No sólo me refiero a los arquitectos, sino a sus edificios: quieren decir demasiado, pero se quedan cortos. Las variantes de House, de P. Eisenman, pueden ser interesantes experimentos, pero ¿son habitables? “La casa misma ha sido una fuente continua de placer estético, si bien no siempre un lugar que nos haya protegido de la lluvia y de la nieve”. No se ha comprendido algo, cosa que ha visto con claridad Arenas; pues algo que no tiene valor independiente tiene, precisamente, una razón para existir (contra lo que dice Eisenman). Los edificios que se presentan ahí son reproducciones de un mundo clausurado cabe sí mismo; pues algo que puede tener cualquier significado, entonces no significa realmente nada: una mera atribución.

            Todo se ha hecho líquido… Todo se ha descentralizado [3]. En fin, el discurso de las páginas 72ss me parece marcado por una profunda demagogia, pues nunca el poder real ha estado más alejado de los individuos reales. Así, el intento de suprimir la perspectiva centralizada no es sino la ocultación del lugar donde reside el poder. Por ello, la idea de “ocupar el espacio sin medirlo” me parece, en este contexto, pura ideología. Puede que no haya perspectiva adecuada para mirar algunas edificaciones (¿edificios?), pero eso implica que la obra arquitectónica tiene dueño, no seamos ingenuos. Antes hice referencia al Museo Guggenheim de Bilbao. Luis Arenas reproduce casi al pie de la letra el audio guía que se entrega después de haber pagado la entrada [4]. Tras recogerla me proporcionaron un cacharro de ésos que te explica—ya en cualquier museo—lo que estás viendo, pues su autor supone que eres imbécil. “Acérquese a la pared. ¿No le entran ganas de acariciarla...?” Inmediatamente devolví el aparato al mostrador: la explicación pretendía ponerse en lugar de mis ojos, sustituir mi capacidad de contemplación y eso es sólo una parte de la estrategia—mercadotecnia si se prefiere—de las maneras de hacer hoy determinados edificios que, según afirma con frecuencia la prensa, se convierte recién terminados en “emblemáticos” [5]. “¿Qué otra experiencia puede suplir a la imperiosa necesidad de recorrerlas [las obras referidas] como un flâneur, extendiendo de cuando en cuando la mano para sentir el tacto de sus materiales y el peso de sus espacios?” (págs. 72s). Amén de que no entiendo bien la necesidad de ese flâneur en vez de un simple “paseante”, salvo la necesidad de provocar asombro, y de quedarme un poco sorprendido por la necesidad de extender la mano para sentir el peso del espacio, bueno, pues además de eso no entiendo qué se quiere decir: ¿antes no se tocaban los edificios? ¿No se han tenido que poner en algunos lugares gruesos cordones rojos para evitar precisamente que la gente meta la mano donde no debe? [6]. Esas palabras son, dicho con sencillez, técnica de ventas. Y me temo que mucho que el rechazo de los permanente y duradero del que habla Arenas es un equívoco: ¿quién no recuerda a Frank Gehry quejándose con amargura del deterioro del Guggenheim de Bilbao? Las placas de titanio perdían su brillo y se ensuciaban… así que mejor limpiarlas y ponerlas en orden para dejar patente la voluntad de permanencia. Y no quiero dejar de mencionar aquí los problemas que semejante arquitecto ha tenido con su mastodóntico proyecto para el Bois de Boulonge, al oeste de París. La Justicia francesa ha detenido la obra y el arquitecto está profundamente abatido. ¿Quién ha protestado por la detención de las obras? Las multinacionales que han encargado la obra, porque aquí sí que el edificio se constituye por sí mismo no es un signo, sino en un medio de propaganda.

 Hay algo en todo el discurso de esta arquitectura, que Arenas parece compartir, una marca fuerte de la realidad del capitalismo: el ejemplo tomado de Toshiko Mori me parece que no confirma sino la dominación casi absoluta del capitalismo, pues la transitoriedad de la vivienda de la que se nos habla es consecuencia directa de la pobreza y de los abusos de ese capitalismo, que necesita dejar a las personas sin puntos de referencia para dominarlos sin que ofrezcan demasiada resistencia. Por otra parte, las construcciones, por llamarlas así, de Shigeru Ban me sugieren, en primer lugar, no el rechazo de la durabilidad, sino una cierta conciencia crítica que no quiere hacer permanente la existencia del refugiado como una persona sin hogar: sería éticamente reprobable hacer de una condición de tránsito, la de refugiado, algo permanente.

            En todo esto veo muchos problemas, pero sólo puedo aludir a algunos. Diré, de entrada, que el discurso de la arquitectura líquida no representa a la gran mayoría de las obras de los arquitectos: quien salga a las afueras de Madrid, Barcelona, Valencia, pero también de París o de Roma, verá que casi todos los edificios se parecen. Dejado en las afueras de cualquier lugar, uno no sabría decir dónde se encuentra. Esto no necesariamente tiene una connotación negativa, pero sí significa que la mundialización tiene algunos efectos perversos el último de los cuales no es la abolición de las identidades: se quiere la diferencia en falso, porque se rechaza la identidad. Los modelos de arquitectura que se nos presentan no cuentan en realidad con el hombre, sino con las funciones sociales que el capitalismo le permite ejercer; la variabilidad aparece así como una consecuencia del desarraigo y la arquitectura moderna lo único que parece hacer es consagrarla. Lógicamente, en afirmaciones como las que hago hay mucha injusticia, pues es cierto que un buen puñado de arquitectos está empeñado en tomar otros caminos. Me gustaría saber por qué no se estudian los granes edificios de los suburbios o el horror de esas viviendas unifamiliares que se amontonan en unos espacios pensados por la industria del automóvil. Puede hacerse la misma pregunta de otro modo: ¿quién decide qué es vanguardia? [7].

            Me parece, además, que la capacidad creativa de muchos arquitectos está cada día más condicionada por los programas informáticos y las variables que éstos pueden manejar. Sé que los medios son necesarios; pero cuando se convierte en métodos suelen dar el contenido. Quizás por eso la diferencia tradicional entre arquitectos e ingenieros ha desaparecido; sí, la arquitectura ha muerto, pero no sólo el urbanismo ha ocupado su lugar, sino también la ingeniería y la informática, ese recurso binario que reduce el mundo a lo representable por los impulsos eléctricos. Todo esto hace que el deseo de concebir los edificios como máquinas (que procesan la información en “tiempo real”) no deje de recordarme a Frankenstein: vida falsaria de la vida. Tengo en mente el proyecto para una orquesta filarmónica en París que, dicho sea de paso, recuerda a cierto teatro de la ópera nórdico con su rampa suicida. En vez de pensar en los seres vivos—personas—que habitan el espacio, se piensa en éste de manera abstracta (pero nunca más allá de las condiciones de mercado) para someter a los individuos a un espacio in-humano. Recuerdo con horror las imágenes que de la ciudad del futuro ofrecía Blade Runner, película de Ridley Scott creo recordar. Allí los edificios también se adaptaban a un mundo en el que lo humano había sido prácticamente abolido. La arquitectura que se quiera científica irá siempre a la zaga y habrá abandonado su timbre de gloria: crear espacio, como la maravillosa cúpula de Brunelleschi, un solo ejemplo, que no sólo está en el espacio, sino que genera espacio a su alrededor. La arquitectura sólo será vida si recupera lo humano y no lo reduce a mero residuo del pasado. Esto no significa, ni mucho menos, repetir modelos del pasado o intentar regresar; no, significa que el mundo se nos ha dado para habitarlo. Siempre pensaré que la buena arquitectura nos habla en el lenguaje de la belleza.

            Hace años una famosa cadena comercial con nombre de rotonda hizo un famoso latiguillo publicitario: “Pensado por usted”. Sentí espanto porque lo completaba mentalmente con un “para que usted no piense”. Al hablar estos días de arquitectura y al obligarme a reflexionar—gracias al libro de Luis Arenas—he sentido algo parecido: parece que buena parte de la nueva arquitectura quiere pensar por nosotros… para que nosotros no pensemos. La dignidad del ser humano no debería estar ausente del discurso arquitectónico.

            Shalom.

[1] Uno de los numerosos problemas que en la actualidad tiene la liturgia católica es precisamente ése. La palabrería explicativa acaba sustituyendo al símbolo merced a la inflación de moniciones supuestamente pedagógicas, pero que destruyen la belleza de las cosas. Me ha parecido siempre que esa comprensión intuitiva se produce en buena medida por co-implicación; es decir, desde “fuera” es muy difícil acceder a una comprensión adecuada. Recuerdo la anécdota narrada por C. Geertz en La interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa, 1988 (un libro cuya lectura considero imprescindible). Asistía en una ceremonia ritual en el extremo oriente: los dioses y los demonios, interpretados por los fieles cubiertos con máscaras y telas, luchaban. Al acabar el ritual, Geertz se acercó a uno de los participantes y le preguntó si de verdad creía lo que había visto. El otro lo miró con una cara que expresaba algo más que una idea: “No te has enterado absolutamente de nada”, y Geertz ha sido uno de los antropólogos más perspicaces de los últimos decenios.
[2] En realidad, vista su obra, podría ser canalladiense, pues ha hecho una verdadera canallada.
[3] Contra lo que dice Luis Arenas en la pág. 72 se debe mantener expresamente que el término “descentralización” no evoca siempre connotaciones progresistas. Admitiré, empero, la insoportable ambivalencia del término “progresista”: un cajón en el que cabe cualquier cosa.
[4] Tengo un vívido recuerdo de mi primera visita al Guggenheim de Bilbao. Nos habíamos detenido en Burgos y, como siempre que paso por allí, entré en la catedral previo pago de cuatro euros. Un señor quizás más joven que un servidor (algo ya bastante fácil y que no tiene otro mérito que haber nacido después) protestaba enérgicamente contra el precio y acusaba a la Iglesia de negociante (una curiosa forma de actualizar el antisemitismo). Tales fueron sus gritos que un canónigo (un eclesiástico y no un ingrediente de una rica ensalada) se acercó y trató de calmarlo. El hombre gritaba: “¡Estafa!” Tuve la suerte de coincidir con el mismo espécimen en Bilbao, en el Guggenheim, y lo vi pagar gustoso los doce euros de la entrada sin decir una palabra más alta que otra, cosa que me sorprendió; pero después pensé: ¡claro! ¿Cómo se puede cobrar por ver un edificio antiguo? La Modernidad es tan líquida como el dinero que la sostiene, cash, y tiene la ventaja de que nadie se queja.
[5] ¿Es posible aún protestar por el uso y abuso de esa palabra? Los medios de manipulación de masas se han hecho expertos en despojar de su significado a las palabras.
[6] Quien en alguna ocasión haya acudido a un edificio importante, catedral o palacio, acompañado por jóvenes y no tan jóvenes, tendrá una experiencia semejante a la de muchos profesores cuya primera labor es la evitar que los alumnos rasquen la piedra en el lugar por donde ésta se deshace. ¿Para qué vamos a hablar de la visita a los museos?
[7] Una observación crítica respecto a los que se dice al principio de la pág. 75: los egipcios no pretendían que el tiempo se detuviera; querían alcanzar, sencillamente, la eternidad. Admito gustoso que me encantaría tener una larga discusión sobre este asunto.

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