PERORATA (II)
CONSTRUYENDO PESADILLAS… CADA VEZ MÁS CERCA
Charles Jenks fechó la muerte de la arquitectura moderna el 15 de julio de 1972. Por esa fecha estoy casi seguro de que, aún niño, me encontraba en Montpellier, pues mi padre nos llevaba a navegar en aquellos maravillosos cargueros durante un mes del verano y aquel año fondeamos en Sète. Lógicamente, siendo pequeño y estando en Francia no pude enterarme del acontecimiento referido. Para ser precisos, casi con toda probabilidad yo estaba durmiendo porque las tres y media de la tarde en Sant Louis, Misuri, son aproximadamente las diez y media de la noche en Montpellier y mi padre era muy estricto con la hora de mandarnos a la cama [1]. A esa hora se dinamitaron las viviendas que Minoru Yamasaki había hecho desde una perspectiva tan racional como abstracta. El caso de las viviendas Pruitt-Igoe, que Arenas refiere en la página treinta y siete, me llama la atención porque no he podido dejar de ver paralelismo con algunas de las obras que se han hecho en la Invicta Ciudad [2]. ¿Quién de nosotros no recuerda la fotografía de Brunelleschi subido a lo más alto de la cúpula de la catedral de Florencia gritando a voz en cuello, como profeta veterotestamentario: “¡El Medievo ha terminado! ¡Acabo de inaugurar el Renacimiento!” Es el problema de poner fechas tan precisas: uno ya no sólo parece estúpido, sino que ha dado un paso más. Esto, que no deja de ser gracioso, pone de manifiesto la presencia de numerosos agrimensores en el mundo que rodea a la arquitectura y los arquitectos no harían mal guardándose de ésos. Todo esto pasa de otra manera cuando se hace preciso explicar los edificios, porque no hay quien los comprenda: no sólo se han ido de escala (abandonado Vitruvio), sino que se han hecho ininteligibles; pero las explicaciones no son parte de las obras y cuando el arte, cosa que la arquitectura fue, quiere significar lo hace por sí misma y no explicándose.
El problema no es la arquitectura racional, sino el concepto de razón que se maneja. Confundir la razón con la matemática está bien para algunos profesores miopes, pero no para una sociedad que se quiere racional. Así, abolir la idea de centro puede presentarse como algo progresista; pero nosotros sabemos que el desorden de la ciudad moderna es el orden que impone el capitalismo. Las ciudades no se han edificado al azar y reproducen en retícula la segmentación social en clases. El libro de Luis Arenas tiene muchos méritos, pero olvida con frecuencia que son las personas las que habitan los edificios. Sólo recordaré algo, porque las palabras dicen más: “diseminar en red”, reproducir la red, etc. Implica, de hecho, que seremos tratados como peces: la red informática—y me temo que la urbana—se ha hecho como un elemento de dominación.
Me gustaría hacer una observación simple, quizás estúpida, a las afirmaciones que se recogen sobre las dos tipologías preferidas por la mirada deconstructiva. Se presenta el laberinto: “metáfora privilegiada del espacio sin principio ni fin, del espacio diseñado para perderse dentro de él, del lugar que rompe con las jerarquías y pone en el mismo plano de significación infinitas trayectorias posibles” (pág. 45 con remisión a Derrida en la nota; pero el francés no dice nada que se parezca a lo transcrito aquí). ¿El laberinto no tiene principio ni fin? ¿No es jerárquico? ¿Pone en el mismo plano de significación..? Un dislate, ¿no?, porque el laberinto tiene una entrada y una salida—a veces el mismo lugar con diferente significado—estableciendo una rígida jerarquía entre quienes encuentran la salida y los que se pierden. El laberinto pre-su-pone la noción de orden, y de orden estricto. Desde luego, de ni ninguna manera están puestas en el mismo plano de significación todas las trayectorias posibles: decir eso es negarse a ver que hay una salida [3]. Todo laberinto es, a fin de cuentas, un cosmos en miniatura. Tampoco el jardín, la otra tipología, tiene mucho que ver con lo que se nos dice. Sobre todo el jardín francés es la razón matemática poniendo orden en una naturaleza que no es capaz de comprender. Los partidarios apresurados de declarar el absurdo suelen olvidar que el sinsentido sólo es pensable cuando se recorta sobre el sentido; de lo contrario ¿para qué se esforzarían en proclamarlo?
El deseo atroz de conseguir que la obra no signifique, y no para hacer espacio a otro modo de significar, parece un poco absurdo. ¿Acaso el “objeto arquitectónico” tiene sus leyes internas? No quiero discutir aquí la vieja dicotomía [4] entre naturaleza y cultura; será suficiente decir que los edificios no son objetos naturales (en su sentido ordinario) y que, por tanto, están ligados significativamente al contexto. Un edificio que no signifique (nada) sería un edificio inexistente, hecho con materiales inexistentes por trabajadores inexistentes bajo las órdenes de un arquitecto inexistente, ¿alguien se atreve a intentarlo? Toda esa palabrería puede ser un modo interesante, pero torpe, de esconder la incapacidad para crear belleza. Tanto insistir en la inexistencia significa, me parece, que se acaba existiendo y, por ello, significando: vemos ideas y no cosas. Decir que el edificio se convierte en un signo que “ya no oculta tras de sí significado alguno” (pág. 51) viene a ser lo mismo que decir que el edificio no es ningún signo, pero nadie rompe de forma absoluta con la tradición (lenguaje). En este mundo nadie es causa sui, un concepto que tampoco me parece aplicable a Dios. No: el significado no se puede instaurar “desde sí” y por eso todos estos arquitectos y sus cómplices se ven obligados a explicar lo que hacen. De hecho, lo que se dice en las páginas 52ss no es sino una simple transposición de términos teológicos al edificio y sin ninguna crítica por parte de Arenas, conste. Lo repetiré una vez más: el hecho de que algunos arquitectos se vean forzados a largos discursos de interpretación significa que su obra no se puede entender y que, de paso, se acaba entendiendo sólo la explicación y no la obra. El corolario es que no están hablando de la obra; así, pues, la supuesta ausencia del sujeto no es sino su presencia apabullante que se impone al objeto. Los símbolos no se explican. Por eso y por otras razones que harían las delicias de Wittgenstein no deja de ser una ironía que el fin de la metafísica nos lleve a hablar de la naturaleza (ser) de la arquitectura, concepto que se emplea como absoluto repetidas veces.
Yo ya he hablado demasiado por hoy.
Shalom.
[1] En esa ciudad, aunque es posible que el año anterior, ha sido en el único lugar en que he tenido puntería. Detesto lar armas de fuego porque me dan miedo—las lleven quien las lleve—, pero otra cosa era las escopetas de balines, que funcionaban con aire comprimido. En el campamento del colegio el monitor me felicitó porque fui el único que no acertó una sola vez en el cartón de la diana; ¡ah, pero en Montpellier! Ésa es otra historia, amigo: Mi padre nos había llevado a unas atracciones. Una de ella consistía en disparar balines contra tres globos que se movían continuamente dentro de una casa impulsados por aire. No sé cuántos balines tiré, pero exploté los tres globos y la expresión de uno de los que miraba se me quedó grabada para siempre: “Eh bien pour le petit!” No recuerdo, sin embargo, el premio, pues supongo que lo hubo. En Montpellier tuve también una experiencia culinaria extraordinaria: la esposa de un marino amigo de mi padre nos sirvió para comer langostinos al enfado, es decir, congelados, porque acaba de discutir con su marido. Cuando uno es pequeño a veces se asusta, pero también aprende a reírse en circunstancias adversas porque confía en la felicidad.
[2] No sólo me recuerda a las Tres Mil Viviendas, con sus Vegas de delincuencia organizada en la que ni los bomberos, ni el servicio de correos ni siquiera la policía se atreven a entrar habitualmente, sino también a algunos problemas planteados por un hermoso edificio rojo de viviendas sociales, debido al estudio de Nieto y Sobejano, paralelo a la SE-30, en La Plata, poco antes de la salida a la A92 (cuyos costes darían para un buen libro). Parece una solución sensata, porque protege las viviendas del ruido; además, el deterioro del material no lo afea. Sin embargo, los espacios al aire—escaleras y pasillos—se vuelven problemáticos; por otra parte, está el problema eterno de la ciudad sucia y ruidosa con los aparatos de aire acondicionado que destrozan cualquier fachada. Quizás la “solución” buscada se inspire en el Ruedo de Sáenz de Oiza (en la M30), pero me parece bastante mejor (sobre todo estéticamente). El arquitecto navarro ha hecho en la Muy Leal Ciudad una obra, verdadero panóptico, un tanto infernal, un edificio propio de un Estado policial, y a la que me refiero habitualmente como “el tapón”, pues el edificio Torre-Triana visto desde el puente de Isabel II tapona la salida natural de la mirada. Chato, gordo y apabullante, Torre-Triana deja ciega a la ciudad; ahora a su lado construirán una torre (Pelli) para acabar de vaciar los ojos de quien mire: la ciudad tan leal como estúpida se dejará encerrar por unas construcciones de mal gusto. Como Miguel Hernández nos indignaremos: “¿Rascacielos? ¡Rascaleches!”. En fin, a semejante ciudad le viene bien tener edificios horteras para que no olvide a lo que el progreso la ha destinado. Itálica famosa.
[3] Recuerdo que cuando yo era pequeño venia a la feria de la Muy Noble Ciudad la atracción del laberinto. Estaba hecha de cristal y la primera diferencia era entre los que veían los cristales y los torpes miopes como yo que nos dábamos de bruces contra unas paredes invisibles provocando la carcajada de los espectadores. Muchos años después mi hija sufrió un accidente en uno de esos laberintos. Un buen chichón.
Caos. Una pregunta: ¿estamos en la obligación de creer (sí, dar fe a) la explicación que el arquitecto da su obra? Mucho de la arquitectura moderna recuerda a un “arráncate los ojos que yo veo por ti”.
[4] Dicotomía por supuesto falsa. Poco tiempo después de empezar a trabajar me vi involucrado, sin quererlo pues en absoluto soy un ser polémico, en una discusión con un compañero especializado en arte sobre el significado de los símbolos. Quiso zanjar la discusión con una disyuntiva: “O es natural o es cultural”. No sabía el pobre que la naturaleza también es cultura.
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