Las malas hierbas
son rojas y amarillas,
no te darán de comer
pero te alimentarán
de belleza.
Hay días en que el cielo se oscurece y huyen todas las islas. Y entonces uno recuerda que fue en otro tiempo. Dolor del hogar perdido. ¿Hace cuántos años, en qué espacio, leí Los milagros de Nuestra Señora? El tutor pensaba que debía dedicarme a otros asuntos, pero a mí, con trece años, me entusiasmaba—en su significado original—tener entre las manos el libro de un clérigo que pedía un vaso de bon vino. Era otro mundo porque era otro tiempo y otro era yo; sin embargo, no sería quien soy sin aquella pasión casi infantil, como la que me recorrió la espalda la primera vez que vi a Carlos I en El Prado.
Había grandes mercantes en la bocana de los puertos, fondeados, esperando su turno. El humo blanco se mezclaba con el negro y, en calma chicha, ascendía verticalmente como la columna de humo del Sinaí. Entonces estaba a punto de llegar Miguel Hernández, quizás mi primera elección. Tal vez fue en Jávea, en un mes de julio, recién acabado cuarto de bachillerato; compré como un tesoro una biografía de Miguel Hernández que había publicado Planeta. La portada era de un amarillo intenso, casi epigramático si puedo abusar un poco del lenguaje. Antes debieron llegar mis manos algunos poemas. Al final de aquel verano, justo antes de quinto, en la librería que regentaba quien después fuese vicepresidente del gobierno español y que entonces—tengo un vívido recuerdo de él en la diminuta librería—disfrutaba viéndose rodeado y, sobre todo, escuchado, en aquel lugar compré mi primera antología de Antonio Machado y un librito enteco de León Felipe, que fue quien más impacto me causó. No había casi huellas en mi alma. En quinto llegó mi primer gran amor, Juan Ramón, el de Moguer, el de Las hojas verdes y aquella Antolojía chocante con su jota de Jiménez. Mi hermano me pasaba libros, que a veces me parecían insoportables pero que me formaron.
Y el Griego de quinto, aquella maravillosa Hélade, la pasión por la Historia, por la belleza inalcanzable y terrible, por la teología, por descubrir para qué todo esto que duele tanto y que nos hace llorar. Ya entonces estaba enfermo de nostalgia, pero no sabía la verdad: el pasado es la única patria que nos devora. Sí, sentía angustia por los años con esa comezón del adolescente que se quiere viejo sin abandonar su juventud. También estaba el baloncesto. Díaz-Miguel había dicho que el fútbol se jugaba con los pies (lo siento, Marzal), el balonmano, con las manos (lo siento, Diaque), pero el baloncesto se jugaba con la cabeza. Unos años antes había estrechado la mano del mismísimo Emiliano (aunque siempre preferí a Buscató, el calvo, que tiraba en suspensión echándose ligeramente hacia atrás, justo lo que no se debía hacer). Recuerdo a Filbá, sentado en el banquillo del pabellón de Aparejadores; sentado era más alto que yo y su maravillosa napia le daba un aspecto fantástico. Corbalán llegó para jugar la final con el Madrid, pero siempre seré del Jouventud. ¿Y qué leía? Reconozco que la pasión por estudiar me alejó del deporte, pero no del juego porque el estudio lo es.
Con dieciséis años leí La historia de Israel, de J. Bright, una auténtica alucinación. ¿Quién no ha querido ser asiriólogo o egiptólogo? Supongo que la mayoría nunca lo pretendió, pero yo no era tan extraño que no me diese cuenta. Y un año antes llegó, gracias a Edaf, Baudelaire, Las flores del mal con aquel “hilarán su tela las arañas,/las víboras parirán sus crías” capaz de transportarme a otro mundo en éste, casi un refugio.
El corredor de la memoria es largo, pero empieza a estar oscuro, y estoy cansado. Hay días en que se necesitan abrazos. Pero no llegan y el tiempo te suicida en un mar de nada. Quizás el mejor trabajo es el de suicida: nadie te reclamará nada una vez que hayas hecho tu trabajo.
Todo esos libros, muchos más, toda mi primera colección de poesía, con dedicatorias de amigos, los perdí en uno de los muchos traslados en que siempre ha consistido mi vida. Durante unos años pensé que todo había quedado en calma; pero la mar se ríe de mí: no hay puerto y todo es navegar. Al fin y al cabo, según mi madre, yo era el Capitán Tormenta subido al puente de un destartalado Aline con unos prismáticos que me quedaban grandes. Entonces Mimí me regaló la historia de un esquimal.
El cielo se ha incendiado en vísperas
y ultramodernos stukas
están dispuestos a bombardearnos.
Todos los poetas están muertos...
Hay días, sí, en que se olvidan los colores y sólo el sabor del aire te recuerda quién eres. ¿Se puede vivir sin pasión?
Shalom.
1 comentario:
No, ni sin ilusión.
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