sábado, 13 de noviembre de 2010

Lucien Jerphagnon

RECUERDE EL ALMA DORMIDA
En honor de los grandes hombres


            Hace relativamente poco [1] hablé en la gacetilla de un libro de Lucien Jerphagnon y Luc Ferry; ese libro me llevó a recuperar otro, del que quiero hablar hoy, que publicó hace unos meses las editorial Barril & Barral. En concreto me refiero a Elogio del pesimismo. Cualquier tiempo pasado fue mejor, Barcelona 2010. La verdad es que el título castellano es un tanto canallesco y Juan Antonio Montiel, no lo dudo, se ha plegado a las exigencias del mercado, pues Elogio del pesimismo tiene un tirón del que carece por completo el título original, Laudator temporis acti [2], un conocido verso de Horacio. Hubiese sido mejor titular algo así como A hombros de gigantes, pues Jerphagnon no se propone exaltar el pasado a costa de la denigración del presente (quizás porque eso va de suyo viendo los tiempos que corren), sino ofrecer sabiduría. Sin duda, Laudator temporis acti está teñido de una visión grisácea e incluso luctuosa en ocasiones, pero no puede decirse que el tono general sea de un pesimismo descarnado.Uno nunca está contento del todo.

            De hecho, el libro es una recopilación de citas de autores clásicos sobre diferentes temas: amor, las relaciones humanas, la familia, la política, la felicidad, los dioses, la muerte… Se percibe la lejana huella de Jankélévitch, que fue maestro del autor. Por lo tanto es difícil hacer un juicio global del libro, pues intervienen muchas manos; pero sí puedo decir que la selección es excelente y que Elogio del pesimismo proporciona abundante material para a reflexión. A Jerphagnon se le debe la selección  y el epilogo en el que se encuentra una afortunada, aunque discutible [3] caracterización de Cioran que el autor ha tomado de Jean-François Revel: “Imaginad un Pascal que se acaba de enterar que ha perdido la apuesta y tendréis un Cioran” (pág. 135).

            Quiero ahora referir dos recuerdos sobre mi estúpido pesimismo en honor de dos grandes hombres, dos de las personas que más he amado en mi vida. Está en mi memoria haber acompañado a Miguel Pérez del Valle en el hospital. Padecía un doloroso cáncer óseo; había sido mi profesor de Historia de la Iglesia Medieval y de una absolutamente maravillosa Simbología Cultural en la que aprendí mucho más de lo que me atrevo a confesarme aún. Mi deuda es inmensa y la muerte no la ha cancelado. Pues bien, unos días antes del fallecimiento de Miguel me acerqué al hospital para pasar la tarde con él; pero me vine abajo y sentado junto a la cama rompí a llorar porque él estaba muy mal. Rompí a llorar y Miguel, levantándose ligeramente de la cama, me preguntó por el motivo de mi sollozo, pues debió incordiarle. Le mentí: “Es que todo está mal. El mundo cada vez está peor, todo se compra y se vende, nos estamos volviendo bárbaros y tenemos menos capacidad…”, una de mis proverbiales estupideces. Él ya se había sentado en la cama y abrió los brazos como acostumbraba y me explicó que el pesimismo era sencillamente una cuestión hormonal (le faltó decirme como hacía en cuando en vez de pensar me dedicaba a repetir: “Hijo, en el campo hacen falta muchos brazos”) para rematar la faena preguntándome: “¿Y qué es el dinero? Nada, ¿verdad?”

            El otro recuero se refiere a los días finales de Antonio García del Moral, que me enseñó Griego Bíblico durante cinco maravillosos años. Se puso gravemente enfermo a causa de un cáncer de pulmón achacable en buena medida a su inveterada costumbre de fumar a todas horas. Fue ingresado en el Hospital General de Granda, su patria chica, donde tenía hermanos y sobrinos que se afanaron por cuidarlo con cariño—cosa que a veces era difícil dado el indomable carácter de Antonio—. Yo viajaba los fines de semana a Granada para pasar tiempo con él, que se moría a chorros sin perder su sentido del humor, su malhumor y su infinita generosidad. Llegué un sábado bastante temprano y lo encontré muy desmejorado: había adelgazado mucho y su piel había adquirido un tono casi amarillo. De nuevo el llanto y las lamentaciones. Él no lo soportó: me echó de la habitación del hospital de mala manera (de hecho, tenía la costumbre de echarme: en una ocasión me echó de su despacho lanzándome a la cabeza un cuadro de su hermano Amalio). Me quedé en el pasillo, llorando. A los pocos minutos apareció vestido con un traje gris, una camisa que ya le quedaba grande en el cuello y una corbata bien anudada: “Nos vamos a comer por ahí. Deje de quejarse, joven”. Me llevó a un restaurante y comí delante de él, pues él ya no podía ingerir alimentos. Nos reímos un poco de todo, como le gustaba. Fue la última vez que lo vi con vida. La semana siguiente acudí a su entierro, destrozado por la pena.

            Nada de esto es pesimismo ni siquiera nostalgia; pero de vez en cuando uno mira hacia atrás y descubre que ha tenido la inmensa fortuna—ha recibido la gracia—de conocer a gigantes que lo han hecho ver mucho más lejos de lo que nunca hubiese sido capaz. He recordado estas cosas leyendo Elogio del pesimismo, éstas y otras muchas, también alegres aunque llenas de pesar. Por eso en esta ocasión en vez de fotografías me he decido ilustrar este comentario con una de las pensadoras más grandes del siglo XX: Mafalda, de Quino, con el que también tengo una deuda inmensa.

Shalom.

[1] Ya que el título del libro hace referencia a un conocido verso que a más de uno nos ha marcado, me permitiré decir que el tiempo es un gran espejismo, pues el día de mi nacimiento está tan lejos como aquel en que escribí por primera vez sobre Jerphagnon. Sencillamente, no puedo volver y están—pese a esos físicos empeñados en hacer filosofía—infinitamente lejos si es que la palabra lejanía conserva ahí algún sentido. Y así vivimos permanentemente el final del mundo, pues ¿quién seguiría haciendo lo mismo si tuviese la certeza de que la muerte lo alcanzaría antes del anochecer? 


[2] Contemplando cómo se ha dejado de estudiar latín y nos hemos vuelto bárbaros. De hecho, dudo mucho de que la inmensa mayoría de las personas que hicieron sufrieron la reforma de 1970 alcancen a entender el significado de la frase latina. De las víctimas de la LOGSE (¡siglo de siglas también el XXI!) mejor ni hablar. Creo recordar que con esta frase comienza una película que me encantó (también por la música), Carros de fuego. Reunidos en una capilla, el antiguo corredor se dispone a realizar una alabanza y hace la alabanza del tiempo y de los hombres que ya se han ido. No es nostalgia, aunque nuestro hogar esté en la infancia, sino gratitud por la grandeza de lo que fue.


[3] Digo discutible básicamente por dos motivos. En primer lugar, Cioran es de los quejicas que sin creer en Dios necesita a Dios para poder culpar a alguien. Lo niega por la misma razón que lo culpa y su argumentación, si se toma su ateísmo en serio, es sólo una fuga ridícula. Y en segundo lugar, Pascal es bastante más grande que Cioran. La definición de Revel encaja mejor en el Camus de La peste.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

De vuelta, me encuentro con una preciosa entrada. Genial Mafalda, me ha hecho pensar en el título del libro"cualquier tiempo pasado fue mejor". Un saludo

Carlos

lposse dijo...

He caido en tu blog haciendo una busqueda de "Miguel Perez del Valle", sin duda el profesor mas brillante que he conocido en mi vida. Fui alumno de los SSCC de Martin de los Heros de Madrid, le tuve de profesor de filosofía y arte en sexto de bachiller y Preu, alla por los años 1969-1970. Me gustaría tener mas información de el, saber que hizo, que fue de su vida ¿tiene publicaciones? ya se que falleció hace bastantes años en sevilla.

un abrazo