Arremetamos
El verbo arremeter lo asocio a un libro de Chesterton, a quien leí con asiduidad
hace muchos años y a quien hoy, para mi desgracia, tengo un poco olvidado.
Siento ganas de arremeter, de acometer
con ímpetu, aunque sin demasiada furia. ¿Contra qué? Esta mañana arremetió
contra mí, llena de furia, una de esas jaquecas cuyo ensañamiento consigue
abatirme; sin embargo, no me ha destrozado del todo y estoy un poco como los
tercios españoles en Flandes: rodeado, pero de pie (y como tituló con genialidad
Francisco Ibáñez una de sus tiras
cómicas, increíble, pero mentira, porque
he estado vilmente postrado). Se lo
debo a un médico, gran amigo, del que sólo daré su nombre, Joaquín, y a quien
recordaré la deuda que tengo contraída, pues hace dos semanas se presentó en mi
casa, después de una desesperada llamada telefónica, para liberarme de un dolor
de cabeza tan impertinente como prolongado. Le aseguré que en como presente por
su amabilidad —pues pagar los servicios de alguien capaz de librarte del dolor
es imposible—le regalaría 14. Como es
natural, la excelente persona que es Joaquín soltó: “No hace ninguna falta”,
pero yo contraje una deuda de gratitud, una más, y quiero dejar constancia,
pues ante la presente arremetida de la jaqueca mis murallas resisten, aunque no
incólumes, gracias a un prodigioso fármaco. Quizás yo sea un ser hecho de
tabaco, alcohol, irresponsabilidad y pastillas—alguien poco recomendable—, pero
también estoy hecho de afectos, aunque como decía mi querido Antonio García del Moral nunca amamos a
los demás como quieren ser amados y nunca nos aman con la exactitud que
nosotros desearíamos. Recuerdo mis primeras jaquecas con catorce años: pensaba
que mi cerebro se expandía y, consuelo estúpido para soportar el dolor, que
aquellos espantosos dolores de cabeza capaces de llevarme a la cama a las seis
de la tarde me harían más inteligente; pero la cabeza me siguió doliendo y no
sólo no me volví más inteligente, sino que, nunca he alcanzado aquella lucidez
de los catorce años, pues como reconoce con sabiduría Thomas Bernhard en la
entrevista que le hizo Peter Hamm
(recién publicada por Alianza) nunca somos tan lúcidos como en la adolescencia.
Leer ¿Le gusta ser malvado? es casi
una obligación. Admito aquí otra deuda, pues fue hace más de veinte años José María Vaz de Soto quien me
recomendó por primera vez a Bernhard al que, como de costumbre, llegué tarde y
eso que había escrito sobre Glenn Gould,
por quien siento una devoción sin límites.
¿Cuándo entraron los ordenadores en nuestras vidas? Mi padre trajo a casa un Spectrum allá por 1982 ó 1983.
No me fascinó y sólo conseguí programar, y mal, un juego… Ya en aquellos
tiempos yo escribía con pluma, como aún hago hoy, y presentaba trabajos y
escritos en una máquina de escribir Olivetti. Un tiempo después mi hermano
mayor adquirió para su empresa un ordenador Inves y, ampliando el negocio, hacia
1985, el primer portátil que conocí: un Toshiba que tenía, aunque no sé si
recuerdo bien, un megabyte de disco duro y pantalla de gas. El fondo era oscuro
y las letras, naranjas como las bombonas de butano; al encenderlo se tenía la
impresión, debido al sonido, de estar trabajando con un quemador. Le costó un
pastón (más allá de medio millón de pesetas) y cuando se le volvió inútil acabó
en mis manos. Recuerdo haberlo conectado a una de aquellas viejas impresoras
matriciales. Comencé trabajando con el procesador de textos Word Star; pasé al
Word Perfect (diferentes versiones) y acabé en el Word. Como con el Dbase,
perdí un montón de tiempo aprendiendo a manejar correctamente cada programa
(especialmente con el Harvard Graphics con el que dibujaba los mapas de mis
apuntes). Compré un equipo de sobremesa, lo cambié por uno mejor… una carrera
interminable para poco, pues disfruto mucho más escribiendo a mano, oyendo el
sonido de la pluma sobre el papel. En realidad, yo no necesito mucho más que un
procesador de textos y, desde luego, prefiero escribir mis cartas a mano (aún
me queda algún corresponsal, por fortuna). Desde muy pronto me llamó la
atención que los genios de la informática y aquellos que estaban
fascinados por el poder de la tecnología comparasen el cerebro humano con un
ordenador. Confundían, sencillamente, el orden temporal de las cosas, pues los
ordenadores guardan alguna semejanza con nosotros porque somos nosotros los que
los fabricamos. Turing, al que
conocí leyendo a Penrose, pudo ser
un genio, pero sus secuaces se han confundido el pensamiento humano es mucho
más complejo que el binomio uno/cero. Un ordenador no procesará la dialéctica…,
pero como hoy se ha renunciado a cualquier razón que no sea reductible a la
cuantificación matemática, acaban rechazándose las formas de pensar que no son computables
informáticamente. El mundo es más que álgebra.
Arremetamos.
Hace una
semana leyendo teología tropecé con una cita del libro de Nicholas Carr, ¿Qué está
haciendo Internet con nuestras mentes? Superficiales, Madrid, Taurus, 2011.
Ese mismo día compré el libro y lo leí de un tirón. No sólo me resultó
interesante, sino que me ofreció muchos datos nuevos obligándome a repensar
ciertos aspectos del impacto de las nuevas tecnologías. Al terminar el libro
recordé unas declaraciones que Robert Redford hizo después de dirigir Quiz
Show: introdujimos
en nuestras casas la televisión sin pensar en las consecuencias. Redford, pensé (y un buen número de personas compartiría sin empacho mi juicio), no
sólo era guapo, sino que además decía cosas con sentido. Ese viene a ser el mensaje de Carr
sobre los ordenadores e interné; pero extrae, además, consecuencias. Así, pues,
es hora de arremeter contra todo ese optimismo desaforado sobre interné, los
ordenadores, los ivúes (recuérdese, por favor, que esa bárbara palabra se
refiere a los cacharros que falsifican los libros) y toda la parafernalia
comercial que los acompaña. En breve: nos volvemos tontos. Sólo por esta
advertencia merece la pena leer la obra de Carr, aunque uno esté en desacuerdo
con algunas de sus interpretaciones.
El libro vuelve una y otra vez sobre
la misma idea: los efectos que sobre nuestros cerebros tiene el uso continuado
de las tecnologías informáticas. He calculado que un niño recién nacido pasará
delante de las pantallas del ordenador, del teléfono móvil y de la televisión,
si alcanza los ochenta años, la friolera de doscientas cuatro mil cuatrocientas
horas; es decir, ochenta y cinco mil diecisiete días, que equivalen a
veintitrés años y medio aproximadamente. Casi tanto tiempo como las horas de
sueño; pero esto sin contar las horas que pasará ese niño delante de un
ordenador en su trabajo… Alguna consecuencia debe tener semejante exposición,
¿no? Desde el principio pensé que interné, como los teléfonos móviles, las
tarjetas de crédito, los documentos de identidad y las tarjetas sanitarias no
eran sino mecanismos de control. Como he dicho en otras ocasiones, una cadena
de infinitos eslabones invisibles; por cierto, una de las mañanas de la semana
pasada al mirar mi teléfono móvil al levantarme descubrí el siguiente mensaje:
“En las actuales condiciones tardaría 14 minutos en llegar a B. (lugar donde
trabajo)”; ¿es posible un control mayor? Lógicamente, procedí a anular la
localización; pero mi teléfono emite una señal y alguien siempre sabe dónde
estoy. Control. Pero no sólo es el control. Hay algo más: las nuevas
tecnologías hacen estúpidas a las personas. No sólo generan dependencia (¿quién
no ha estado con alguien incapaz de dejar de mirar su móvil cada dos por
tres?), sino que debido a la plasticidad de nuestro cerebro (que yo creía
conclusa antes de lo treinta años), hacen que nuestro pensamiento se adapte a
los modelos con los que trabajamos. Volver tontas a la personas
garantiza, sin duda, la posibilidad de controlarlas. Carr nos advierte, de
manera amena, de los efectos ya visibles de las tecnologías informáticas.
Sin duda se trata de empresas que
buscan obtener beneficios y, en este sentido, necesitan a consumidores
enganchados. Como dijo el primer presidente hispano de la bebida gringa que
disuelve la carne: “No se trata ya de que más gente consuma nuestro producto,
sino de que los que lo hacen lo hagan con más frecuencia”. Seguro que los
dueños de Google o de Apple, por no hablar de Microsoft, piensan lo mismo. Todo
esto lo sabemos y, sin embargo, lo aceptamos acríticamente pretextando las
ventajas de la tecnologías. Carr nos advierte de nuevo: alguna ventaja hay,
pero son muchas más las desventajas: incapacidad para concentrarse no sólo por
las continuas interrupciones, sino por los vínculos que nos llevan cual cabras
de un sitio a otro sin parar en ninguno; desaparición de la memoria,
incapacidad para seguir razonamientos largos, pérdida de tiempo,
superficialidad del pensamiento… Cualquier que haya leído los mensajes de
Twitter le dará la razón a Carr. Ejemplos: “Buenos días”. “Duchado y a cenar”.
“Pal cine”. “Jugando en el ordenador…” Los ejemplos podrían multiplicarse. Sin
duda, los adultos, acostumbrados a pensar de otra manera, se expresan con algo
más de complejidad; pero nuestros jóvenes o aquellos que sólo leen y escriben
con las nuevas tecnologías están, sin duda, alfabetizados digitalmente, pero
son analfabetos. No es sólo la lectura en F, sino el soporte. Como dice
Carr, internet parece hecho para que no leamos. Se ha hecho para volvernos superficiales.
Si lo que pienso es cierto, la
mayoría de las personas no habrán llegado hasta aquí, pero tal vez si leen esta
frase volverán sobre sus pasos por el inmenso placer de llevarme la contraria.
Los medios informáticos han añadido un poco de comodidad, pero su invasión no
compensa las pérdidas. Quizás es hora de desconectar para volver a pensar. Interné
nos vuelve superficiales, nos atonta y nos controla. Antonio solía decirme en
broma, pues era un gran amante de los libros y poseía una formidable
biblioteca, que lamentaba profundamente el invento de la imprenta, pues le
había obligado a leer un gran número de libros perfectamente prescindibles.
Ahora, sin embargo, no se trata de eso: el peligro que nos amenaza es perder la
profundidad de la existencia, aquello que nos hace auténticamente humanos.
Arremetamos, pues, contra la invasión no de las siglas, ¡ay, Dámaso!, sino de
la tecnología. Viendo a los jóvenes, sentados sin mirarse mientras teclean
mensajes en sus móviles, me siento de una raza en extinción. Muñoz Molina dijo que las lágrimas
jamás empañarán la pantalla de un ordenador…
No soy enemigo de la técnica, porque
sería como ser enemigo de la filosofía, de la religión o del derecho: los
conceptos son sólo eso y uno no puede emprenderla a golpes con todas las
palabras que los sesudos alemanes escriben con mayúscula (el bueno de Savater, que me merece cada vez más
respeto, se deslizó durante un tiempo por la pendiente de los sustantivos
mayúsculos provocando un jocoso comentario de Carlos Díaz, de quien hace tiempo no sabemos nada); pero sí me
parece que ha llegado la hora de oponerse a que las innovaciones tecnológicas
invadan nuestras existencias (y nuestros cuerpos, como mostró en su momento un
tipo al que sería bueno prestarle más atención, Paul Virilio) sin pasar por ningún filtro crítico salvo el de la
rentabilidad y el del control de la población. Interné se ha convertido en un
gran policía (véanse las condiciones de privacidad de Google, por ejemplo);
pero no es lo peor, porque uno puede correr delante de la policía y puedes
ofrecerle resistencia, aunque peguen duro (la policía, como el detergente,
siempre pega más duro y se justifica lamentablemente con el monopolio de la
violencia por el Estado, con su e mayúscula intimidatoria). No, lo peor es que
cortocircuiten tu capacidad de pensar anulando de raíz cualquier oposición: es
exactamente eso lo que está haciendo interné con las jóvenes generaciones. Al
igual que nosotros, nacidos antes de los ochenta, debimos luchar para
liberarnos de los estereotipos que grabó en nuestras mentes la industria gringa
del cine (los pobres indios eran malos; los mexicanos, perversos… y el Imperio,
Washington convertido en un nuevo Zeus, la salvación), las jóvenes generaciones
tendrán que luchar por desconectar si no quieren acabar sufriendo una lobotomía.
Sí, claro, exagero; pero, como en ecología, prefiero dar antes mi asentimiento a Greenpeace que a los estados; prefiero sospechar
de tantas cosas supuestamente gratis ofrecidas por un sistema que sólo vive de
la obtención de beneficios.
Y una coda sobre los ivúes. La
excusa del espacio (hasta Manuel
Rodríguez Rivero la usó) es eso: una excusa. Leo en El País:
Las tabletas y lectores no son solo soportes, y los libros no
son solo contenido. Los dispositivos son una ventana a un
ecosistema de contenidos, como lo define Koro Castellanos, de
Kindle España [este enlace remitía a una página de publicidad]. Los
libros son objetos conectados que se abren otros libros y otros
lectores. La experiencia está determinada tanto por lo que aporta el autor como
por las posibilidades que aporta la plataforma (subrayados míos).
(http://tecnologia.elpais.com/tecnologia/2013/10/25/actualidad/1382718498_258312.html)
Lo dicho: el ivú quiere acabar con
los libros y la industria editorial sonríe complaciente, porque hace negocio.
Todo es progreso, satisfacción y, arremetamos, completa estupidez. Los usuarios
de ivúes (me niego a llamarlos lectores) contribuyen a este asesinato premeditado.
Juro odio eterno a las empresas vendedoras de semejantes aparatejos. Los
autores no cobrarán más, pero el negocio será pingüe y los usuarios estarán
entontecidos. Acabarán con las librerías, con los lectores y, peor porque
borrarán todo horizonte de esperanza, con los libros. Por lo tanto, amigos,
¡resistid! Soltad carcajadas de desprecio cuando alguien os hable de los ivúes.
Y apagad el ordenador, dejad de leer esto (oh, paradoja) y abrid un libro para
perderos en sus bosques: será la única forma que tendréis de encontraros.
Shalom.
1 comentario:
Estimado maestro:
olvidó poner a Dámaso en negrita.
Si DÁMASO levantase la cabeza, cambiaría la letra de sus monstruos y, probablemente, discutiría con usted sobre la teoría de que sólo los jóvenes pierden papeles y educación elemental con el uso de las nuevas tecnologías.
Para terminar, unas palabras de Machado:
El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve.
Publicar un comentario