Forte Roma
non perit,
si Romani
non pereant
Con todo, incluso el
mundo que hizo Dios ha de caer y por eso te creó mortal, dice Agustín en el Sermón 81, 9 (Obras Completas
de San Agustín, X, Madrid, BAC, 1983, pág. 465. Tentado estoy de citar todo
en latín, pues hoy mismo he oído decir a alguien que se hace llamar profesor
que la lengua de la inmortal Roma no
sirve de nada, ¡toma andanada! Claro, tampoco sirve Dios, el arte,
la felicidad o los valores, pues son frui
y no uti; sirva el latín, al menos,
para fastidiar a los imbéciles cuyo número, según el propio Agustín, es
infinito: Tamen et mundum fecit tibi Deus
casurum; et ideo te condidit moriturum). Hace muy poco cité uno de los
textos de Jerónimo que más me ha conmovido:
De pronto vinieron a
anunciarme la muerte de Pammaquio, de Marcela, la toma de Roma, la muerte de
muchos de nuestros hermanos y hermanas. Quedé consternado, desconcertado,
estupefacto. De día y de noche, no pensaba en otra cosa y me creía cautivo con
todos ellos, con esos santos. Anhelaba tener más luz sobre estos sucesos,
dividido como estaba entre la esperanza y el desaliento. Me imponía mi parte de
cruz por las desgracias del prójimo. Pero cuando se apagó la luz gloriosa del
mundo, cuando fue tomada la capital de nuestro imperio, cuando en esa sola
ciudad el universos entero y la civilización perecieron, «me callé, me humillé,
no podía pronunciar una sola palabra y mi dolor se hizo más vivo; mi corazón se
abrasaba y el fuego me inflamaba mientras meditaba» [...].
No hay nada que no tenga
término; los siglos pasados pasaron para siempre y es justo decir que todo lo
que comienza debe perecer, todo lo que crece conoce la decrepitud y la muerte.
No hay obra creada que la vejez no ataque y haga desaparecer. ¡Pero Roma!
¿Quién pudiera pensar que, edificada con las victorias alcanzadas en todo el
mundo, se derrumbaría y sería la tumba de los pueblos que ella misma había dado
a luz? Todas las orillas del oriente, de Egipto y de África están ahora llenas
de sus hijos, fugitivos y esclavos. ¿Quién habría dicho que Belén la santa
recibiría cada día, como mendigos, a hombres y mujeres antes nobles y ricos?
¡Ay! No podemos socorrerlos a todos, pero al menos lloramos con ellos y
mezclamos nuestras lágrimas con las suyas.
Jerónimo, Prólogo al comentario de Ezequiel, en: Obras Completas, 5a,
Madrid, BAC, 2006.
La Caída de
Roma, el saqueo de la que fue primera capital de nuestro Imperio, Roma, por los
visigodos encabezados por Alarico el veinticuatro de agosto del 410 (el veintitrés
de mayo de 1453 otros bárbaros tomarían la otra capital de nuestro Imperio, la
única ciudad que nos quedaba y cuyo resplandor iluminaba todo el Mediterráneo
con el brillo de su belleza) fue una tragedia que difícilmente nosotros podernos
comprender. El citado sermón de Agustín se escribió poco después de tener
noticia de la barbarie, pues ya sabemos cómo se las gastaban los bárbaros
(recuérdese lo que hizo el franco Clodoveo a uno de sus muchachos por haberle
obligado a compartir un cáliz): los romanos del África debieron quedar
aterrorizados ante el hecho de que unas bestias pudieran penetrar en la
inexpugnable Roma. El fin de un mundo,
que a la vez se vivió como el fin del
mundo. Lógicamente, pluvia defit,
causa christiani! y Agustín se vio en la obligación de escribir Civitas Dei.
Algunos
siglos después—no demasiados desde una perspectiva que hoy nos supera aún—el escritor
francés Jérôme Ferrari ha escrito El sermón sobre la caída de Roma (traducción
de Joan Riambau), Barcelona,
Mondadori, 2013. Lo primero es ser honrado: un amigo tingitano, cuyo nombre no
mencionaré por discreción y no porque no lo merezca, había leído en francés la
novela de Ferrari y me la recomendó con un ardor tal que fui a buscarla al día
siguiente; pero estábamos a primeros de septiembre y Mondadori no la distribuía
hasta finales de ese mes. Esperé con impaciencia y, en cuanto tuve noticia de
que había sido puesta a la venta, me acerqué a la maravillosa librería que lleva
el primer nombre de Atenea, la compré y la terminé ese mismo día. Doy las
gracias a mi amigo de Tingis, porque se trata de una obra en la que merece la
pena perderse y a la que habré de volver para disfrutar releyendo algunos de
sus pasajes. Lo segundo es una queja: ¡Mondadori! ¡Ojo enfermo!, es decir,
tacaño: ¿por qué nos castigas con tan escasos márgenes izquierdos? ¿Por qué
usas ese papel abominable, tanto como el de la pobre Seix-Barral, que se nos
deshace en polvo entre los dedos? Quousque
tandem abutere, Mondadori, patientia nostra? Supongo que es la búsqueda de beneficios y,
tal vez, la apuesta por el ivuk (he decidido referirme con este palabro a la
barbarie de lo que llaman con desfachatez libro digital; esperemos que
evolucione como ivú para hacer el plural en ivúes. Lleve la marca
ortográfica de la vergüenza). Sin embargo, ¿no merecemos los lectores que se
nos cuide un poco? Las propias editoriales que hacen de la edición sólo
un negocio asesinarán con sus estrategias comerciales el amor a la lectura, el
placer de sentir en la yema de los dedos el papel y de oír el frufrú de las
páginas.
Sin embargo, sé que mona
se queda. Por lo tanto, vamos a lo que realmente importa. Estamos ante una
novela que no dudo en calificar de excelente, una obra merecedora de un alto en
el camino de la vida: grandes mundos, pequeños mundos… todos pasan. Con una
estructura que no se quiere innovadora—desplazamientos en el espacio, pero
sobre todo en el tiempo—, Ferrari es capaz de acercarnos a las razones por las
que emergen mundos de mundos que se hunden. La danza cósmica de Shiva,
que baila y en cada gesto, al destruir su posición anterior, hace sucumbir un
mundo para engendrar otro. La sabiduría encerrada en esta visión nos la ofrece El
sermón sobre la caída de Roma de manera concreta y palpable en la
trayectoria vital de sus personajes; es decir, Ferrari es capaz de darnos un
todo en el fragmento de unas vidas, que sólo quedan desubicadas cuando sus
mundos desaparecen.
El arranque de la
novela es magnífico:
Como
testimonio de los orígenes, como testimonio del fin, estaría esa foto tomada en
el verano de 1918 que Marcel Antonetti se obstinó en contemplar en vano a lo
largo de toda su vida para descifrar el enigma de la ausencia.
El mundo seguirá
cuando no estemos: ese mismo edificio, aquella calle, la alcantarilla que
pisamos sin darnos cuenta; pero el mundo estaba ya cuando nosotros no éramos
aún. Se nos ha dado un tiempo, es decir, un mundo, esto es, una vida; podemos
verla crecer como un prodigio pretendiendo ignorar que la alcanzará la
decrepitud y la muerte. Macel Antonetti, siempre enfermo, superviviente
imposible, siente cómo sus mundos van hundiéndose (hermosa esposa, muerta en
África, de la que uno podría enamorarse justo después de leer cómo la describe
Ferrari) y encuentra tal vez un placer malsano en ver fracasar a su nieto, al
caprichoso Matthieu, en la isla de la que ha huido pero que lleva dentro. El
pobre Matthieu, filósofo sin vocación, que se engaña a conciencia, intenta
edificar un mundo con su único amigo, Libero, hijo de la isla, también
filósofo, pero fracasado. Y contemplan con placer el mundo del que son
demiurgos, el paraíso que fabrican (no crean), su sueño realizado: Gratas,
Annie, Rym, Agnès, Izaskun, el brutalmente ingenuo Virgile… y Marcel. Su mundo,
un pequeño bar en Córcega, se eleva para acabar cayendo hasta la brutalidad más
obscena: excelente escena la del final del mundo, cuya noche era tranquila,
taladrada por el grito angustiado de Pierre-Emmanuel y la caída de Libero.
Ferrari tiene un pulso firme; nos conduce no adonde quiere, sino adonde la vida
de los personajes nos lleva: no es una novela tesis, sino un verdadero relato.
Una novela teológica, pues, en efecto, no son Dios (y mucho menos Dios),
sino dos demiurgos, y ya se sabe que éstos entienden que la materia es mala y
niegan así la salvación de la carne. Han dejado atrás, o quizás no han
alcanzado, no lo sé, la fe cristiana que ve la carne como irrupción de la
gloria. La finitud—el hecho incontestable y escandaloso de que somos mortales y
hasta Dios mismo ha pasado por la muerte—no es salvada sino por la
belleza, que nos lleva, como Kierkegaard quería, al límite de un
abismo, donde está el peligro, y donde nuestra condición finita está instalada.
Matthieu no entiende esto (y quizás al fin Judith lo salve llegando desde el
pasado); Libero, sí, pero se revela para perecer con el mundo que ha ordenado: el
mundo era vencido por las tinieblas y no quedaría nada de él. Como contrapunto,
el éxodo de Aurélie, la hermana de Matthieu, cuyo amor, sin embargo, no logrará
salvar a Massinissa, reducido a la nada por la burocracia ante la que no cabe
rebelión: existir es ser censado, tener papeles, un pasaporte… en un mundo,
claro.
Novela a
veces brutal, dura, que no niega la realidad ni traiciona nuestro mundo: no
plantea hipótesis, sino nos ofrece personajes vivos, que se rebelan un poco
contra el autor, pues ¿no merece Aurélie otro destino? Si todos tenemos lo que
merecemos, nadie lo tiene: el mundo es injusto y, sin embargo, salvo que
pertenezcamos a la estirpe de Alexis Kirilov o la del hermano de Aliocha, no
devolvemos el billete de entrada: nos lo arrebatan al final. El sermón sobre la caída de Roma da que
pensar por lo que cuenta y por cómo lo cuenta: por eso es una novela, y muy
buena.
¿Cuándo
sabemos que se hunde un mundo? Quizás sólo cuando naufragamos con él
manteniendo la lucidez, terrible, como Libero. Hay un pasaje del Génesis (sin duda un relato etiológico,
lo sé) en el que se dice:
ותבט אשׁתו מאחריו ותהי נציב מלח׃
Bueno, el hebreo tampoco debe
servir, así que
καὶ ἐπέβλεψεν ἡ γυνὴ αὐτοῦ εἰς τὰ ὀπίσω καὶ ἐγένετο στήλη ἁλός.
¿Tampoco el griego? El latín, ya lo sabemos:
Respiciensque uxor eius post
se, versa est in statuam salis.
¡Al menos el castellano !
Y su mujer [de Lot] volvió la vista atrás y quedó convertida en columna
de nada (elijo una traducción poco usual para στήλη ἁλός pegándome al hebreo נציב מלח. Acostumbra a traducirse por estatua de sal.).
Quizás sólo cuando giramos nuestro rostro y contemplamos
la desolación de lo que fue, como la mujer de Lot, se acabe un mundo dejándonos
a nosotros fuera del tiempo, pero no en la eternidad. Quien se vuelve al
pasado, ¿acaso no queda destruido y se convierte en señal de la nada de un
mundo inexistente? No me refiero a la memoria (dejemos para mejor momento al
Leteo), sino al empeñarse en vivir lo que no es, en volverse hacia atrás y
recuperar lo que fue: οὐδεὶς
ἐπιβαλὼν τὴν χεῖρα αὐτοῦ ἐπ᾿ ἄροτρον καὶ βλέπων εἰς τὰ ὀπίσω εὔθετός
ἐστιν εἰς τὴν βασιλείᾳν τοῦ Θεοῦ (lo digo así por fastidiar a todo aquel
que desprecia lo que desconoce, conste; quien no se lo merezca que lea nadie que pone la mano en el arado y vuelve
la vista atrás es digno del Reinado de Dios). Todo se está acabando siempre
(esperemos, entonces, que el acabarse conozca también su término) incluso antes
de comenzar. El insoportable Bécquer decía: nacer
es morir. ¿No es todo esto la experiencia judía y cristiana del tiempo? No
hay Gran Año, no hay Akitû, no hay ἀναγκή:
la finitud no se salva con su incesante retorno; pero el precio que pagamos por
semejante libertad es la finitud concreta (sí, a Virgile con la navaja en la
mano). A veces he pensado, casi de forma blasfema, que semejante libertad, tan
en la raíz de lo que existimos, es una forma de venganza, pues elegirás mal, y ya has elegido. Sin
embargo, ¿no es ésta la única forma de amar la carne? Hay un hermoso verso de Carlos Marzal:
Puestos a suponer, el único
consuelo
consiste en apuntar a lo
imposible,
consiste en apostar
por lo absoluto.
(de Resurrección, en Metales pesados).
Sí, quizás Matthie y Libero también
quieren que se restituya su carne. Yo quiero que se restituya la de quienes amo
y tal vez por eso, por el deseo, creo en lo imposible, que no es absurdo, sino
hermoso. Los mundos sucumben porque dejamos de amarlos (es decir, la vida duele
más sin huisqui).
Durante años mantuve una
conversación con algunas personas, vamos a llamarlos amigos, sobre dónde
estaban los bárbaros. Y no éramos capaces de encontrarlos (pese a la cantidad
de gente brutal que habitamos en nuestro mundo). Zubiri nos dejó dicho: los
griegos somos nosotros, y yo siempre me he sentido un poco bizantino, lo
confieso, porque prefiero discutir sobre el sexo de los ángeles a blandir una
herrumbrosa lanza que hiere la gloriosa carne humana. Leyendo a Ferrari he
pensado que nosotros somos los bárbaros,
nosotros penetramos en nuestros mundos, como Libero, y los destruimos con
minuciosidad.
Leamos, pues, El sermón sobre la caída de Roma con detenimiento; volvamos a la
novela, que fue premio Goncourt, y detengámonos en el abismo del poniente:
nosotros hemos nacido en el lugar en el que se pone el Sol; por eso arrastramos
una nostalgia infinita. Odiseo regresó a su patria; Abraham no lo hizo. En ese
filo se mueve con maestría Ferrari, pues quizás Matthieu cree regresar, pero
Libero sabe que es imposible. Leamos también Metales pesados.
Hay
grandes mundos y pequeños mundos. Todos son demasiado frágiles, pero no podemos
traicionarlos; quizás su belleza nos parezca frágil y fugaz, pero es lo único
que puede salvarnos. Dios mismo se ha marcado por una fragilidad
infinita y hecho carne se hizo tiempo, existencia. Quizás un leve giro de
cabeza sea suficiente para alcanzar el fin, pero lo que es ha sido preservado
por la belleza. En el fragmento contemplaremos la faz del todo.
Shalom.
2 comentarios:
No es oro todo lo que reluce:
http://www.diariodesevilla.es/article/ocio/1617998/la/llegada/los/barbaros.html
La literatura me apasiona muchísimo y soy de leer distintas cosas cuando tengo la oportunidad. Por eso quisiera conseguir informacion sobre distintos autores para poder leer cosas nuevas. Como pude comprar pasajes a roma me gustaría poder leer a autores de Italia
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