Infinitos eslabones
y 14
Hace algunos años, cuando mi vida era aún muy distinta y
salía de vez en cuando al campo, pero no a pastar sino a echar el día con mis
amigos, unos de mis hermanos, al que invité a venir un sábado, dibujó en su
rostro un casi perfecta expresión de felicidad al caer en la cuenta de que su
teléfono móvil no tenía cobertura. Lo había reflexionado antes de aquel
momento, cuando a unos de mis amigos, un viernes por la tarde, le sonó el busca
(mensáfono), aquel antiguo dispositivo que te ordenaba ir a un teléfono para llamar: era la forma de estar
localizable las veinticuatro horas del día. Los teléfonos móviles han
conseguido lo mismo, pero ahora no sólo son los médicos, sino que somos
prácticamente todos los que
permanecemos sujetos a una cadena de infinitos eslabones y, sin embargo,
creemos que la libertad es un constitutivo básico de nuestra relación con el
mundo.
He leído el
libro del filósofo y teólogos alemán de origen coreano Byung-Chul Han, La sociedad
de la transparencia, Barcelona, Herder, 2013. En enero de este año había
leído, también en Herder, la primera obra que se tradujo de él al español, La sociedad del cansancio, que me
pareció interesante, aunque no lo tuve por un libro que profundizase demasiado;
mas la razón era porque, como La sociedad
de la transparencia, el filósofo nacido en el año 1 a M (antes de mí, es
decir, en el 1959 d. C., el 2712 auc o 5720 de la Creación. Hasta hoy sólo
manejaba bien el calendario cristiano, el romano y el judío, pero va siendo
hora de darse importancia; bien pensado, debería decir 1 a V, pero la uve puede
confundirse con el cinco romano: por amor a la claridad lo sustituyo por el
mil, que también es un poco lioso; en fin, será mejor revestirse de humildad—si
me revisto, schrecklichen Engel, es porque estoy desnudo de ella—y volver al
calendario julio. Fin de este paréntesis estúpido), decía que Byung-Chul Han
había querido hacer un libro de corte divulgativo y que se acuesta más en su
estilo a los filósofos franceses, de los que bebe en abundancia, que a los germanos.
La tesis
del filósofo alemán, como la que cualquiera puede comulgar sin demasiadas
dificultades, es que la sociedad moderna es en buena medida una sociedad
pornográfica si por esto se entiende, como hizo Baudrillard, una sociedad donde
los individuos están expuestos. No es
que sean expuestos, sino que, dada la
configuración social, se exponen a sí mismos: pérdida, al menos aparente, de la
intimidad; un panóptico en el cual no se ejerce el control desde un único
punto; así era el panóptico de Bentham, modelo de cárceles y psiquiátricos: los
individuos permanecían aislados y sólo el observador, el poder, podía
controlarlos sin ser visto creando así la sensación de un control total y
permanente. En el nuevo panóptico el control adopta todas las perspectivas
posibles, pues los mismos individuos se ofrecen, en virtud de los nuevos
dispositivos tecnológicos, para controlarse mutuamente y ser controlados (me ven, pero también yo veo).
Supuestamente, reciben algo a cambio, ¿qué? El espejismo de la popularidad y
del reconocimiento público—los cinco minutos de gloria de los que habló Warhol,
es decir, basura.
Los
sistemas de control se han multiplicado en los últimos decenios: tarjetas
sanitarias, teléfonos y otros dispositivos móviles, tarjetas bancarias y comerciales,
, de transporte, cámaras en las calles, en los centros de consumo y ocio, en
los institutos... la red, que parece abarcarlo todo (los facebook, tuenti,
yahoo, google, youtube… toda la panoplia). Aceptamos sus condiciones, nos
rendimos, con un solo clic de ratón: nosotros mismos aceptamos ser controlados
no sólo por nosotros y los demás a los que observamos a cambio de ser
observados, sino por el poder, un poder que controla todas las perspectivas
(véase lo que ha hecho el País Sigla, y sólo alcanzamos a conocer una parte de
los mecanismos de control). Vivimos, sin embargo, en el espejismo de la
libertad, porque no podemos ponerle rostro al control y porque sus medios son
impersonales, mecánicos. Además, la frecuencia de los controles (el uso de las
tarjetas, por ejemplo, o las veces que pasamos delante de un cámara sin
percibirla) hace que no los percibamos como tales.
Todo el poder a Google. Al abrir una
cuenta de correo aceptamos (un solo clic casi inconsciente) la política de
privacidad de las compañías, mas la mayoría de nosotros no ha leído ni leerá
esas condiciones, maguer sabemos que las compañías los incumplen porque deben
obedecer los requerimientos de los gobiernos. Nos llega publicidad
personalizada: han leído nuestro correo.
Estamos sujetos a una cadena de infinitos
eslabones invisibles. Quizás alguno piense de este comentario, que pretende
recoger el espíritu de La sociedad de la
transparencia: “Otro alarmista, un apocalíptico más”. No digo que esté
equivocado; es posible: no siguen existiendo los arsenales nucleares, no hay
cientos de millones padeciendo hambruna, los polos no aceleran su desaparición,
el ozono ya no es ningún problema... Siempre es posible cerrar los ojos y
continuar como si nada hubiese sucedido. Sin embargo, dicho con modestia, me
parece que sería bueno pararse un instante (es muy difícil hacerlo, lo sé, en
una sociedad en la que la rapidez cuenta como virtud) y meditar sobre estos
asuntos: ¿no le estamos dando demasiado poder a las compañías? ¿No estamos
aceptando ser expuestos y convertirnos así en objetos de observación? Google,
Yahoo, Dropbox... son empresas cuyo objetivo básico es obtener beneficios; ¿no se lo estamos poniendo muy fácil
y nos estamos exponiendo, además, a sistemas de control ante los que no tenemos
ninguna defensa?
Alguien
dirá que nos prestan servicios gratuitos, pero ¿se ha visto alguna vez una
empresa que regale sus productos, un banco que regale sus créditos? Brecht
preguntaba: ¿”Qué es más delito: robar un banco o fundarlo?” Las grandes compañías
(comunicación, bancos, seguros) no pierden. Pagaremos todo esto con un recorte
real de nuestra libertad en el espejismo de la comunicación total. Tal vez
alguno de nosotros se crea más listo que la policía; pero hoy la cárcel no
tiene afuera: la construimos nosotros mismos en esa red a la que nos entregamos
al aceptar gustosos sus condiciones: ése es el nuevo panóptico del que nos
habla Byung-Chul Han, y no me parece que esté equivocado.
Llegados a
este punto, y como estoy en tal estado que si me para la guardia civil, me
quita todos los puntos del carné, cambiaré de tema pidiendo, con reverencia,
perdón a quien tenga estómago para leer mis torpezas (no es autoflagelamiento:
es el alcohol con el que cicatrizan mis heridas, amigo). Podría hablar, y
debería, del magnífico poemario de Alberto
Blanco, Hacia el mediodía¸ Valencia,
Pre-Textos, 2013, algunos de cuyos versos pueden emocionar; o tal veza de Ada Salas, de quien había leído ya una
antología (No duerme el animal o algo
así, perdónenme ustedes si no soy más preciso), Limbo y otros poemas, Valencia, también Pre-textos, 2013. Quizás del
último libro de José Corredor-Matheos,
Sin ruido, Barcelona, Tusquets, 2013,
en el que un poeta anciano, y que habla con dulzura, nos ofrece algunas
destellos capaces de iluminar como besos una noche triste. Tal vez debería
hablar de mis amigos: Celan, Baudelaire o del adolescente Rimbaud (al que amo con ternura y cuya
pierna de madera hace aflorar las lágrimas a mis ojos; algún día, si Dios
quiere, iré a rescatarlo al África donde aún respira). Bueno, debería hablar de
todo eso, porque merece la pena y ustedes, si están leyendo esta cosa, deberían
dejar de hacerlo y aplicarse en la lectura de esos buenos poetas. Aquí están
perdiendo el tiempo. Sin embargo, y puesto que yo me escucho, quiero hablar de
otro libro. He leído en el tren (el maravilloso Talgo y aquella biografía de
Agustín, publicada por Revista de Occidente, de Peter Brown, que compré en la Cuesta de Moyano, con librerías más acogedoras
que las bouquinistes des Quais de Seine,
y mira que prefiero París), en el avión, en el barco, y he leído mucho en los
bares, que acaban siendo mi segunda casa. De hecho, tengo la suerte de que me conozcan
algunos libreros, pero muchos más camareros con cuya conversación me honro.
Esta tarde, en Casa Santos, he leído el último libro de Jean Echenoz, 14 (trad.
de Javier Albiñana) Barcelona,
Anagrama, 2013. No se tarda más de una hora en leer sus escasas cien páginas.
Bueno, alguien pensará que no es gran cosa; pero no, porque para alguien como
yo, que debería haber nacido en otro lugar y otra época para dejar su vida en
la Gran Guerra, se trata de un libro tristemente hermoso: bien escrito (y
traducido, pese a algunas decisiones discutibles en la puntuación), frío y
profundo, pero a la vez tierno y distante. Puede parecer la historia de Anthime,
pero es mucho más que eso, porque Echenoz nos ha regalado en un puñado de
páginas el significado de la Gran Guerra, la Primera Gran Guerra. Quien haya
leído un poco sabe que esa guerra causó en las almas de los europeos un impacto
mucho mayor que la Segunda (pero no que los campos, conste), pues una
generación entera de europeos fue sacrificada en aras de… ¡ah! Los viejos
dioses, que exigen sacrificios ingentes de hombres jóvenes, de su inocencia;
viejos dioses coleccionistas de brazos y mandíbulas arrancadas, aquellos que
aman la muerte de los jóvenes guerreros y sonríen al ver una cruz mutilada… en
aras de nada. Pueden leerse los diarios del amigo Wittgenstein o Tempestades de
acero de uno que después modificó su exaltación guerrera. La Primera Gran Guerra
a la que nos sumamos arrastrados por los cantos de la Marsellesa, invocando la
Internacional o el Good save the Queen
(Churchill seboso, pero que después sería el único en estar de pie frente al
Demonio, Churchill, que ya había mandado disparar sobre los huelguistas después
de haber hecho carrera en África, aparece en Francia inventado un vehículo
blindado), aunque God save us all,
pero sólo a los nuestros (quizás aquí tengan sus lugar las lágrimas de Chenu), aquella guerra acabó enseñando
los dientes de una historia que es una catástrofe. Benjamin lo sabía y aunque acabase suicidándose en Port Bou, no
renunció a una esperanza: el fin de la historia más allá de la historia porque la
cancela (no como quieren los gringos: el fin de la historia dentro de la
historia; es decir, la consumación del capitalismo). Nunca regresamos de las
trincheras: esto nos dice Echenoz. O más bien: regresamos otros. Desde el primer
entusiasmo (pero ¿en qué dioses, Dios, en qué dioses?) hasta que Anthime
levanta su mano derecha, invisible por amputada, al son de la Internacional, la
novela recorre magníficamente todas las sensaciones que imaginamos, por las que
hemos llorado, y a las que no podremos volver pues la barbarie nos acostumbró
al horror. Quizás fue eso: el primer horror (de acuerdo: la Gran Armada, medio
millón de muertos, fue espantosa, pero la demagogia del Imperio supo
glorificarla. Aún hoy desenterramos a sus muertos), el espanto primigenio, tan
bien descrito en 14; permítame la
editorial citar un párrafo en el que cada palabra ha sido, lo diré así,
calibrada:
Fue entonces cuando, tras caer los tres
primeros proyectiles demasiado lejos y explotar inútilmente más allá de las
líneas , un cuarto proyectil de contacto de 105 más ajustado fue más efectivo en
la trinchera: tras seccionar al ordenanza del capitán en seis pedazos, algunos
de sus cascos decapitaron al agente de enlace, clavaron a Bossis por el pleno
en el puntal de una zapa, destrozaron a diferentes soldados bajo diferentes
ángulos y cercenaron longitudinalmente el cuerpo de un cazador ojeador.
Apostado no lejos de allí, Anthime vislumbró durante un instante, desde la masa
encefálica hasta la pelvis, todos los órganos del cazador ojeador abiertos en
dos como en una plancha anatómica, antes de acuclillarse espontáneamente en
falso equilibrio para intentar protegerse, ensordecido por el enorme estrépito,
cegado por los torrentes de piedras y tierra, las nubes de polvo y de humor,
mientras vomitaba de miedo y de repulsión sobre sus pantorrillas y en torno a
ellas, con las botas hundidas en el lodo hasta los tobillos.
Maravillosas
innovaciones técnicas, poco alentadoras desde
luego, Charles, porque llevan la huella dactilar de la muerte. Las generaciones
siguientes aprendimos a estar, ciegos, hundidos de sangre hasta la cintura. Non olet. Pobre Anthime, afortunado
Anthime de quien sus compañeros envidiaban
tan excelente herida, pues dejándole inválido conserva otro brazo y su
virilidad. Ah, yo soy Anthime, tú eres Anthime: yo soy la morsa, que diría Lennon, pero las sardinas no suben ya por la torre.
Una frase corta capaz de
condensar el tiempo: Volvía a ser domingo,
pero ¿cómo puede ser Sabbath sin shalom? Los pueblos se quedan primero sin
hombres, pero después sin mujeres ni niños; sin animales: brutal capítulo doce
para los hombres y los animales, pero los hemos olvidado. Se han callado todas
las campanas. ¿La solución? Fusilarse uno
mismo, lo entiendo, o la tercera solución, que encuentra sin querer
Arcenel, ya solitario porque todos sus amigos han sido devorados por el horror.
Tierno Arcenel, que en ningún momento se
había planteado buscarse amistades de recambio; iluso Arcenel que camina
rastreando los indicios de la primavera; feliz Arcenel a quien obligan a arrodillarse
y que ni siquiera ve al sargento alzar el sable y sólo lo oye gritar las
órdenes, la cuarta de las cuales era
fuego. Noble Arcenel ante quien desfila la tropa después de ejecutarlo.
Cruel inconsciencia la de Blanche, que reprocha al inválido Anthime que hubiese adelgazado. 14 está muy bien escrita, de verdad, y me ha conmovido. ¿Recordáis
los versos de Madzirov? Leedlos, por
favor, porque
Yo he visto sueños que nadie recuerda
y llantos en tumbas equivocadas.
He visto abrazos en un avión que cae
y calles de arterias todas abierta.
Yo vi volcanes más dormidos aún
que raíces de un árbol genealógico,
y vi también a un niño que no teme la lluvia.
Pero a mí no me vio nadie.
A mí nadie me vio.
No, los
hombres no hemos muerto en la guerra por falta de higeine, capitán Vayssière.
Busque otra excusa. Déjenos beber vino o huisqui, porque pese a que nos engaña,
ya sabemos que ninguno regresará. Usted nos ha dicho: regresarán todos ustedes a casa, pero no lo haremos, porque ya no
existimos. Es verdad que no lo admitimos hasta que el primer proyectil no
impactó cerca de nosotros y vimos de
nuevo a unos hombres taladrar a otros ante nuestros propios ojos. No
regresaré.
Reconoceré
delante del tribunal lo que se me exija; mas no por ello admitiré mi
culpabilidad; sólo los hechos: haberme engañado, haber creído que el olor a
geranios no era gas y haber jugado a las cartas borracho. Por estas razones—tan
válidas como cualesquiera otras—deben leer 14
(he tenido que corregir un inapropiado tuteo: les ruego que me perdonen).
Pueden también leer lo impreso en la contraportada; pero será mejor, créanme,
que lean a novela.
Siempre he
pensado que hubiese sido feliz en otra época, porque nadie me conocería. Es
mérito de Echenoz no sólo haber reconstruido una época, sino sobre todo un
sentido. Los agrimensores me habrán quitado, espero, todos los puntos de mi
carné; pero ahí está la carretera: la he recorrido solo y así permaneceré.
Ustedes no tienen por qué, pues tienes razones. Mas la rosa es sin porqué.
Y, si me lo
permiten, quizás no viene a cuento, pero el huisqui tiene razones que el
ordenador desconoce:
Y perdóneme no sólo por esto
que acabo de perpetrar, sino también por el estilo, las erratas y hasta por mi
innoble existencia.
Shalom.
2 comentarios:
Hace un año leí 14 de JEAN ECHENOZ. Efectivamente parece nada pero es un ejemplo de eficacia narrativa. El autor en sus obras siempre toma distancia, la de la cámara en el cine, huye el psicologismo. Hace unos meses asistí a una presentación del libro por el autor. Y volví a leerlo. Hay muchas claves en esta novela, y tambien citas cultas: Victor Hugo en las campanadas de alarma del inicio.
Es interesante descubrir que siempre hay ausencia: en la falta de sonido de las campanas, en la falta de padre, en la falta de brazo, en la falta de vista ...
Tengo mucho interés en este filósofo coreano.
tengo una duda... porqué las sirenas de las ambulancias no penetran en su habitación?
Publicar un comentario