domingo, 8 de septiembre de 2013

Richard Ford


La primera hoja de otoño


  
            Me despedía de mi madre cuando, por una de las ventanas abiertas del salón asomado a un pequeño parque con álamos blancos, se coló una pequeña hoja seca y fue a posarse como una estrella en el suelo de la casa donde mi madre se apaga. La hoja, con un leve resplandor verde entre sus tonos marrones, había sido arrancada de su rama por el viento de un día como el de ayer para ser llevada allí, al frío suelo de terrazo donde brillaba. Ha sido el primer brillo del otoño por llegar. Pretendía hablar de algunos libros Canadá, del pequeño volumen de Falque sobre el sufrimiento, del último Coetzee, que acabo de terminar, de Baile de máscaras o del encantador poemario publicado en Pre-Textos de Jane Kenyon; pero me he quedado pensativo: el día, el viento y las circunstancias. El otoño, la estación en la que me encuentro más a gusto, entraba por la ventana haciendo sólo un leve movimiento con uno de sus dedos: ¿era un saludo o una despedida?

            Todos los otoños, desde hace muchos, me pregunto lo mismo: ¿veré otro? A veces, parado en mitad del puente, miro los cambios de color del río, más visibles en estas fechas. También ahora los libros caen como hojas mientras las editoriales no dejan de anunciarnos novedades. Ford, Coetzee, de Vigan, Vargas Llosa… Aparecerán colgados de los estantes de las librerías y el tiempo se los llevará; salvo los críticos profesionales, ¿quién recuerda la lista de novedades del otoño pasado ahora que el nuevo está ad portas? El tiempo, mi querida amiga belga, no sólo es un gran escultor, sino que se lo lleva todo disolviéndolo en su poderosa corriente; pero incluso se llevará a sí mismo un día: ¿no es ésa nuestra secreta esperanza? No será necesaria la luz del Sol, dijo el vidente, mas mientras sueño oyendo las murmuraciones de mi propia cabeza, el tiempo avanza; bueno, no avanza, sino pasa. Bueno, no pasa, sino que nos hace pasar a nosotros mientras él sigue. Hay algo monstruoso en la idea de que otros ojos verán los mismos edificios cuando nosotros ya no estemos. En este mundo nada parece eterno y esto me deja el otoño recordándome las palabras de Jerónimo:

     De pronto vinieron a anunciarme la muerte de Pammaquio, de Marcela, la toma de Roma, la muerte de muchos de nuestros herma­nos y hermanas. Quedé consternado, desconcertado, estupefacto. De día y de noche, no pensaba en otra cosa y me creía cautivo con todos ellos, con esos santos. Anhelaba tener más luz sobre estos sucesos, dividido como estaba entre la esperanza y el desaliento. Me imponía mi parte de cruz por las desgracias del prójimo. Pero cuando se apagó la luz gloriosa del mundo, cuando fue tomada la capital de nuestro imperio, cuando en esa sola ciudad el universos entero y la civilización perecieron, «me callé, me humillé, no podía pronunciar una sola palabra y mi dolor se hizo más vivo; mi corazón se abrasaba y el fuego me inflamaba mientras meditaba» [...].
     No hay nada que no tenga término; los siglos pasados pasaron para siempre y es justo decir que todo lo que comienza debe pe­recer, todo lo que crece conoce la decrepitud y la muerte. No hay obra creada que la vejez no ataque y haga desaparecer. ¡Pero Roma! ¿Quién pudiera pensar que, edificada con las victorias alcanzadas en todo el mundo, se derrumbaría y sería la tumba de los pueblos que ella misma había dado a luz? Todas las orillas del oriente, de Egipto y de África están ahora llenas de sus hijos, fugitivos y esclavos. ¿Quién habría dicho que Belén la santa recibiría cada día, como mendigos, a hombres y mujeres antes nobles y ricos? ¡Ay! No podemos socorrerlos a todos, pero al menos lloramos con ellos y mezclamos nuestras lágrimas con las suyas.

Jerónimo, Prólogo al comentario de Ezequiel, en: Obras Completas, 5a, Madrid, BAC, 2006.

            Por cierto, aunque el Sermón original sea de Agustín, espero con verdadera curiosidad la edición española del último Premio Goncourt, que un buen amigo de Tánger ha leído en francés y me ha recomendado con fervor: Discurso sobre la caída de Roma, de Jérôme Ferrari, y que edita Mondadori (en ese papel de tan desagradable tacto que deja restos en los dedos, algo que me ha pasado con La infancia de Jesús).

           Hablaré, entonces, de la última novela de Richard Ford, Canadá, (Trad. de Jesús Zulaika, que ha hecho una magnífica labor), Barcelona, Anagrama, 2013. El norteamericano es suficientemente conocido como para andar presentándolo a estas alturas (si no me equivoco, no hace mucho publicó Anagrama un libro de ensayos, Flores en las grietas). La crítica reflejada en la faja y en la contraportada (vamos, la publicidad) exalta la obra como un clásico; pero, la verdad, empezaré rebajando las expectativas: no es para tanto. Sin duda, se trata de una novela que se deja leer e interesante (y uno no entiende por qué el autor debe disculparse por sus inexactitudes. Véase la nota introductoria) en la que la estructura de la narración juega un papel fundamental. En este sentido me ha parecido una novela tramposa. Comienza de manera abrupta:

     Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros padres. Y luego lo de los asesinatos, que vinieron después (pág. 13).

            Supongo que el estilo cuenta más que el argumento. La novela está dividida en tres partes desiguales en extensión. La primera, que ocupa más de la mitad de la obra, narra con minuciosidad los días anteriores y posteriores al robo de un banco; la vida un tanto inusual de dos adolescentes que viven con sus padres, y digo inusual porque la familia se siente permanentemente fuera de lugar. Quizás podríamos suponer otro tipo de relaciones antes de que el padre dejase el ejército; no obstante, la madre, un tema que parece obsesionar a Ford, está de alguna manera ausente. Si bien el comienzo me obligó a seguir leyendo, algo que sólo me pasa con las noveles que me gustan, después Canadá comenzó a hacérseme larga, no digo aburrida, por la reiteración y la escasez de información en lo que parecía ser un puro juego expresivo. A ratos las descripciones de Ford podrían calificarse de hiperrealistas y, por ello, me parecen falsas, pues el narrador mantiene sus recuerdos con una nitidez que va más allá de la fotografía. Suele decirse que Degas detestaba a los que salían al campo con sus caballetes pretendiendo atrapar la naturaleza: algo así ha pretendido conseguir Ford con su lenguaje. No hay un narrador omnisciente, pues el relato lo hace uno de los personajes, Dell Parsons, un adolescente en el tiempo narrado que escribe cuando está a punto de jubilarse, pero Dell parece conocerlo todo. De todos modos, es verdad que el paisaje, las situaciones y las conversaciones van perfilando con nitidez y sombras a los personajes; sobre todo al protagonista central, Dell Parsons, a través del cual se narran las transformaciones de la adolescencia en las que juega un papel importante su hermana melliza, Bermer. En la segunda parte, más liviana tal vez porque los personajes tienen una mayor densidad (especialmente Arthur Remlinger) y, siendo la acción lenta, por aquí y allá se dejan caer algunas reflexiones interesantes. Mildred, elegida por la madre para llevar a Dell a Canadá, dice despidiéndose del chico: No siempre podemos elegir nuestros comienzos. Éste quizás hubiese sido un buen título para la novela y ahora, cerca del otoño, también nosotros sabemos que en todo final se encierra enigmáticamente un comienzo. Poco a poco Dell va madurando y se atreve a hacer algunas preguntas, aunque habitualmente está fuera de juego porque no es capaz de adaptarse: recuerda de manera permanente de dónde viene y su realización, como parece quedar patente en la brevísima tercera parte, consiste precisamente en olvidar ese de dónde. Ford ha construido algunas escenas emotivas. En la primera parte, la visita de Dell y Berner a sus padres en la cárcel de Great Falls está narrada con una precisión capaz de hacer brotar ternura de algunos de los personajes y conmover al lector. Algo parecido sucede tras alcanzar Canadá al despedirse de Mildred o en el último encuentro con Berner. Sin embargo, el estilo narrativo de Ford en Canadá no conmueve porque el autor no ha querido conmover: nos ha colocado delante de un fresco para que nosotros saquemos nuestras conclusiones. En ocasiones hay una notable dosis de sabiduría escondida en conversaciones en apariencia triviales:

     Florence estaba pintando en medio de  la calle Manitoba. Lo que pintaba era simplemente la vista en línea recta de más allá de la oficina de correos desierta, y un par de casas allanadas y expoliadas al final de la hilera de locales comerciales […]. No entendía cómo aquello podía constituir un tema para pintar, ya que todo estaba allí mismo para cuando alguien quisiera mirarlo, y no era bello: nada parecido a las cataratas del Niágara […].
     - ¿Por qué pinta eso? […]
     - Oh—dijo Florence—, pinto cosas que me gustan, ¿sabes? Cosas que de otra forma nunca llegarían a ser bonitas (págs. 359s).

            En la tercera parte no hay ningún desenlace, pues en realidad la obra no tiene nudo ni lo necesita. Es bueno leer a Ford porque estamos acostumbrados a demasiada acción sin darnos cuenta de que, como dice el narrador, “aprendí que las cosas hechas sólo de palabras y pensamientos pueden convertirse en acto físicos” (pág. 461). Eso sí, me parece que el lector deberá tener paciencia y confiar en que el autor sabrá llevarle adelante. Al final, como me acostumbra a pasar con las novelas que me enganchan, deseaba que la narración no terminase. Por lo tanto, si Ford ha hecho alguna trampa, la ha hecho bien, ¿y no consiste precisamente en eso buena parte del talento para escribir novelas?

            Sí, es otoño aunque no ha llegado. Debería hablar de otros libros, de algún poemario y tal vez de un ensayo; sin embargo, dentro de poco saldré a pasear; pisaré la melancolía amarilla en las calles y pensaré en los bosques dorados de Cáceres. Después regresaré y tal vez se haya colado como una profecía una hoja de oro en la casa en la que con la lentitud del sol otoñal también yo me apago.


            Shalom.

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