La primera hoja de otoño
Me despedía de mi madre cuando, por
una de las ventanas abiertas del salón asomado a un pequeño parque con álamos
blancos, se coló una pequeña hoja seca y fue a posarse como una estrella en el
suelo de la casa donde mi madre se apaga. La hoja, con un leve resplandor verde
entre sus tonos marrones, había sido arrancada de su rama por el viento de un
día como el de ayer para ser llevada allí, al frío suelo de terrazo donde
brillaba. Ha sido el primer brillo del otoño por llegar. Pretendía hablar de
algunos libros Canadá, del pequeño
volumen de Falque sobre el sufrimiento,
del último Coetzee, que acabo de
terminar, de Baile de máscaras o del
encantador poemario publicado en Pre-Textos de Jane Kenyon; pero me he quedado pensativo: el día, el viento y las
circunstancias. El otoño, la estación en la que me encuentro más a gusto, entraba
por la ventana haciendo sólo un leve movimiento con uno de sus dedos: ¿era un
saludo o una despedida?
Todos los otoños, desde hace muchos,
me pregunto lo mismo: ¿veré otro? A veces, parado en mitad del puente, miro los
cambios de color del río, más visibles en estas fechas. También ahora los
libros caen como hojas mientras las editoriales no dejan de anunciarnos
novedades. Ford, Coetzee, de Vigan, Vargas Llosa…
Aparecerán colgados de los estantes de las librerías y el tiempo se los
llevará; salvo los críticos profesionales, ¿quién recuerda la lista de
novedades del otoño pasado ahora que el nuevo está ad portas? El tiempo, mi querida amiga belga, no sólo es un gran
escultor, sino que se lo lleva todo disolviéndolo en su poderosa corriente;
pero incluso se llevará a sí mismo un día: ¿no es ésa nuestra secreta
esperanza? No será necesaria la luz del Sol, dijo el vidente, mas mientras
sueño oyendo las murmuraciones de mi propia cabeza, el tiempo avanza; bueno, no
avanza, sino pasa. Bueno, no pasa, sino que nos hace pasar a nosotros mientras
él sigue. Hay algo monstruoso en la idea de que otros ojos verán los mismos
edificios cuando nosotros ya no estemos. En este mundo nada parece eterno y
esto me deja el otoño recordándome las palabras de Jerónimo:
De pronto vinieron a
anunciarme la muerte de Pammaquio, de Marcela, la toma de Roma, la muerte de
muchos de nuestros hermanos y hermanas. Quedé consternado, desconcertado,
estupefacto. De día y de noche, no pensaba en otra cosa y me creía cautivo con
todos ellos, con esos santos. Anhelaba tener más luz sobre estos sucesos,
dividido como estaba entre la esperanza y el desaliento. Me imponía mi parte de
cruz por las desgracias del prójimo. Pero cuando se apagó la luz gloriosa del
mundo, cuando fue tomada la capital de nuestro imperio, cuando en esa sola
ciudad el universos entero y la civilización perecieron, «me callé, me humillé,
no podía pronunciar una sola palabra y mi dolor se hizo más vivo; mi corazón se
abrasaba y el fuego me inflamaba mientras meditaba» [...].
No hay nada que no tenga
término; los siglos pasados pasaron para siempre y es justo decir que todo lo
que comienza debe perecer, todo lo que crece conoce la decrepitud y la muerte.
No hay obra creada que la vejez no ataque y haga desaparecer. ¡Pero Roma!
¿Quién pudiera pensar que, edificada con las victorias alcanzadas en todo el
mundo, se derrumbaría y sería la tumba de los pueblos que ella misma había dado
a luz? Todas las orillas del oriente, de Egipto y de África están ahora llenas
de sus hijos, fugitivos y esclavos. ¿Quién habría dicho que Belén la santa
recibiría cada día, como mendigos, a hombres y mujeres antes nobles y ricos?
¡Ay! No podemos socorrerlos a todos, pero al menos lloramos con ellos y
mezclamos nuestras lágrimas con las suyas.
Jerónimo, Prólogo al comentario de Ezequiel, en: Obras Completas, 5a, Madrid,
BAC, 2006.
Por cierto,
aunque el Sermón original sea de
Agustín, espero con verdadera curiosidad la edición española del último Premio
Goncourt, que un buen amigo de Tánger ha leído en francés y me ha recomendado
con fervor: Discurso sobre la caída de
Roma, de Jérôme Ferrari, y que
edita Mondadori (en ese papel de tan desagradable tacto que deja restos en los
dedos, algo que me ha pasado con La
infancia de Jesús).
Hablaré, entonces, de la última novela de Richard
Ford, Canadá, (Trad. de Jesús Zulaika, que ha hecho una
magnífica labor), Barcelona, Anagrama, 2013. El norteamericano es
suficientemente conocido como para andar presentándolo a estas alturas (si no
me equivoco, no hace mucho publicó Anagrama un libro de ensayos, Flores en las grietas). La crítica
reflejada en la faja y en la contraportada (vamos, la publicidad) exalta la
obra como un clásico; pero, la verdad, empezaré rebajando las expectativas: no es para tanto. Sin duda, se trata de
una novela que se deja leer e interesante (y uno no entiende por qué el autor
debe disculparse por sus
inexactitudes. Véase la nota introductoria) en la que la estructura de la
narración juega un papel fundamental. En este sentido me ha parecido una novela tramposa. Comienza de manera
abrupta:
Primero contaré lo del atraco que cometieron
nuestros padres. Y luego lo de los asesinatos, que vinieron después (pág.
13).
Supongo que
el estilo cuenta más que el argumento. La novela está dividida en tres partes
desiguales en extensión. La primera, que ocupa más de la mitad de la obra,
narra con minuciosidad los días anteriores y posteriores al robo de un banco;
la vida un tanto inusual de dos adolescentes que viven con sus padres, y digo inusual porque la familia se siente
permanentemente fuera de lugar. Quizás podríamos suponer otro tipo de
relaciones antes de que el padre dejase el ejército; no obstante, la madre, un
tema que parece obsesionar a Ford, está de alguna manera ausente. Si bien el
comienzo me obligó a seguir leyendo, algo que sólo me pasa con las noveles que
me gustan, después Canadá comenzó a
hacérseme larga, no digo aburrida, por la reiteración y la escasez de
información en lo que parecía ser un puro juego expresivo. A ratos las
descripciones de Ford podrían calificarse de hiperrealistas y, por ello, me parecen falsas, pues el narrador mantiene
sus recuerdos con una nitidez que va más allá de la fotografía. Suele decirse
que Degas detestaba a los que salían al campo con sus caballetes pretendiendo
atrapar la naturaleza: algo así ha pretendido conseguir Ford con su lenguaje. No
hay un narrador omnisciente, pues el relato lo hace uno de los personajes, Dell
Parsons, un adolescente en el tiempo narrado que escribe cuando está a punto de
jubilarse, pero Dell parece conocerlo todo. De todos modos, es verdad que el
paisaje, las situaciones y las conversaciones van perfilando con nitidez y
sombras a los personajes; sobre todo al protagonista central, Dell Parsons, a través
del cual se narran las transformaciones de la adolescencia en las que juega un
papel importante su hermana melliza, Bermer. En la segunda parte, más liviana
tal vez porque los personajes tienen una mayor densidad (especialmente Arthur
Remlinger) y, siendo la acción lenta, por aquí y allá se dejan caer algunas
reflexiones interesantes. Mildred, elegida por la madre para llevar a Dell a Canadá,
dice despidiéndose del chico: No siempre
podemos elegir nuestros comienzos. Éste quizás hubiese sido un buen título
para la novela y ahora, cerca del otoño, también nosotros sabemos que en todo
final se encierra enigmáticamente un comienzo. Poco a poco Dell va madurando y
se atreve a hacer algunas preguntas, aunque habitualmente está fuera de juego
porque no es capaz de adaptarse:
recuerda de manera permanente de dónde viene y su realización, como parece
quedar patente en la brevísima tercera parte, consiste precisamente en olvidar
ese de dónde. Ford ha construido algunas escenas emotivas. En la primera parte,
la visita de Dell y Berner a sus padres en la cárcel de Great Falls está narrada
con una precisión capaz de hacer brotar ternura de algunos de los personajes y
conmover al lector. Algo parecido sucede tras alcanzar Canadá al despedirse de
Mildred o en el último encuentro con Berner. Sin embargo, el estilo narrativo
de Ford en Canadá no conmueve porque el autor no ha querido conmover: nos ha
colocado delante de un fresco para que nosotros saquemos nuestras conclusiones.
En ocasiones hay una notable dosis de sabiduría escondida en conversaciones en
apariencia triviales:
Florence estaba pintando en medio de la calle Manitoba. Lo que pintaba era
simplemente la vista en línea recta de más allá de la oficina de correos
desierta, y un par de casas allanadas y expoliadas al final de la hilera de
locales comerciales […]. No entendía cómo aquello podía constituir un tema para
pintar, ya que todo estaba allí mismo para cuando alguien quisiera mirarlo, y
no era bello: nada parecido a las cataratas del Niágara […].
- ¿Por qué pinta eso? […]
- Oh—dijo Florence—, pinto
cosas que me gustan, ¿sabes? Cosas que de otra forma nunca llegarían a ser
bonitas (págs. 359s).
En la
tercera parte no hay ningún desenlace, pues en realidad la obra no tiene nudo
ni lo necesita. Es bueno leer a Ford porque estamos acostumbrados a demasiada
acción sin darnos cuenta de que, como dice el narrador, “aprendí que las cosas hechas sólo de palabras y pensamientos pueden
convertirse en acto físicos” (pág. 461). Eso sí, me parece que el lector
deberá tener paciencia y confiar en que el autor sabrá llevarle adelante. Al
final, como me acostumbra a pasar con las novelas que me enganchan, deseaba que
la narración no terminase. Por lo tanto, si Ford ha hecho alguna trampa, la ha
hecho bien, ¿y no consiste precisamente en eso buena parte del talento para
escribir novelas?
Sí, es
otoño aunque no ha llegado. Debería hablar de otros libros, de algún poemario y
tal vez de un ensayo; sin embargo, dentro de poco saldré a pasear; pisaré la
melancolía amarilla en las calles y pensaré en los bosques dorados de Cáceres. Después
regresaré y tal vez se haya colado como una profecía una hoja de oro en la casa
en la que con la lentitud del sol otoñal también yo me apago.
Shalom.
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