jueves, 18 de octubre de 2012

Antony Flew (y Richard Swinburne)


¿QUÉ HARÍA UN ANALFABETO CON UNA BIBLIOTECA?




En el comienzo de mi acercamiento a la Teología está, no tengo dudas al respecto, la exégesis bíblica y, especialmente, la del Tanak (Antiguo Testamento) porque la Historia Antigua de Israel comenzó a apasionarme a los dieciséis años (entonces, no vayan ustedes a creer, no era una edad muy temprana). Ha hablado en otras ocasiones del padre Roland de Vaux, Martin Noth, Bright, Albright y, como suele decirse, toda la pesca. La reconstrucción arqueológica del pasado me sigue pareciendo arrebatadora; por ejemplo, las disputas en torno a la (imposible) anfictionía israelita son un modelo de capacidad crítica, aunque ahora los nuevos historiadores (pienso en el italiano Liverani, pero también el exégeta Ska) hayan echado por tierra muchas de las construcciones que se hicieron en los años cincuenta y sesenta. Junto a la exégesis se fue abriendo camino, no de manera insospechada, la filosofía, porque ya en COU me sedujo no sólo el profesor de la asignatura, que me hizo pasar ratos inolvidables, sino aquel austríaco tan personalísimo al que conocemos por Ludwig Wittgenstein. Lo primero que leí de él fue una selección que se había publicado en Alianza; el libro, aún lo tengo por ahí, mostrada el rostro permanentemente espantado y maravillado de Wittgenstein, que miraba hacia ninguna parte con los brazos caídos. ¿Quién no ha oído el famoso dictum “"Wovon man nicht sprechen kann, darüber muß man schweigen” (“de lo que no se puede hablar, debe callarse”)? Un tiempo después leí en Adorno que no había escuchado sentencia más antifilosófica, pues precisamente la filosofía tiene como misión llevar al lenguaje lo indecible. Más tarde llegaría la alegre compañía, me refiero al amigo Hegel cuya lectura me dio tantas satisfacciones precisamente por el esfuerzo que me supuso (aquel viejo El concepto de Religión editado por FCE). Por una parte, yo estaba familiarizado con el mundo bíblico en el que me sentía como en mi casa; por otra, la filosofía (y la teología fundamental, claro está, aunque de esto no fui consciente hasta más tarde. El hecho es que siempre me he considerado teólogo) tiraban de mí hacia este mundo y el ateísmo no me parecía tanto un reto cuanto una cuestión que merecía la pena ser pensada porque podía purificar los conceptos de Dios (para hacernos llegar a Dios), porque era una posibilidad real y por la dignidad de aquellos que lo pensaron. Siempre defendía la necesidad de una lectura teológica del ateísmo. Confieso que L. Feruebach nunca me impresionó, porque su argumentación me parecía—lo diré con palabras del divertido polaco Kolakowski—aventurera. Nunca he acabado de comprender el peso de la acusación de antropomorfismo, pues evidente (Pero Grullo nos los enseñó) que los hombres piensan al modo humano y, consecuentemente, proyectan su subjetividad en todo lo real no pudiendo ser esa proyección un argumento en contra de la existencia de lo real, sino una invitación a la precaución en nuestro acercamiento a la realidad. Confieso que La esencia del cristianismo  me parece un maravilloso ejemplo de quehacer teológico. La crítica de Marx me parecía, a mis dieciocho años, verdadera si se la contextualizaba históricamente, pero en ella no veía yo (y nadie con sentido común lo hará) una crítica a la idea de Dios, sino a la religión en cuanto organización institucionalizada. Para colmo, las prognosis de Marx resultaron equivocadas (pues, entre otras cosas, el proceso de secularización no parece compatible con la necesidad de mantener la religión como forma de alienación). Nietzsche siempre estuvo ahí, desde mi primera lectura de El Anticristo del que memoricé párrafos enteros; admito sin rubor que no me parece digno de pensar hoy un concepto de Dios que no haya atravesado el fértil desierto nietzscheano; al fin y al cabo siempre he creído que Nietzsche fue cristiano de otro modo y que será emocionante hablar con él. Freud me hizo reír muchas veces, aunque reconozco la profundidad de muchos de sus análisis (pero la tesis del origen de la religión por el sentimiento de culpa provocado por el asesinato primordial del padre de la primera horda humana es tan graciosa como incoherente). A Sartre nunca lo tragué, y no sólo por su comportamiento con Camus, que me mordió con fuerza y me condujo directamente a los brazos de Dostoiesky, quien después de leer a Hegel en Siberia rompió a llorar e imaginó a Aliocha. Sin embargo, por el camino se me había cruzado el Círculo de Viena y el positivismo lógico; respiré con Popper, y de esta manera llegué a lo que sí supone un interesante reto (pues así estaba planteado): el desafío lanzado por el sagaz A. Flew en su reutilización de la parábola de Widsom (que, para hacer más entretenidas las cosas, era psicoanalista). Ese camino me llevó a Hare, Plantinga, Hick, Mitchell, Allen, McPherson, Swinburne y otros muchos cuyos nombres se han ido borrando de mi memoria con el tiempo. Entendía yo que al desafío de Flew había que plantarle cara en su propio terreno; en pocas palabras, se busca de acuerdo con lo que se quiere encontrar por lo que la argumentación me parecía (y aún creo que lo es) circular: presuponía precisamente lo que pretendía demostrar. Me sentía sin duda más cerca de Wittgenstein (tan pascaliano) que a Plantinga y sus turps de sufrimiento. El Dios de muchos teístas me parecía, precisamente, Dios y no Dios. Y como siempre he recordado el memorando de Pascal sobre el Dios de Abraham, me parecía que el ateísmo podía servir—y sirve de hecho—para estar más humildes ante nuestro Dios (y esto, conste, sin que nunca haya abjurado de la razón, sino precisamente porque la respeto enormemente. Lo que algunos llaman el sacrificum intellectus me parece directamente abominable y blasfemo. Y si con las palabras se quiere decir otra cosa, ¡por favor!, cambiad las palabras). Aún recuerdo a mi profesor de Metafísica I argumentando contra Pascal de modo tan convincente como ineficaz. Con los años estas inquietudes, o entretenimientos si se prefiere, se fueron desdibujando y mi atención intelectual (aunque parezca dudoso el hecho de que alguien como yo pueda tener tal cosa) pasó a un problema que no me ha abandonado nunca: la irrelevancia actual de la idea de Dios. He dedicado muchas horas de mi vida a pensar este problema en muchas de sus vertientes. Y aún las dedico. Adorno y Horkheimer me enseñaron una senda que tal vez, sin que yo fuera consciente, apuntó Heidegger; éste me condujo a los franceses, especialmente a Levinas (cuyas Lecturas talmúdicas me siguen pareciendo imprescindibles), a los hermeneutas y a otra mucha gente entre la que debo señalar especialmente a M. Henry. De vez en cuando me llegaban los ecos de la antigua polémica suscitada por Flew y caían en mis manos algunos libros, que leía pero ya sin la pasión de mis primeros años. Ciertamente, muy pronto fui consciente de que en nuestra sociedad no tiene cabida la fe, que vive en las grietas, pero tampoco el ateísmo sensato. Es la sociedad del fácil agnosticismo (tan feble como la defensa que hizo de él en un librito que no pasará a la historia el Viejo Profesor, la Víbora con gafas, como lo bautizó Alfonso Guerra). Por eso llamó mi atención el surgimiento de lo que se ha dado en llamar nuevo ateísmo: ¿era posible en la situación de principios del milenio un debate? Leí el libro de Dawkins (se han vendido millones de ejemplares), pero no encontré ningún argumento relevante, sino la consabida denuncia de los males de la religión. Lo diré con palabras duras: tuve la impresión de que era un insulto a la inteligencia. Nadie negará que la religión, como toda realidad tocada por los seres humanos, sea ambigua; pero el problema, me temo, no está ahí. El fundamentalismo cristiano (me horroriza esta expresión) es nefasto y nefando: quien niegue la evolución. niega un hecho y es, perdón por la dureza, estúpido, aunque ya sabía san Agustín que el número de los estúpidos era incontable; también lo es el fundamentalismo de los que se niegan a discutir (y que tienen, de hecho, unos conocimientos muy limitados de filosofía y teología). El famoso libro de Hitchens es una brillante exposición de los prejuicios del autor; si uno quisiera rechazar el ateísmo invocando a Stalin, yo desde luego no me lo tomaría en serio. Por eso no me puedo tomar en serio ese best seller (para colmo, el autor es un periodista y ya sabemos qué se puede esperar de éstos).

Y he aquí que suceden novedades. Hace poco tiempo llegó a mis manos la obra de Richard Swinburne, ¿Hay un Dios?, Salamanca, Sígueme, 2012. Le leí con atención; me pareció interesante y una demostración de cómo reformular viejos argumentos (en realidad, Swinburne insiste una y otra vez en el carácter teleológico de lo real y eso, no cabe duda, es interesante). Me quedaron reservas, pues no comparto su identificación entre el dios de las tres grandes religiones monoteístas. No creo que Dios sea Dios, dicho sea con todo respeto. Sin duda, las fes judía y cristiana se dan la mano en el acercamiento a Dios, pero considero que la fe musulmana es otra cosa. Mi respecto por Dostoiesky, pero también por Camus, Nietzsche y otros me impulsan a pensar que en buena medida el Dios del teísta Swinburne no es Dios (él me rebatiría, sin duda, con una reducción al absurdo, pero el argumento resultaría ineficaz porque ahí no me muevo en el plano de la lógica vacía). Y ayer llegó a mis manos un libro que nunca imaginé ver: Antony Flew, Dios existe, Madrid, Trotta, 2012. Ya sabía que el filósofo londinense había cambiado de opinión. Aún recuerdo el revuelo que se formó y algunos comentarios despectivos. Sin embargo, que el ateo más reconocido del siglo XX cambiase de opinión dice mucho de su integridad intelectual y, a la vez, denuncia la estupidez y el resentimiento, ¡ay, amigo Nietzsche!,  de los que buscaron en su cambio de opinión razones espurias. Sin duda, lo mejor de Dios existe es la primera parte: en ella Flew narra de manera amena su negación de lo divino. Los argumentos que ofrece en la segunda parte merecen, por lo menos, ser sopesados; pero me asaltan las mismas dudas que con la obra de Swinburne. Pero debe subrayarse que ambos se han tomado el trabajo de pensar, que no falsean los datos ni citan a los científicos falsificándolos (como hizo Dawkins, y que conste contra él). Flew ha procedido con una admirable honestidad intelectual, porque no ha renunciado a la razón (a la que nunca se debe renunciar). Sólo por eso merece la pena leer Dios existe; pero además quien venga de donde yo, pasará un rato formidable, y lleno de recuerdos, con la agilidad mental de uno que—ésa es mi esperanza—ya estaré en plena discusión con Hume y su negativa a admitir el principio de causalidad.

Shalom.

[Por cierto, el título recoge una nueva parábola de Flew quien, dicho sea de paso, es bastante bueno en eso de las parábolas filosóficas: da que pensar]



2 comentarios:

Lector-Aprendiz dijo...

...haría simplemente decoración de interiores.

Lector-Aprendiz dijo...

...No, no soy un robot: tengo sentimientos.