lunes, 14 de junio de 2010

Jacob Presser

   יעקב

            El campo de tránsito de Westerbork se encontraba al noroeste de Holanda, muy cerca de la frontera alemana. Por este campo pasaron más de cien mil judíos destinados a los campos de exterminio de Polonia y Alemania. Leyendo a Ana Frank y, sobre todo, a Etty Hillesum (i) había tenido noticia de la realidad del campo de Westerbork. Se trataba, como he dicho al principio, de un campo de tránsito: los allí detenidos culminaban su viaje en el horror de Auschwitz, Sorbibór y Bergen-Belsen fundamentealmente. Por lo tanto, los trenes jugaron un papel fundamental en el extermino de las miles de personas que pasaron por Westerbork: “Pero, naturalmente, el transporte llega siempre. Un reloj puede pararse, el tren no”. Esta frase se encuentra en el libro del que quiero hablar aunque sea sucintamente: Jacob Presser, La noche de los girondinos, Barcelona, Barril & Barral , 2010. Presser, procedente de una familia judía, nació en 1899  en Amsterdam. Se doctoró en 1926 y durante años fue profesor de Historia en la Universidad. Durante la ocupación alemana tuvo que ocultarse y vivir en clandestinidad; su esposa, sin embargo, fue detenida y después de pasar por Westerbork fue enviada a Sorbibór donde fue asesinada. Había sido alumna de Presser en el Liceo de Amsterdam y nuestro autor le dedicó un poemario titulado Orpheus, que por desgracia no está disponible en español (ii). Después del final de la Segunda Gran Guerra Presser, siguió publicando libros de carácter histórico; en 1941 había publicado bajo el nombre de un amigo un ensayo sobre la guerra contra la ocupación española; en 1946 volvió a publicar, curiosamente, un estudio sobre Napoleón; pero rindió finalmente cuentas a su historia personal con la publicación en 1958 de La noche de los girondinos, que obtuvo el premio Van der Hoogt concedido a la mejor obra de creación.

            Se trata de un relato. El protagonista, profesor en un liceo, consigue engancharse en el grupo de los protegidos del Westerbork, el Servicio de Orden (SO), la policía judía del campo que controla a los encerrados y se encarga de llenar cada mañana el tren que parte hacia Alemania. Ha conseguido el trabajo gracias a la intercesión de un alumno cuyo padre, Cohn, es el “rey de Westerbork”; en realidad, el esbirro de los alemanes para los que hace el trabajo sucio. Se trata de sobrevivir: de no aparecer en la lista para el tren, porque eso supone la muerte. Salen a la luz las miserias de los que, obligados tal vez por las circunstancias, se colocan del lado de los verdugos; pero también aparece la compasión y la ternura de los que eligen seguir siendo humanos.

            Un libro breve de apenas cien páginas, que se leen de un tirón. Quizás por esa continuidad son impactantes (iii); por eso y por el aire que destilan. Westerbork fue un campo que mantenía una dualidad: población permanente y de tránsito. Lógicamente, todos querían permanecer en el campo, que tenía su cabaré, sus músicos y sus humoristas del absurdo (iv). Todo esto queda retratado en La noche de los girondinos; esto y la crueldad de los que prefieren sus perros a las personas, de los que son capaces de cualquier cosa para sobrevivir—endurecerse, actuar sin compasión, cerrar los ojos a la bestialidad... Hay un antitipo de Cohn, el rabino Hirsch, quizás un simple moré (guía), pero verdadero maestro. El protagonista hubiese hecho bien en llamarlo “mi maestro”, rabí. Hirsch no sólo es humano en medio de la inhumanidad, sino que conserva sentido del humor y de la transcendencia, dos verdaderos baluartes para salvaguardar la propia condición humana, pero también la de los demás (v). El relato de Presser es también el del rescate de la propia dignidad y sólo por eso merece la pena leer La noche de los girondinos, que, por cierto, está magníficamente editado.



            Ilustran este comentario, amén de la fotografía de Presser (el de la izquierda), imágenes de la vida del campo de Westerbork. Siempre que veo imágenes como éstas me siento conmovido pensando en el desgraciado destino de estas personas. No es la misma sensación que me produce ver las viejas fotografías de algunos miembros de mi familia a los que ni siquiera llegué a conocer. No es algo más extraño y duro, que tiene relación con el tiempo y la crueldad de los seres humanos.
             Por cierto, es Jacob la palabra que encabeza esta entrada, porque “a partir de este momento te devuelvo tu auténtico nombre, Jacob” (pág.125).

(i)     La vida de Etty Hillesum sería merecedora de una amplia reflexión. Me gustaría hacer referencia a los dos libros que he leído sobre ella. El primero: Etty Hillesum, El corazón pensante de los barracones. Cartas, Barcelona, Ed. Anthtopos, 2001. El segundo es una magnífica biografía escrita por Paul Lebeau, Etty Hillesum. Un itinerario espiritual. Amsterdam 1941-Auschwitz 1943, Santander, Ed. Sal Terrae, 2000.


(ii)   Orfeo será siempre un maravilloso tema de amor (y, por eso, es tipo de Cristo, que también descendió a los infiernos “para sacar a los que allí estaban”). El enamorado capaz de descender al Hades para acompañar a su amada, Eurídice, superando todas las pruebas.

(iii)  Pienso que la extensión de los libros desempeña un papel no despreciable en el impacto que tienen sobre nosotros. Pero como tiempo y espacio son relativos, diré que el impacto depende del tiempo que les dedicamos: no es lo mismo leer Bomarzo en un par de días que hacerlo en dos meses. Lo he referido en otra ocasión: me “embomarcé” allá por 1977 y en un par de días la genial novela de Mújica Láinez (el mérito es, si lo hay, tener tiempo libre). Eso supuso una inmersión total en el mundo de la novela. La primera vez que me ocurrió tal cosa fue unos años antes, tal vez en 1973, con El tercer ojo al que siguió la lectura de El médico de Lhasa, si mi flaca memoria no me falla. Realmente , floté en mis sueños y recorrí varias calles tal como describió Lobsang Rampa—tal fue el poder de sugestión del libro. Lógicamente, antes me había sucedido con los libros de aventuras, fundamentalmente con el detective francés que tenía un dos caballos trucado y que daba “paseos higiénicos bajo la lluvia”, y con el indomable Sandokán, verdadero Tigre de Malasia. Lo mismo me ha ocurrido muchas veces; recuerdo haber leído en una noche las Memorias de Adriano (¡qué bien escribe Yourcenar y qué bien escribe Cortázar!); haberme sumergido por completo en Los hermanos Karamazov y en otras de Dostoyeski; Guerra y Paz me hizo perder la noción del tiempo al igual que Los miserables.¿Quién no se ha perdido en Los gozos y las sombras? Caso aparte serían mis encuentros y reencuentros con Camus y Kafka... En cualquier caso, es cierto que los libros nos ofrecen otra experiencia del tiempo.
(iv)  “A Los Hugonotes. ¿No se te había ocurrido? ¿Y sabes por qué? Esto me lo enseñó mi pobre padre, que siempre decía: a mí dadme Los Hugonotes. Una delicia de ópera, una verdadera delicia. Los protestantes y los católicos matándose y un judío componiendo la música. ¿Queréis algo más” (pág. 94) Una buena bocanada de humor.
(v)   ¿No es el el yíddish un alemán con sentido del humor? ¿O no es más bien el alemán un yiddish al que se le ha quitado el sentido del humor? Quizás estos sean exageraciones, pero conviene tener en cuenta las reflexiones de Steiner y las de Kempeler sobre la perversión del lenguaje.

Shalom.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy interesante, muchas recomendaciones. No sé por dónde empezar.

Carlos