domingo, 24 de junio de 2012

Orlando González Esteva


ויקח יהוה אלהים את־האדם וינחהו בגן־עדן לעבדה ולשׁמרה׃
(El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín del Edén, para que lo guardara y lo cultivara)


            La capacidad de contemplar la belleza consiste tal vez en estrenar ojos nuevos cada mañana. Hubo un tiempo antes de la historia en que el Eterno tuvo a bien crear al hombre. Fue la primera vez que un adulto era a la par un recién nacido y, así, contemplaba todo con ojos nuevos, los ojos de Adán, que no sólo se sorprendían al ver la hilera de hormigas, sino que también brillaban con la primera luz de la primera mañana. Hizo Adán así una experiencia realmente divina: verlo todo y verlo hermoso, bueno, nuevo.  La luz no había cumplido años aún y todo lo inauguraba porque lo envolvía todo y en todo se reflejaba. Acaso la mirada del poeta es exactamente ésa: la mirada de Adán. Quizás ésta es la razón por la que el Nazareno exigió al anciano Nicodemo que naciera de nuevo: ἀμὴν ἀμὴν λέγω σοι, ἐὰν μή τις γεννηθῇ ἄνωθεν, οὐ δύναται ἰδεῖν τὴν βασιλείαν τοῦ Θεοῦ (¿sabes que te digo? Si uno no nace de nuevo, no será capaz de ver el Reino de Dios). Nicodemo necesitaba no una prótesis como la mía (las gafas sin las que casi no soy ya), sino sus ojos, pero de recién nacido. Concluyo gustosamente mis insensateces diciendo que para un nuevo mundo en éste (una aproximación exacta al significado de Reino de Dios) son imprescindibles los poetas. Quien tenga el oído fino escuchará de fondo una melodía antiplatónica.

            Todos sabemos que el existen dos relatos de la creación en el Génesis; el primero, atribuido tradicionalmente al redactor sacerdotal (P), se compuso en una época cercana al exilio en Babilonia (aunque contiene, sin duda, material muy antiguo profundamente reelaborado); el segundo se atribuye al yahvista en una fecha que no puede ser muy lejana al reinado de Salomón [2]. Pese a la distancia cronológica que los separa, podemos leerlos como una unidad: Adán—hecho de tierra, de ahí su nombre—lleva en sus entrañas el viento de Dios que lo empuja. ¿Hacia dónde? Ignoro cuánto tiempo vivió en el Jardín del Edén, entre los cuatro ríos, pero quizás fueron miles de años, pues el trabajo de nombrar lo que existe es largo y ni siquiera nosotros, sus descendientes, lo hemos concluido, mas no se trata de hacer catálogos, taxonomías o clasificaciones, no. Aquí poner nombre es lo contrario de encasillar. Desde hace muchos años pienso, tal vez al hilo del verso de Juan Ramón, que Dios es aquel para el que cada realidad tiene su nombre propio: poner nombre es inaugurar mundos. Por eso es tan difícil, tan complicado y no se debe dejar en manos de nadie que no sea poeta. Ésta es una de las razones por las que las nuevas palabras son a menudo espantosas, porque se han dejado en manos de técnicos, agrimensores, psicólogos o incluso periodistas. Aquel que es capaz de ver con ojos nuevos lo que existe en su maravillosamente infinita variedad puede nombrar. Y ser nombrado es llegar a la existencia, advenir; por eso sólo nos puede llamar realmente por nuestro nombre quien nos ama.

            Quiero para mí unos ojos como los de Adán cuando despertó frotándose la nariz porque el Eterno le había insuflado su viento. Sin embargo, el Génesis, cuyo redactor humano no estaba presente en el momento exacto del suceso, ignora la primera conversación entre Dios y cada uno de nosotros. Una fuente fidedigna e infantil me ha facilitado no las primeras palabras (puesto que se pronunciaron en un idioma que hasta mi informador desconoce), sino la primera pregunta formulada por Adán pocos siglos después: ¿Qué es esto que me obliga a abrir los ojos? Hay dudas sobre la respuesta del Eterno, pero mi fuente sostiene que fue la siguiente: El resplandor de la belleza .

            Fue dicho de manera precisa: οὐδὲ βάλλουσιν οἶνον νέον εἰς ἀσκοὺς παλαιούς (no se vierte el vino nuevo en odres viejos). Hay gente que se empeña en mirar lo nuevo con ojos viejos y, claro, no es capaz de reconocer nada que tenga sentido. Un cierto tipo de educación torna a los individuos ciegos para lo nuevo de manera que no ven nada inteligible en un arte nuevo. ¿Quién no ha oído “eso lo hacen hasta los niños”? Esta frase se pronuncia con desprecio y, además de desacreditar a los infantes, pone en evidencia que sólo se tienen ya ojos antediluvianos incapaces de captar el brillo de la belleza. Encasillar, fijar la vida, es tan accesible como nefasto: un intento vano de detener el tiempo y una manera de no comprender (y no es necesario ser Bergson para entender esto). Hay que nacer de nuevo para aprender a mirar de nuevo y esta hermosa tarea es para cada día.

            Todas estas ideas, si merecen tal nombre, me vinieron a la cabeza junto con otras más descabelladas al leer el título de un muy hermoso libro de Orlando González Esteva, Los ojos de Adán, Valencia, Pre-Textos, 2012. Al escritor cubano, nacido en 1952 y que se ha establecido entre México y Miami, lo conocía por un poemario estremecedor, ¿Qué edad cumple la luz esta mañana?, editado el 2008 por FCE [1]. Podría decir muchas cosas sobre Los ojos de Adán, mas no creo que ninguna le hiciera justicia al tiempo que me ha regalado. González Esteva tiene una sensibilidad cabal y su prosa, tan fluida como llena de ritmo, nos hace viajar a otros mundos en éste y, más importante si cabe, nos da la posibilidad de sonreír mirando este hermoso mundo con unos ojos nuevos.

            Shalom.

[1] Y que debe andar perdido entre los anaqueles de mi casa. Para mi desesperación estuve buscándolo casi una hora, pero no conseguí dar con él. Al final el desorden armonioso, almacenado en mi frágil memoria, conseguirá que ponga orden entre los libros para poder encontrarlos. Sin embargo, semejante orden, marcial y bibliotecario, me produce cierto rechazo, pues mientras sumergido en la búsqueda de un libro, tropiezo con otros perdidos en los corredores infinitos de mis olvidos.

[2] De hecho, puede ser entendido como una crítica velada a la política de alianzas del hijo de David. En el primer relato aún se oye el eco de la voz de Ti’amat, la terrible diosa del Enûma Elîsh; pero el redactor la ha transformado en el tehôm, el abismo sobre el que se cierne el Viento de Dios. Sin embargo, la finalidad del relato sacerdotal parece ser la justificación del descanso sabático, que sólo se produce cuando el Eterno queda agotado tras la creación de la primera pareja humana.

domingo, 17 de junio de 2012

Respuesta


UNA ORACIÓN POR LA BELLEZA
postscriptum

            Habitualmente no respondo a los escasos comentarios que algunos amables lectores hacen a las entradas de la gacetilla. No es por falta de respeto ni interés ni de tiempo, sino porque no me parece que sea el lugar para dar réplicas. Sin embargo, en esta ocasión la pregunta de mi amigo anónimo me anima a reflexionar un poco más; pero antes de seguir quiero agradecer a Ángel su comentario: sólo un buen lector se percata de los detalles y me siento honrado por ello. También quiero agradecer a Píramo Tisbe no sólo su comentario y oferta, sino también su aprecio de la mitología latina.

            La pregunta es: ¿lo feo nos hunde? Imagino que corre en paralelo a la cuestión que me hizo reflexionar: ¿la belleza nos salva? Y aquí una marca de significado: hundir no parece antónimo de salvar e incluso podríamos pensar, recordando a Nietzsche, que algunos se hunden como camino para que llegue lo nuevo. Por lo tanto, para evitar confusiones replantearé la pregunta de la siguiente forma: ¿lo feo nos condena? Soy consciente de que hundir lo usamos habitualmente para referirnos a aquellas realidades que nos quitan vigor y vida, a las que nos sometemos porque nos sentimos incapaces de permanecer en pie. Y si me lo permite, jugaré un poco con imágenes, pues salvar es siempre dar vida; mientras que condenar es actuar como agente de la muerte (por este simple hecho es impensable que Dios condene a nadie). Ahora bien, la vida, tal como la conocemos y la podemos imaginar, acontece como movimiento y crecimiento; hemos de pensar la muerte, en consecuencia, como su contrario: rigidez y parálisis. En este sentido me parece que podemos pensar la belleza como un poderoso viento—ein Wehn im Gott. Ein wind, decía Rilke—que llena nuestras velas cuando tenemos el arrojo de desplegarlas. Y no hay dos velas idénticas: a cada cual la belleza nos impulsará en una dirección y velocidades diferentes precisamente porque la diferencia es la marca de la vida. Recuerdo ahora un hermoso verso de León Felipe, que me atrevo a citar  de memoria pidiendo perdón al poeta y a los que esto lean por los posibles errores:

Nadie fue ayer,
ni va hoy,
ni irá mañana
hacia Dios
por este mismo camino
que yo voy;
para cada hombre guarda
un rayo nuevo de luz el sol…
y un camino virgen Dios.

            No podemos confundir nuestras velas ni con el viento ni con su fuerza; aun más, es posible que alguno de nosotros no tenga velas, sino alas y en ese caso su destino será muy otro, más alto. El viento seguirá ahí, aunque el individuo no sea capaz de abrir sus velas. Ese impulso es vida, una vida que se puede rechazar porque τὸ πνεῦμα ὅπου θέλει πνεῖ, καὶ τὴν φωνὴν αὐτοῦ ἀκούεις, ἀλλ᾿ οὐκ οἶδας πόθεν ἔρχεται καὶ ποῦ ὑπάγει (el viento sopla donde quiere: oyes su rumor, aunque ignoras de dónde viene y adónde va) y ese no saber puede provocar miedo. Los individuos parecen preferir el orden estricto de la rutina e incluso crean sus propias rutinas para evitar pensar, para no ver la gloria del mundo [1]. Consecuentemente, la belleza salva si nos dejamos mover por ella: un cometa debe colocarse contra el viento para elevarse. Lo recuerdo perfectamente: siendo niño, durante los meses que pasaba con mi padre en el barco, algunos buenos marineros nos hacían enormes cometas de caña y papel grueso. Nos colocábamos en popa (pues supongo que el viento soplaba de proa; lo cierto es que nunca volé una cometa desde proa) y soltábamos la pandorga con su cola, que se elevaba majestuosa y a la que yo con mis débiles manos procuraba sujetar. Muchas cometas se perdieron y nunca como en alta mar he sentido la fuerza del viento.

            Sin embargo, es posible temblar al sentir la fuerza del viento y recoger las velas, replegar las alas; es decir, reservarse, no salir a la mar. Esto es una forma de parálisis: aferrarse a lo que se es por temor a cambiar. Quizás es una forma de muerte. Aún no es el reino de la fealdad, pero empieza a ser una ausencia de fuerza (vir), que según Agustín se esconde en todo mal. Cabe, como dije, un paso más que consiste en detener el viento: apagarlo. Pablo recordaba a los tesalonicenses: τὸ πνεῦμα μὴ σβέννυτε (que puede traducirse perfectamente por no calméis el viento, no apaguéis el espíritu). Ahí estamos en presencia de ese afán nihilista producto a veces del miedo o las más de las veces de la brutalidad. Una sociedad que exalta la brutalidad ya ha caído al abismo y tal vez sólo la belleza podría salvarla.

            Si el viento—la belleza—mueve y crea, la fealdad paraliza y destruye. Como Nietzsche creía (aunque en la dirección equivocada, según demostró Scheler) el resentimiento es una poderosa motivación para la destrucción. El siglo XX ha sido, para nuestra desgracia, un testigo privilegiado de semejante resentimiento, que se ha expresado tanto en los totalitarismos como en el capitalismo y los fanatismos de diversa índole. La devaluación de la belleza ha sido una manera usual de protegerse de su fuerza, pues ella nos impulsa siempre hacia el futuro, de donde viene Dios. Ésta es una de las razones por las que detesto una pura lectura arqueológica de las obras de arte y la mentalidad museística, ya que en ella se pretende enterrar la vida que nos otorga la belleza. El capitalismo tardío ha devaluado incluso el significado primario de la palabra y casi nadie la entiende ya en el primer sentido que tuvo en nuestra historia y que aún, por fortuna, queda como primera entrada del DRAE: Propiedad de las cosas que hace amarlas, infundiendo en nosotros deleite espiritual. Esta propiedad existe en la naturaleza y en las obras literarias y artísticas. Semejante definición es ya una protesta contra lo que habitualmente se nos vende como belleza.

            Si hacemos el mundo feo—con nuestro vocabulario, con nuestra manera de ser, de mirar o hasta de vestir—estaremos condenándolo. El Génesis nos dice que vio Dios lo que había hecho y le pareció muy bueno, muy hermoso. Esa belleza está inscrita en el corazón de los hombres, ya como capacidad creativa o contemplativa, que llevan en sí la fragilidad del bien.

            Agradezco a mi amigo anónimo que me haya inspirado estas palabras y espero que le sean de alguna utilidad.

            Por último, y de paso, si tienen un ratito libre pueden leer con deleite una magnífica parábola de apenas sesenta páginas: Max Beerbohm, El farsante feliz. Un cuento de hadas para los hombres cansados, Barcelona, Acantilado, 2012. Estoy convencido de que disfrutarán de un rato agradable.

            Shalom.

[1] Estoy firmemente convencido de que la mejor traducción para la palabra hebrea כבוד (kabôd) se traduce mejor por belleza que por gloria. Los LXX la vertieron al griego como δόξα y eso ha dado pie a numerosas confusiones. El célebre texto de Hebreos ὃς ὢν ἀπαύγασμα τῆς δόξης καὶ χαρακτὴρ τῆς ὑποστάσεως αὐτοῦ se traduce con más sentido diciendo que es replandor de su belleza e impronta de su ser.