miércoles, 12 de junio de 2013

Neuman, pero no sólo Neuman

CON PRISAS Y DISCULPAS


            ¿Debo pedir disculpas? Curiosamente, ese dis- significa negación, pero eso implicaría que tengo culpas que negar y, desde luego, las encuentro en mí, pues no soy de ésos—admirables seres cargados de una brutal inocencia—que no se arrepiente de nada: cuando me doy un cabezazo contra el muro, retrocedo, pero no para volver a arremeter, sino, más culpablemente, para cambiar la dirección de mis pasos. Por lo tanto, debo disculparme con dos corresponsales—una italiana y otro argentino—a los que no he respondido, maguer es cierto que no podía contestar cabalmente a sus preguntas. Espero que mis disculpas sirvan de algo para alguien.

           
Tendría que hablar de muchos libros, porque llevo mucho tiempo sin visitar mi gacetilla. Este abandono es involuntario, pues otras urgencias me han entretenido y me entretienen aún regalándome un poco de felicidad y algunas buenas dosis de angustia. ¿Por dónde comenzar? Por las librerías: en la Muy Leal Ciudad ha abierto una nueva librería, Birlibirloque, que lleva con mano certera Almoraima. Sita en la calle Cervantes, 12, han tratado los propietarios de crear un espacio agradable, una librería con fondo y en la que no se encuentran las novedades al uso. Además, han organizado en la librería diferentes encuentros con escritores, lecturas compartidas y otras actividades que hacen de Birlibirloque algo excepcional en la ciudad. Fui a la presentación del último libro de Andrés Neuman, No sé por qué y Patio de Locos, Valencia, Pre-Textos, 2013. Fue un rato agradable en el que Braulio Ortiz Poole, que ejerció de presentador de la novedad editorial, desgranó algunas de las ideas del libro, amén de caer rendido a los pies de Neuman, un libro que se quiere poesía y es, sin embargo, prosa hecha trocitos. Se trata, en realidad, de dos obras o, como se dijo en el acto, de la cara A y B de un vinilo: la primera es en cierto sentido más personal, pero también más liviana (y menos poética, todo debe ser dicho). En la segunda, Neuman nos lleva de la mano por un patio de locos; bueno, más bien quien nos conduce es el narrador, un personaje más en una obra coral y, a mi humilde entender, más cercana al cuento que a la poesía. Ha prescindido el autor de los signos de puntuación (menos de las exclamaciones e interrogaciones, lo cual parece mostrar la insuficiencia en el manejo del recurso), algo que hace la lectura más compleja y entretenida. Debo subrayar que el autor leyó algunas páginas con indudable maestría (algo no tan común) y con grandes dosis de simpatía. También debo admitir que, pese a no entusiasmarme, No sé por qué y Patio de Locos me han dado algún momento de dicha.  Deseo la mejor andadura a Birlibirloque, pues en estos tiempos de penuria sus dueños han tenido el coraje de apostar por la cultura en una ciudad como ésta. No es poco. Dos botones de muestra del libro:



No sé por qué miro más a los pájaros
cuando apenas caminan
que cuando levantan el vuelo
bajo este sol de trapo los árboles declaran
un pájaro terrestre
es un hermano
casi




20

cuando duermo no sé si estoy durmiendo
se angustia el loco rubio
¿a ti también te pasa?
yo en cambio dice el loco de la muleta rota
yo nunca estoy seguro de cuándo me despierto
el celador no para de roncar
al fondo de la noche en la tiniebla
se escucha ¡escarabajo!

            Han caído en mis manos otros libros de poesía y, aunque no tengo tiempo para hablar de ellos con largueza; aunque de poéticas diferentes, cada uno me ha emocionado por diferentes motivos. Empezaré por la ganadora del XIII Premio de Poesía Joven “Antonio Carvajal”, Laura Casielles, Los idiomas comunes, Madrid, Hiperión, 2010. No citaré el poema que más me ha gustado—dejo la adivinanza a quien lo lea—, sino otro también muy hermoso, lleno de ritmo y con una verso final espléndido:

MODO DE EMPLEO

Estuve al borde del cinismo.
Afilé mis palabras,
cultivé alusiones,
desgrané tristezas.
Casi pensé
que era importante un gesto impenetrable
y hacer como si el dolor fuera asunto de risa.

Pero no.

Hay que acariciarse los ojos.

También nosotros necesitamos amor para ser valientes.

            Anteriormente, Casielles había publicado Soldado que huye (por cierto: la muy amable Almoraima está buscándolo, cosa que le agradezco), y espero que a no mucho tardar la asturiana nos deje más muestras de su talento poético. Merece la pena leerla.

            Precisamente en Birlibirloque encontré el poemario de Rosa Romojaro, Poemas de Teresa Hassler (Fragmentos y ceniza), Madrid, Hiperión, 2006, que fue ganador del XII Premio Jaén de Poesía. Libro hermoso y lleno de nostalgia, capaz de enternecernos con algunos de sus versos haciéndonos compartir esa tristeza del tiempo, que nos arrastra. Volvemos la vista atrás unos instantes para ser tocados por los recuerdos de nuestra juventud: están ahí, cercanos e inalcanzables como las estrellas:

VIAJE DEL AMIGO

Que la tarde no acabe,
que la luz permanezca
hasta que tú regreses.

Que no lleguen las sombras
y traigan el momento
en que sueles volver.

No sea que el corazón,
acostumbrado
a latir con el tuyo en silencio,

abandone mi pecho para ir a buscarte.

            En otra ocasión, si el tiempo lo permite, hablaré de otros tres hermosos poemarios. El primero lo compré porque el título reproducía un verso de Wordsworth, que también dio título a un maravilloso libro de C. S. Lewis. Me refiero la obra de Ángel Rupérez, Sorprendido por la alegría, Madrid, Bartleby Editores, 2013. No me resisto, lo siento:

PLACE DE VOSGUES
(años después)

Imaginemos un interior sereno como el de las casas
que bajo la lluvia aluden a cadencias musicales,
con la exactitud de las notas y la vaguedad de las cosas.
Place de Vosgues, París, muchos años después.
Alguien escribe y en la terraza el sol rehace
lo inalcanzable mientras las ensoñaciones triunfan,
la bebida dura exageradamente y nada se agota.
¿Por qué escribe? Necesita ser palabras
que se acercan a lo que no comprende y descubrir
con ellas la plenitud que acaricia desde joven,
la inmaterialidad del tiempo, apresado en las cadencias
parsimoniosas de la luz del sol, esparcida como un diamante
en las chapas de las mesas y disuelta como caramelo
en los labios que sorben con asombro la cerveza
antes de decretar el fin del tiempo, la nueva eternidad.
Ha vuelto para estar cerca de ese acto soñado
en el que ese hombre siente y piensa la plenitud
y alza su existencia y sus palabras se cargan
con la verdad de siglos y has el sol las saluda
con entusiasmo al enhebrar en sus hojas sus reflejos.
Su cima se aproxima al resplandor que en el día de hoy
atraviesa los haces de lluvia y es digno de ella su trabajo
y su sueño es recompensa y también premio.
Al cabo de los años ha vuelto a la plaza para eso.
Quería saber si persistía el tesón, la lámpara, la fe,
el hombre solitario cuyo afán reconozco en la luz
que proyecta su alma sobre el ama que busco en esta plaza.

            El Sol en las arcadas de la plaza, la vivienda del novelista y la arena, llena de piedras en mitad de todo mientras los niños corren hacia el infinito verde de las praderas: en pie el recuerdo de lo que nos hizo, que no volverá sino en lo que hoy somos. Place des Vosgues.

            Y ahora debería hablar de los otros dos poemarios, pero no lo haré. Quedo una vez más en deuda. Otras cosas cayeron en mis manos. Sí, claro: leí la última novela del incomparable Álvaro Pombo, Quédate con nosotros, Señor, porque atardece, Barcelona, Destino, 2013. Planeta ha dejado clara una cosa: no estaba dispuesta a editar en buen papel y nos ha ofrecido uno desagradable al tacto, rasposo y tacaño, un ápice miserable. Ahora que estamos en retroceso los compradores de libros y algunos sedicentes lectores prefieren el pseudolibro electrónico, Planeta nos hace el favor de darnos papel de ínfima calidad; eso sí, certificado como ecológico. Lo importante: Pombo recupera el pulso después del Nadal, hermoso premio, y escribe cada vez más oralmente; supongo que dicta, y se nota. No me ha parecido una de sus grandes novelas, pero se lee con interés, aunque la ambientación del monasterio no me está demasiado conseguida. Tiene el santanderino el mérito de hablar de asuntos serios, que no aburridos, en un mundo cada vez más acostumbrado a discursos febles. Cayó en mis manos hace unos meses la novela de Joseph Roth, Los cien días, Madrid, Pasos Perdidos, 2012, que casi no es Roth. Dividida en dos partes, me parece una novela fallida si se la compara con otras del mismo autor: el expresionismo cede su lugar a lo histórico y este hecho me produjo una pequeña zozobra de la que aún no me he recuperado. Irène Némirovsky, El malentendido, Barcelona, Salamandra, 2013, es una novela con los temas característicos de la autora francesa; la leí casi de un tirón—es breve—y con placer porque Némirovsky tiene una capacidad de observación muy minuciosa y en los gestos, los objetos e incluso en la naturaleza nos ofrece una caracterización asombrosa de los personajes.

            Y también he leído otras cosas: arte, teología, estética… Sólo quiero mencionar, para terminar, la obra de Leonid A. Uspenski, Teología del icono, Salamanca, Sígueme, 2013, que hace un recorrido reposado por el significado de la iconología para la Ortodoxia mostrándonos a la vez que mucha de la estética producida en los dos últimos siglos, Balthasar lo sabía, no es sino teología secularizada. Hay algo en la belleza que es puro reflejo de Dios. Merece la pena dedicarla unas horas.


            Y ahora sí: debo pedir disculpas por lo escrito que no hace honor a la calidad de los autores. Leed a los poetas, porque os harán mejores y, por favor, disculpad la pobreza de mi discurso.

             Shalom.

lunes, 6 de mayo de 2013

Teatro: Albert Camus


SÍ: ES ALBERT CAMUS




He ido al Lope de Vega; es decir, he ido teatro. Lo digo con una emoción contenida, porque si la televisión me aburre soberanamente y el cine nunca es del todo lo que espero, el teatro es vida. Sin ningún remordimiento diré que ningún espectáculo se parece tanto a la felicidad como el teatro y siempre he creído en aquello que los griegos llamaban κάθαρσις sucedía realmente en el teatro. Porque, repito, el teatro es vida. Por eso me resulta imposible ocultar mi alegría cada vez que veo a unos actores, abnegados muchas veces, moverse por las tablas, incluso torpemente. Sin embargo, no ha habido torpeza en la obra de cuya representación quiero hablar. Seamos lógicos y comencemos por el principio:

Autor: Albert Camus.
Obra: El malentendido (¡como el libro de la Némirovsky que ayer por la noche comencé a leer!).
Versión: Yolanda Pallín.
Dirección: Eduardo Vasco.
REPARTO: Cayetana Guillén Cuervo (Marta); Julieta Serrano (la madre); Ernesto Arias (Jan); Lara Grube (María); Juan Reguilón (el anciano criado).
MÚSICOS: Alba Fresno (viola de gamba) y Scott A. Singer (acordeón).
EQUIPO ARTÍSTICO: Carolina González (escenografía); Lorenzo Caprile (vestuario); Miguel Ángel Camacho (iluminación); Eduardo Vasco (espacio sonoro y vídeo); José Luis Massó (ayudante de dirección); Paloma Parra (ayudante de iluminación); David Sueiro (diseño del cartel); David Ruano (fotos).
EQUIPO TÉCNICO: Manuel Horno (regidor); Ivana Linares (sastrería, maquillaje, peluquería); Laura Zamudio (maquinista); Paloma Parra (técnico de luces); Arsenio Fernández (sonido y vídeo).

Quien me conozca sabe que siento una debilidad natural por la persona que fue Albert Camus a quien tengo por modelo de honestidad intelectual en una época difícil. Y no sólo por Combat. También por la polémica con Sartre y la revista por éste dirigida, por su posicionamiento respecto a la descolonización de Argelia y a la situación europea, su desafección por la política totalitaria de la URSS, coa que le costó una excomunión laica… Hay muchos motivos para admirar a este existencialista hastiado. Estrenada en 1944 y escrita, posiblemente, ese mismo año (hay un atisbo del argumento, basado tal vez en un hecho real, en El extranjero), el contexto histórico podría ayudarnos a entender el profundo sentido de la obra en su época; pero ¿y hoy? ¿Tiene el teatro de Camus vigencia en el presente? La obra ha sido montada como un doble homenaje, pues este año se cumple el centenario del nacimiento de Camus (Mondovi, Argelia, 7 de noviembre de 1913) y, además, Cayetana Guillén Cuervo lo ha convertido en un homenaje a su padre, recientemente fallecido. Bastarían estos dos datos para asumir cierto sentido a la representación, pero como espectadores debemos ir un poco más lejos.

El argumento nos pone delante a un hombre maduro que regresa del Sur al hogar materno, en Bohemia, para reencontrarse con su madre y su hermana, que regentan una pensión, a las que abandonó mucho tiempo atrás. Desea conocerlas, ver cómo les ha ido en la vida, informarse para ayudarlas y hacerlas felices. Por eso, en contra de la opinión de su esposa, María, decide hospedarse sin revelar su identidad. Pero su madre y Marta, su hermana, aceptan clientes para asesinarlos y robarles. La fatalidad quiere que Jan acabe como un cliente más del albergue.

La dirección ha hecho el montaje con una sencillez extrema: sólo tres muebles (una mesa baja, un banco largo, y una mesa que hace de cama) para concentrarse en el texto. Hasta aquí bien, aunque durante la representación tuve alguna vez la sensación de que todo era demasiado pequeño (la mesa de la recepción) y que el banco cortaba en exceso el escenario, pues obligaba a movimientos excesivos. Se han suprimido las pausas quizás con la intención de no dar descanso al espectador y acorralarlo en el angustioso texto. Los actores han respondido muy bien a la supresión de cualquier intermedio o pausa. El Lope de Vega no tiene mala sonoridad (he acudido a muchas representaciones y puedo dar fe), pero Marta y la madre, en varias ocasiones, especialmente durante la primera parte, se alejaban tanto del público, a veces volviéndose de espaldas, que sus voces perdían no sólo intensidad sino inteligibilidad: la escuchaba, pero no las oía. Quizás este efecto pudiera deberse también al cansancio de las voces o sea un recurso con el que se nos obligaba a sumarnos a la incomunicación última entre los personajes, aunque esto me parecería una justificación más que un recurso. El montaje contribuye al efecto de angustia, buscado sin duda en el texto, con la proyección de imágenes en blanco y negro (vídeos, pero casi fotos fijas): la mar triste (pese a que su nombre convoca la alegría) y el lecho turbio y frío de un río. La música, que inaugura la obra y la cierra, es un lamento en apariencia sin sentido y, por eso mismo, mi espíritu se revolvía entre angustiado y perplejo; me parece que ha sido un acierto, pues tanto las imágenes como la música contribuyen a la creación de un clima claustrofóbico e irrespirable del que el espectador desea salir y, sin embargo, no puede. De esta manera, la clausura de nuestro mundo cabe sí mismo está muy bien conseguida y para alguien como yo significa abiertamente un mundo privado de sentido como el que hemos producido en los últimos decenios. Por último, una referencia al vestuario: ha conseguido reforzar con sencillez los rasgos de los personajes, desde el negro de los músicos—ajenos a la representación salvo cuando Marta acaricia la cabeza de uno de ellos en el desenlace—hasta el gris mortecino de Marta y su madre pasando por el suave tosa de la blusa de María.

El peso de la obra lo lleva sobre sus espaldas Cayetana Guillén Cuervo, que creció a medida que avanzaba la representación. El final le dio la posibilidad de explorar las posibilidades dramáticas, bien resueltas, de una desesperación que se quiere absoluta, pero no lo es en cuanto que aún reclama el cariño de la madre suicida: en esos momentos la actriz actúa rondando la perfección. Julieta Serrano acierta en su caracterización y, no obstante, la ambigüedad reflejada en el texto no encuentra un eco del todo certero en su gesticulación, a veces excesiva. Dicho esto, también es de justicia decir que su voz sabe dónde poner exactamente los acentos y en eso reside buena parte de su magnífico trabajo. Ernesto Arias es quien, sin duda, debió encontrar mayores dificultades con el texto, pues la caracterización a través de los diálogos lo convierte a la vez en una persona segura e insegura, preocupada, pero distante. El actor supo responder a estos retos y consiguió dar la redondez que el personaje requería. Lara Grube está espléndida en la primera parte, pues acertó a transmitir entusiasmo y amor. Al final, al bordear la desesperación en el enfrentamiento dialéctico con Marta, perdió, según mi modestísimo parecer, un poco de fuelle, tal vez porque su personaje es plano y el tono dramático parecía impostado frente a la dura frialdad natural de Cayetana Guillén. Juan Reguilón, en el papel de un dios ausente salvo para negar su auxilio, cuadra su actuación, que no es sencilla: sus gestos acompañaban perfectamente la indiferencia que aparece en el texto de Camus. En fin, un elenco excelente de actores: consiguieron angustiarme, hacerme reflexionar y, finalmente, obligarme a escribir estas palabras.

Sin embargo, en el teatro también existe el público, ¡ah, el público de la Muy Heroica y Leal Ciudad! Ciertamente, es injusto generalizar (porque, entre otras cosas, también yo era público); pero cuando uno acude a un lugar en el que es la autoridad—según palabras de aquel tipo curioso que perdió un brazo por culpa inventada de un perro siberiano, quizás un lobo de ojos azules y dientes afilados—debe comportarse con dignidad. Lo cual significa: apagar el teléfono móvil, no hablar (y menos en voz alta), procurar no toser ni levantarse durante la representación… Y todo esto aconteció. Maleducado público, mediocre público, ¿quién se atreve a llamar público a esta gente? ¡Banda de tosedores y desmemoriados que no apagan sus estúpidos teléfonos! ¡Manada de charlatanes de la peor especie! Plebe más que público. Los actores no se merecían la descortesía de semejante auditorio; pero en esta ciudad magnífica nos hemos acostumbrado a que en mitad de un concierto salte la infame musiquilla de un móvil, a que en la celebraciones litúrgicas (Dios no usa teléfono: lo sé de buena fuente) algunos simulen hablar con el Altísimo en mitad de la consagración porque quieren responder al móvil (no, no pueden esperar cinco minutos los desalmados). La claque cumplió su misión (de joven, yo mismo conseguía entradas empleándome de claque) y el mismo público maleducado se levantó para aclamar a los actores: tened cuidado de quienes recibís las alabanzas, pues el número de las gentes con mal gusto es incontable.

Y sí, finalmente, respondo con un sonoro sí: el teatro de Albert Camus sigue teniendo vigencia en nuestro mundo. Siendo la obra más sartriana de las que escribió—un existencialismo arrojado a la muerte según el estilo francés y no el alemán—consigue enfrentarnos con la dura realidad de la frustración de nuestros sueños. Temas plenamente camusianos de la primera época—el Sol, la mar brillante, la vida exuberante, los cuerpos jóvenes tostados al sol y brillantes de agua como en un lienzo de Sorolla—se concentran en un duro contraste con la fragilidad de la existencia y de un mundo condenado al fracaso: Jan ni siquiera es dueño de su destino y la felicidad de María queda truncada de forma cruel. Podemos olvidar la clausura de nuestro mundo, podemos divertirnos, como diría Pascal, dejar nuestra existencia en una pura superficie producto no de la profundidad—como Nietzsche vio en los griegos—, sino del miedo; podemos preferir el olvido y existir sin vivir, como las rocas que son golpeadas por la mar, erosionadas y acaban hundiéndose. Camus tuvo el coraje de mirar de frente al sinsentido al que nos condena una sociedad empeñada en una nada ni siquiera trágica. Tuvo lucidez y cada vez que nos reencontramos con la obra de Camus nos volvemos mejores, aunque salgamos con temor y temblor después de escuchar sus palabras.

[Marta] Voy a dejarla, sí, y para mí será un alivio: ae duras penas soporto su amor y sus lágrimas. Pero no puedo morir dejándola convencida de que tiene usted razón, de que el amor no es en cano, y de que esto es un accidente. Pues es ahora cuando estamos dentro del orden.
[María] ¿Qué orden?
[Marta] El que hace que nadie sea reconocido jamás.

Sin embargo, María había elegido la mejor parte—el amor—y ésa, dijo Jesús, no se la quitarán.

Shalom.