martes, 16 de abril de 2013


ÚLTIMA ESCRITURA



Entra en lo posible que una persona, cualquiera, se perdiera en el azul contemplando las grandes naves blancas que lo surcan, olas o nubes, ¿quién sabe? Después sabremos. Lo más probable es que tal cosa sucediese en primavera—una estación que se ha hecho esperar como el retorno del Mesías. Sin duda, un observador, pongamos por caso el padre, pensaría que su hija está perdiendo irremisiblemente el tiempo. Digo bien: irremisiblemente, pues el tiempo que se va no vuelve y no parece tener redención posible, tan ciegos nos hemos vuelto. Sin embargo, es posible que la hija fuese feliz así, tumbada, tal vez con los brazos hundiéndose en la verde yerba mullida por las últimas lluvias mientras sus manos sujetan la cabeza. ¿Qué hace? Algo gratuito, pero no inútil: contempla la belleza en la que sus ojos zozobran buscando algo, maguer no sepamos bien qué: un recuerdo, una promesa, el amor perdido, su identidad o tal vez su futuro. Los hombres de todas las edades, de todas las épocas y de todos los lugares, han elevado sus ojos al cielo para contemplar las nubes o los han sumergido en la mar sin buscar aparentemente nada, salvo la belleza.

            Unos hombres medio desnudos, quién sabe si guiados por un chamán o por un joven encontrado en la inmensidad del espacio que atraviesan desde hace años siguiendo a las manadas, tiemblan por el frío y penetran en una cueva portando antorchas. El humo es negro y a sus ojos, acostumbrados a las grandes distancias, les cuesta trabajo ver entre tantas tinieblas. Brillan ocres y dorados, rojos de la sangre que portan en cazuelas, la nieve que habita en sus ojos, iris multicolores. Al fondo de la cueva, allí donde sólo los dioses penetran, pintan con hábiles movimientos. Inclinan sus cabezas, sienten el calor del fuego y el resplandor de la piedra; quizás hay entusiasmo. Luego, con las pupilas dilatadas y el alma herida por la belleza, salen: les deslumbra un cielo bruno, sin nubes, en el que sus dioses derramaron mil lágrimas. Recuerdan y, de nuevo sienten ese ligero temblor de algo que en ellos está, pero les supera: la belleza.

            Mira el firmamento: cuenta las estrellas si puedes… (claro que el redactor no imaginó nunca que nuestras ciudades serían capaces de cegar el cielo y hasta al Cielo). Abraham quizás también se estremeció por la promesa, por la belleza de un futuro imaginable, pero aún irreal: una huella; mas se había puesto en camino. Años después Moisés, refugiado en una grieta, sólo pudo entreverla: la Gloria de Dios pasó por delante del libertador, pero fue cubierto por la mano piadosa del Eterno, pues nadie puede ver a Dios y seguir con vida. Muchos siglos después Rilke dirá lo mismo, conmovido por una belleza sublime, en una de sus elegías, pues todo ángel es terrible.

            Ni para nosotros, los judíos, ni para nosotros, los griegos (porque Zubiri, aunque en un contexto diferente, acertó al decir que nosotros somos los griegos), la pregunta por la belleza ha sido independiente. A veces pienso que la fragmentación moderna (la forma de Kant de hablar de la belleza, por ejemplo) nos vuelve un poco tontos y no somos capaces de comprender un mundo todavía no fragmentado en el que era posible contemplar las estrellas sin pensar en mecheros cósmicos (lo digo como fumador, conste). La pregunta por Dios (y en ese concepto concentrado en maravillosa unidad también todo lo hermoso de los dioses griegos) y por la belleza no son independientes, pues el primero sólo es pensable como כבוד  (kabôd: resplandor, gloria: belleza) delante de nuestra vida (no sólo de nuestros ojos, pues la existencia no existe disgregada sino para una razón disecadora). La Modernidad ha consistido en buena medida en achatar lo que no cabía en el ataúd que le preparó a los hombres. Quizás es un sueño romántico, pero la vida no es reductible a nuestros conceptos sobre la vida; de ahí mi disgusto frecuente cuando me enfrento con escritos sobre la belleza o el arte: parecen redactados por manos de agrimensores que vuelven más turbias las experiencias cuanto más las manosean con sus labios. Desde luego, la filosofía no está llamada a hacerse cargo de la belleza, aunque meditar en ella esté entre sus más livianas obligaciones; pero de ninguna manera la belleza se identifica con la historia de la estética.



            ¿Qué ahora busca Fidias? Sujeta el cincel frente al mármol aún inmaculadamente blanco; el escultor está fascinado, pero también amedrentado (después vendrá el conjuro), pues sabe que la belleza se encuentra en la totalidad de la existencia: en su fondo, pero también en la superficie, pues los griegos fueron superficiales—como Nietzsche nos enseñó—porque fueron profundos. Fidias sabe que la belleza no queda reducida a su arte, que no es una simple τέχνη como oficio, aunque se necesita saber mucho. El escultor sabe que en el gesto del caballo piafando se encarna la belleza, pero ese gesto no supone consagrar la brutalidad de los persas. Sin embargo, los modernos se escandalizan; algunos incluso por el derroche de belleza.

            El escultor se ha asomado también más allá del umbral un día de neblina. Ha dejado su lecho caliente, toca la dura piedra de la entrada y contempla el mundo. Siglos después escribirá:

Me acerco hasta la puerta. El aire es frío
como el gélido lienzo de una cama vacía
y, aún conmocionado, lo acojo quedamente.

Hay pájaros cantando que, invisibles,
reclaman la atención hacia las hojas
que el bosque solicita. A ras de suelo
lo roza una neblina sin raíces
Procuro no pensar. Quisiera devolverle
la familiar mirada con que el bosque nos mira.

Atento a lo contiguo, observo -me demoro-
la neblina inconsciente.

Juan Antonio Bernier, Así procede el pájaro, Valencia, Pre-Textos, 2004

            La vieja fe bíblica nos ha enseñado que el artista es un creador y no un artesano (nos obligan ahora a releer la Poética de Aristóteles que tan maravillosamente tradujo Valentín Garcia Yebra), pues la creación está maravillosamente inconclusa y, aunque la reconciliación con la naturaleza se hace esperar, sabe que no es imposible. El artista no sólo ordena. El paso del χάος al κόσμος no es suficiente para explicar la belleza en su obra. Esto implica que un arte que se quiera bello no puede ser reducido a la μίμησις. Más bien hay encarnación y no puro reflejo: aunque nos insistan, no estamos en un juego de espejo e incluso el ojo maquinal—la cámara—fracasa cuando quiere captar la belleza como puro reflejo. La belleza en la obra de arte tiene un aire de familia a esa respuesta, Antwort, que el ser humano eleva ante la primera pregunta, Urwort, la llamada a la existencia. Recalamos así en la playa del lenguaje—no sólo de las palabras—para descubrir que el lenguaje es la morada del ser (Heidegger, sí, pese a todos mis espantos); pero Paul Celan se asomó al brocal del viejo pozo, en la casa de la cabaña que el Maestro Alemán había diseñado como pura forma para pensar. El suicida parisino escribió belleza:

TODTNAUBERG

Arnika,Augentrost,der
Trunk aus dem Brunnen mit dem
Sternwurfel drauf,
in derHütte,
die in das Buch
—wessen Namen nahms auf
vor dem meinen?—,
die in dies Buch
geschriebene Zeile von
einer Hoffnung, heute,
auf eines Denkenden
kommendes
Wort
im Herzen,
Waldwasen, uneingeebnet,
Orchis and Orchis, einzeln,
Krudes, später, im Fahren,
deutlich,
der uns fährt, der Mensch,
der's mi anhört,
die halb-
beschrittenen Knüppel-
pfade im Hochmoor,
Feuchtes,
viel.

Árnica, alegría de los ojos, el
trago del pozo con el
dado de estrellas encima,

en La
Cabaña

escrita
en el libro
—¿qué nombres anotó
antes del mío?—
en este libro
la línea de
una esperanza, hoy,
en una palabra que adviene
de alguien que piensa,
en el corazón,

brañas del bosque, sin allanar,
satirión y satirión, en solitario,

crudeza, más tarde, de camino,
evidente,

el que nos conduce, el hombre,
que lo oye también,

las sendas
de garrotes a medio
pisar, en la turbera alta,

mojado,
mucho.

Paul Celan, Obras completas, Madrid, Trotta, 1999 (traducción de José Luis Reina Palazón, que advierte, en nota, que la alegría de los ojos es una eufrasia. La palabra alemana que da título al poema, que era la cabaña de Heidegger, puede remitirnos a la montaña de la muerte).


            Leo el poema. Se me rompe el corazón en mil pedazos y no podré reconstruirlo jamás. Sabré otra vez cómo se vive con un corazón roto, pero ¿no es una experiencia universal? Quizás Heidegger, más tarde, en el reposo de la Cabaña, se preguntase, como el padre del principio, si el poeta no perdía irremisiblemente el tiempo, pues también la Belleza, de la mano del arte en esta ocasión, ha de caminar más allá de la Nada. Ahora leería con gusto Ofrecimiento, un hermosamente triste poema de Vicente Gallego (al que le ha dado por filosofar en los últimos tiempos) en Santa deriva, Madrid, Visor, 2002, pero mejor, amigos, volved a Celan con toda su angustia, porque también las palabras han de romperse—¿no fue el λόγος clavado en una cruz?—para que lleguemos a decir algo que entiendan los sin esperanza. Sí, el arte es también lenguaje en el sentido del hebreo ודב (dâbâr), que no se reduce a lo dicho mediante palabras, como sucede también con λόγος o con el arameo memra. Hay entonces en la belleza que alcanzamos de nuestros interior, de nuestro ser, una verdad teológica: pulchritudo perficit naturam, non supplet. Así, no es pensable un mundo sin belleza y los intentos de construcción de un mundo despojado de ella son a la vez los intentos de destrucción de este mundo y de esta vida.

            Sin embargo, parece cierto que lo feo ha acontecido en el arte. Incluso hay quien ha dicho repetidas veces que el instinto del arte moderno es matar la belleza… No sabría yo, sin embargo, si semejante afirmación es cierta, pues acaso depende de lo que hoy llamamos arte; además, ¿cuándo se produjo la entrada de la fealdad en el arte? Por cierto, nunca belleza y fealdad se opondrán en el mismo nivel—aunque no sigamos la tradición interpretativa agustiniana—ni con la misma fuerza: el trabajo de lo negativo siempre llega después, ¿no? La destrucción del canon—de la que tanto se han lamentado algunos y que otros simplemente constatan—es sencillamente falsa, pues nunca el arte ha estado tan reglado como en nuestro días cuando todo queda a merced del mercado y sus demandas.

            Estas ideas, si merecen semejante título, y otras muchas me han asaltado los últimos días mientras leía tres libros muy diferentes, pero con un horizonte común. Los citaré según están sobre mi escritorio: Ernesto Grassi, Arte y mito, Madrid, Anthropos, 2012. Carla Carmona, En la cuerda floja de lo eterno. Sobre la gramática alucinada de Egon Schiele, Barcelona, Acantilado, 2013. Federico Vercellone, Más allá de la belleza, Madrid, Biblioteca Nueva, 2013. Es un atrevimiento que alguien como yo ose hablar de la belleza y el arte; pero también es verdad que hace mucho tiempo dejé de creer que los agrimensores pudieran medir el espacio: sólo nos dan lo que ya tienen, aunque ése sea otro problema. Uno de los libros, no diré cuál, me parece un tanto superficial; en todos sucede un poco que hacen de la obra de arte algo que debe ser explicado (por el autor, por el especialista) hasta el punto de que sería posible prescindir de la obra de arte y quedarse con el comentario; pero ya advirtió Hegel que el arte debe ser superado en el concepto. Los tres son presas, de una manera u otra, del espejismo heideggeriano del paso atrás: lo dan, pero llevándose condigo todo el ajuar del siglo XX. Me ha molestado un poco que, cayendo en lo fácil, la sevillana haya acabado usando a dios como un simple recurso literario; no quiero imaginar lo que diría Trakl, porque algo hubiese dicho:

KLAGE

Schlaf und Tod, die düstern Adler
Umrauschen nachtlang dieses Haupt:
Des Menschsen goldnes Bildnis
Berschlänge die eisige Woge
Der Ewigkeit. An schaurigen Riffen
Zerschellt der purpuren Leib.
Und es klagt die dunkle Stimme
Über dem Meer.
Schwester stürmischer Schwermut
sieh ein ängstlicher Kahn versinkt
Unter Sternen,
Dem schweigenden Antlitz der Nacht.

QUEJA



Sueño y muerte, las lúgubres águilas
baten toda la noche su rumor en torno a esta cabeza:
a la imagen áurea del hombre
devoraría la onda helada
de la eternidad. En arrecifes tenebrosos
se destroza el cuerpo purpúreo
y la oscura voz se queja
sobre el mar.
Hermana de tempestuosa tristeza,
mira: una barca angustiosa se hunde
bajo las estrellas,
bajo la faz silenciosa de la noche.

Sueño y muerte, águilas de tiniebla,
rondan rumor de noche esa frente:
a la dorada imagen del hombre
parece engullir la ola helada
de lo eterno. En arrecifes estremecedores
púrpura el cuerpo zozobra.
Y se alza la oscura voz en su queja
de la mar.
Hermana en turbulenta pesadumbre,
mira una barca de angustia sumirse
entre estrellas
en el callado rostro de la noche.

Dejo dos traducciones. La primera es de José Luis Reina Palazón, en Obras completas, Madrid, Trotta, 1994. La segunda, algunos de cuyos versos me hieren más, de José Luis Arántegui y se encuentra en Insólitos, blog de Joaquín Piqueras.


            Los libros se leerán con provecho, sobre todo el de Vercellone (quizás no en vano es editor de Manfred Frank). Me sorprende la negativa de los tres a considerar (por prisas, falta de espacio o simple desconocimiento) el impacto que la fe cristiana llevó a cabo en la belleza, pues llegando de un severo aniconismo aceptó la encarnación y su representación. De todos modos, dan que pensar y, sobre todo, a mí me han invitado a seguir buscando la belleza, a continuar mirando arte. Sé, empero, que todos mis esfuerzos naufragarán y que nunca llegaré a la playa; pero ¿no es una permanente zozobra la herencia del siglo XX? Siempre llevaré conmigo algunas palabras; entre ellas, las de Benjamin: sólo por los sin esperanza no es dada la esperanza. No hay camino de regreso; nadie se conforma cuando espera al Mesías y esto dice también algo del arte y de su contenido escatológico: no sólo capacidad de transfigurar lo dado, mirando su fondo más allá de las apariencias, sino incluso, anticipadamente, viendo la transfiguración de lo real. ¿No es eso el maravilloso Patizambo de Ribera? Allí donde otros sólo son capaces de ver deformidad, el artista revela la belleza de un rostro humano que no sólo nos sonríe, sino que nos hace más humanos, nos devuelve la dignidad diciéndonos quiénes somos, pues al fin y al cabo a la obra auténtica, con aura si queréis, no le importa demasiado lo que nosotros, pobres, pensemos de ella; sino lo que ella dice de cada uno de nosotros anticipándonos el Octavo Día.


            Aprender a mirar es para nosotros lo primero: dejarse mirar por la obra, esto es verla, mucho antes que colocarse a los pies de los intérpretes, pues éstos acaban convirtiéndola la más de las veces en un objeto inanimado capaz de servir para cualquier cosa. Es mejor responder con el camarero a Federico: “No lo entiendo [El romancero gitano], pero me gusta”. Durante más de mil años el Crucificado ha estado observándonos desde su abyecta belleza y nosotros hemos contemplado su sufrimiento transfigurado en belleza: ¿habremos aprendido algo? Nos salvará la belleza.

            Gracias a los que me han leído hasta aquí. Estoy cansado y confieso con rubor que mis palabras son vanas y nunca están a la altura. También es cierto que soy más bien bajo… Ahora, me retiraré a los Ródopes. Y termino con un vídeo, porque suena mi nombre dicho con afecto, porque la actriz es muy hermosa y porque, aunque he preferido siempre a George, me encanta Paul:



            Nosotros, los judíos; nosotros, los griegos.

            לשנה הבאה בירושלים הבנויה

         Shalom.



3 comentarios:

Anónimo dijo...

Su disertación sobre la belleza me hace pensar. No obstante, intentaré leer algo de lo recomendado.
En cuanto al vídeo: nos ha dejado con la hermosura de N. P. y el gozo de oír su nombre pronunciado con amor; sin embargo, para los que no somos políglotas, saber lo que se dice no está exento de importancia. Muy claro. Más de la que usted pudiera pensar.

https://www.youtube.com/watch?v=ErfZAi4amAM

(Lo siento, es lo que he encontrado: la “indiscutible” belleza de N.P. hay que compartirla con la “discutible” de J. D.)

Hutch dijo...

Empiezan los verdaderos rigores climáticos, resuenan las fanfarrias de fiesta y, para colmo de males, Vd. echa el cierre, ya insinuado en el "post" anterior- a su gacetilla. Uno no está para tanto disgusto acumulado. En todo caso, gracias por esta aleccionadora y ¿última? entrada, en la esperanza del regreso (también Roth, Philip, que no Joseph, y Alice Munro han anunciado el cese de su escritura). Saludos.

Anónimo dijo...

no acabes una escritura sin el hecho de emocionar a tus lectores ya que con esto nos dejas a todos con el corazón en el pecho ya que somos como aves en el filmamento que necesitamos sus alas para poder alzar las nuestras.