LA VIRTUD SE HACE REVOLUCIONARIA
Mi salida a alta
mar, donde paradójicamente se encuentra la calma, resultó fallida, pues los
amarres de la sinusitis son fuertes y, tras una nueva visita a los galenos,
sigo no convaleciente, desde luego, pero sí fastidiado: el dolor se ha fijado
con fruición en mi mandíbula superior. Sin embargo, no me doy por vencido y en
esta batalla doméstica—una auténtica nostalgia—confío
salir vencedor. Entre tanto, como es normal, he estado leyendo. Y un libro ha
llamado mi atención.
París es una
ciudad maravillosa en la que estuve por primera vez a finales de los años
setenta. Entonces, lo reconozco, lo pasé mal, porque iba sin blanca y el trato
recibido de los parisinos que conocí no fue, desde luego, encantador, sino que
sentí más bien un desprecio disfrazado de desinterés por mi humilde persona;
pero sería un poco prematuro confundir a una ciudad con sus habitantes. Unos
años después en Dublín, invitado gentilmente a una fiesta por una amigo al que
llamábamos PJ (algo así como Piyei, nombre más fácil de pronunciar que el de su
inseparable Aiden, que me corregía indefectiblemente cuando osaba yo pronunciar
su gracia), una de las personas allí presentes se maravilló—es posible que yo
confunda la maravilla con el espanto o incluso que ella me confundiese con
ébano vivo—por el color de mi piel. Ciertamente, siendo joven mi color en
verano se volvía tan intenso que sin dificultad alguna podría decirse que era
negro (a punto he estado de escribir de
ébano, pero mi piel no estuvo nunca a la altura de la de los príncipes
nubios); pero en Irlanda el Sol escasea y yo en otoño soy más bien de un verde
desteñido que siempre horrorizó a mi madre (cierto también que el espanto se
producía por mi costumbre de cortarme el pelo sólo de muy tarde en tarde: mis
greñas sólo consiguieron provocar el malestar de mi madre y las burlas de
algunos que, con el tiempo, se quedaron calvos). Quizás fui confundido con un
hombre de Marte, uno de esos alienígenas verdosos, pero también dichosos porque
no existen. En Dublín, no obstante, me sentí más exhibido que despreciado pues
por primera vez mi cuerpo no fue objeto de mofa y en consecuencia no hube de
aguantar la befa de alguno de mis seres queridos: “Tendrás la muerte del loro,
pues acabarás clavándote la nariz en el pecho” y frases semejantes que tanto hirieron
a escondidas mi alma; pero evitemos ahora ese pasado, pues nunca viene a
cuento. He regresado a París varias veces y la ciudad guarda para mí un secreto
permanente, que espero descubrir algún día y semejante anhelo me lleva a mirar
y remirar con frecuencia el plano de Turgot, aunque, como supe desde pequeño,
lo que se va, nunca vuelve: Abraham nunca regresó a Ur.
Hace poco más de
un año leí un libro de David Andress
que aborda los años duros de París: El
Terror. Los años de la guillotina, Barcelona, Edhasa, 2011, una visión tan
interesante como sesgadas de los años turbulentos de la Revolución Francesa. No
se me ocurrió comentarlo; sin embargo, en estos días de agua y sombras ha caído
en mis manos una obra del historiador australiano Peter McPhee, Robespierre.
Una vida revolucionaria, Barcelona, Península, 2012. Por primera vez he leído la obra de un
historiador de los antípodas y la experiencia no ha sido desafortunada. Sin
duda, Robespierre es un personaje controvertido, pues su nombre se asocia al
terror revolucionario, que acabó dando nombre a un período de la Revolución.
Denostado por unos, admirado por otros, la vida del político de Arrás parecía reducida a unos pocos años. Pero todo
hombre tiene un pasado, que lo ha llevado a su presente: éste es el presupuesto
de McPhee para abordar la biografía de Robespierre. Sin embargo, al leer la
biografía parece haber olvidado la
circunstancia y, sobre todo, el hecho indudable de que las personas cambian
y con extrema frecuencia se adaptan a sus circunstancias con el fin no
despreciables—recuérdese al abate Seyés—de sobrevivir.
Reconoce el autor
que no ha tenido acceso a los borradores de los discursos de El Incorruptible,
pues fueron adquiridos demasiado tarde por los Archivos Nacionales de París
como para que McPhee pudiese tenerlos en cuenta. Sin embargo, esto no priva de
valor ni de interés a una biografía que pretende eliminar las máscaras que el
tiempo ha colocado en el rostro de Robespierre; así, McPhee huye de la
caricatura que presenta al abogado de Arrás o bien como un dictador tan
fanático como virtuoso o bien como el sacrificado padre de la patria siempre
dispuesto a entregar su existencia por el bien de la República; pero
precisamente este planteamiento del historiador australiano me parece discutible,
pues en la historia la verdad no está en el término medio. Desde luego, mis
limitadísimos conocimientos no pueden ofrecer una visión alternativa, pero sí
puedo hacer notar que el mito (en un
sentido que no acostumbro a usar y que significa directamente lo elaborado por
la propaganda) está presente en Una vida
revolucionaria, pues el Robespierre que no duerme, que aun enfermo está
lleno de preocupación me trae a la memoria la detestable demagogia de la “lucecita del
Prado encendida” [1]. En otras palabras, McPhee ha obviado todo lo que podría
empañar su retrato de Robespierre. Sin embargo, incluso viendo las cosas así,
el libro resulta valioso y aporta una perspectiva novedosa sobre aquel que hizo de la
virtud el núcleo de sus primeras intervenciones. De hecho, parece que
las poco afortunadas circunstancias de su infancia hicieron, al menos
parcialmente, al hombre que llegó a París donde se vio envuelto en una vorágine
que él mismo alimentó y que, finalmente, acabó costándole la vida.
Así, pese a esta
biografía, que se queda algo corta, sigo contemplando la figura de Maximilien
como la de un cátaro republicano. Admito, sin embargo, que Robespierre no quiso
conservar sus manos limpias: “¿Queríais
revolución sin revolución?”. Dicho de otra manera: toda revolución exige
sus víctimas. No deja de ser chocante que el abogado que se opusiera en Arrás a
los castigos físicos acabase defendiendo la necesidad de limpiar los
estercoleros y justificando algunos linchamientos. McPhee ha visto con justeza
cómo Robespierre fue capaz de justificar ideológicamente la violencia
revolucionaria, pues también para él acabó el fin justificando los medios. Así,
el afán de pureza conlleva con frecuencia el deseo de eliminar toda impureza,
pero la vida en sí misma es impura y, por eso, los revolucionarios que no saben
dudar (¡y nuestra historia ofrece muchos ejemplos!) acaban haciendo rodar
tantas cabezas. Se cuenta que el pobre Danton, poco antes de ser enviado a la
guillotina, formuló una pregunta que respondió con sarcástica agudeza:
“¿Sabéis por qué a Robespierre le gusta
tanto la guillotina? Porque no soporta que ninguna cabeza sobresalga por encima
de la suya”. Bien sabido es que Maximilien era bajo, pero también que
Danton era un tipo más bien corpulento… Si Cronos devora sus hijos, la
revolución parece en ocasiones no ser sino un Cronos desquiciado al que nadie
es capaz de embridar.
El libro de McPhee
tiene el mérito de devolvernos al hombre de Arrás por encima de las mistificaciones
y aunque el lector pueda pensar que el australiano se ha colocado con nitidez
en el bando de El Incorruptible, no por eso dejará de admitir su valor y la
ocasión de repensar a una de las figuras más discutidas de los últimos siglos.
Shalom.
[1] Demagogia que años más tarde
recuperaría la propaganda del primer presidente socialista de la Monarquía Constitucional.
Es el paternalismo que se traslucía en las palabras del Primer Ministro Chino
cuando decía que su primera preocupación al levantarse era pensar cómo dar de
comer a mil millones de personas. Aquí cabría recordar la crítica freudiana a
la religión sustituida ahora por la política.
1 comentario:
Aunque pudiérase leer entre líneas, es usted un libro abierto
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