COMPLEJO DE EDIPO
Hace
bastante tiempo que no me acerco a la gacetilla para escribir [1]. No ha sido,
gracias a Dios, por falta de lecturas; tampoco porque me haya abandonado
de repente el interés por escribir, pues lo he hecho. Si hubiese de dar una
razón (y no tengo ninguna obligación) sería precisamente la falta de razones,
pues en un pesimismo sensato no entiendo qué aportan mis pobres comentarios al
caudal de la cultura, enferma desde hace mucho tiempo. Quizás sólo sirvan para
incrementar unas décimas la fiebre. Sin embargo, como además de una caña
pensante soy un tipo contradictorio [2], retomo la gacetilla aunque desconozco
el ritmo que seré capaz de imprimirle.
He
leído este verano algunas obras interesantes; otras, menos, y finalmente
guardaré un escrupuloso silencio sobre las malas. Quiero empezar hablando de un
libro al que pude acceder por un favor a principios de agosto, pues debía
ponerse a la venta sólo a partir de septiembre (mes que consta como fecha de
edición). Se trata de la novela, si es tal, del noruego Karl Ove Knausgård, La muerte
del padre, Barcelona, Anagrama 2012. Desde luego, no tenía yo el placer de
conocer al autor noruego, pero la fotografía de la portada, una vez más, y el
retrato del autor me llevaron a buscar el libro. El retrato me recordó, quienes
tenga mi edad lo recordarán borrosamente, a las marionetas que protagonizaban
un serie espacial: mandíbulas cuadras y grandes ojos que se movían con
premeditada lentitud. La fotografía de la portada, alegre antes de sumergirse
en la obra y que deja un extraño amargor en los ojos al final, reproduce al
padre de Karl Ove con sus dos hijos sentada en una roca en una mañana luminosa
de verano. Esto es una conjetura, pero las ropas ligeras invitan a sacar esa
conclusión, pues no me imagino a nadie en Noruega con mangas cortas en pleno
invierno.
Karl
Ove Knausgård, nacido en 1968, no es un autor menor; aunque tengo para mí que
el ojo editorial (¿a quién pertenece Anagrama?) ha visto el filón de la
literatura de los países nórdicos. El curso pasado leí sin demasiado provecho
la obra de la danesa Janne Teller, Ven, Barcelona, Seix Barral, 2012. Lo
adquirí por la frase impresa en la portada: Se
puede sobrevivir a lo que los demás te hacen, no a lo que tú haces a los
demás”. Es verdad que la fotografía
de la autora me resultó atrayente, pues aparecía una mujer guapa con una mirada
interesante (eso explica que ponga también su fotografía), pero no fue
decisiva. Supongo que vendrán nuevas novelas
frías en la medida en que la moda escandinava se extienda como una Ikea de
la literatura. Al menos, es una ventaja, los libros vienen montados. Karl Ove
ha escrito otras novelas (Fuera del
mundo, Un tiempo para todo) por las que ha recibido varios premios. Tampoco
me parece muy extraño, aunque sólo sea porque no debe existir un número
excesivo de escritores en noruego. La
muerte del padre es, se nos dice en la solapa, la primera de una serie de
seis novelas tituladas Mi lucha
(título que se me antoja, sin que llegue a ver con nitidez la causa, poco
deseable. En noruego es Min Kamp, que me suena de algo…). Los
críticos europeos se han deshecho en recensiones favorables: hay desde quien lo
ha comparado a Proust hasta quien habla de “un proyecto
demencial”.
Lo
primero que debo decir es que el libro se deja leer muy bien y que sus
quinientas páginas no se hacen largas. Aún más: desearía haber proseguido con
la lectura del segundo volumen de inmediato; pero como todo el Universo sabe,
mi conocimiento de la lengua de Ibsen
es menor que cero. Por lo tanto, se trata de un libro que se lee con placer (al
que, pese a pequeños deslices casi imperceptibles, no es ajena la labor de los
traductores, Kirsti Baggethum y Asunción Lozano). Nadie con buen gusto
(es decir, un número bastante limitado de personas) que se sumerja en La muerte del padre sentirá rechazo,
aunque es posible que la experiencia le provoque algún cansancio (y no sólo por
los apellidos impronunciablemente noruegos). Debo decir también que no soy
capaz de asignar a la obra un determinado género literario; pues si bien se
presenta como una ficción, el estilo es propiamente el de unas memorias y
puesto que los personajes son reales, parece que no estamos propiamente ante
una novela, sino más bien ante una biografía novelada. Sin embargo, no pondría
la mano en el fuego.
El autor narra su
vida en una obra hecha mediante mordiscos temporales, pues nos lleva desde su
infancia hasta, precisamente, la muerte del padre, alcoholizado y víctima de un
proceso de autodestrucción. Así, llevándonos de un tiempo a otro, no sólo
construye un relato que mantiene su interés, sino en el que las digresiones de
índole filosófica y hasta religiosa son oportunas y no merman en nada el
interés del relato; al contrario: contribuyen a mantenerlo.
Sin
duda, hay nostalgia por el hogar perdido, la infancia, un tiempo en el que la inocencia
nos hacía ver el orden del mundo y su justicia no sólo como inevitables, sino
sobre todo como una realidad buena y deseable. Semejante orden se
desmoronada—el autor lo hace ver con increíble acierto—en la adolescencia
cuando la búsqueda de la identidad se confunde con la negación de las
dependencias. Hay también en La muerte
del padre mucho sentimiento poético, no poesía, y una manera extrañamente hermosa de expresar
sentimientos. Esto quizás se deba a que nuestro autor proviene de otra cultura,
una en la que la sensibilidad salvaguarda con delicadeza la intimidad personal.
He encontrado mucho pudor en la novela y digo esto en el primer sentido de la
palabra: se habla con honestidad y veracidad. Aunque menos joven que el autor
(lo digo así para evitar la palabra mayor),
me he sentido identificado con muchas de sus experiencias. Espero con alguna
impaciencia las próximas entregas de Mi
lucha. Que estas palabras hayan dejado de resultarme repelentes es para
alguien como yo un mérito no menor de la obra. Además, ¿no tenemos todos que
rendir cuentas al recuerdo de nuestro padre?
Debería
hablar ahora de otros libros leídos, algunos con un retraso notable (confieso
que he leído ahora Doktor Faustus),
otros bastante pesados… Pero he cumplido mi promesa y, además, he escrito más
de mil palabras y no quiero ser más pesado.
Shalom.
[1] Nombre que me parece más
adecuado que el de bitácora, cuyas
hermosas resonancias prefiero dejar para el mundo de los marinos por el
que—todo el mundo lo sabe—siento un enorme respeto. Por otra parte, blog* es una palabra que por ahora
prefiero evitar, al menos al escribir, aunque la Academia acabe por admitirlo
(aparecerá, de hecho, en la nueva edición del DRAE), pues el plural debería ser
“blogues” y, claro, nadie lo usará. De nuevo, a causa de una aceptación poco
crítica del imperialismo lingüístico anglosajón, veremos cómo se acaba
admitiendo blogs* como forma usual de
la misma manera que ha terminado haciéndose habitual el plural zigzags, que ha sido aceptado por la
Academia.
[2] Una maravillosa persona me
dijo que digo una cosa para hacer acto seguido la contraria.
2 comentarios:
http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/31610/La_muerte_del_padre
Este comentario es un desastre. Aprendé a escribir antes de publicar reseñas. Repetís conceptos, convertís información importante en irrelevante. Pésimo blog.
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