domingo, 9 de septiembre de 2012

Karl Ove Knausgård


COMPLEJO DE EDIPO



            Hace bastante tiempo que no me acerco a la gacetilla para escribir [1]. No ha sido, gracias a Dios, por falta de lecturas; tampoco porque me haya abandonado de repente el interés por escribir, pues lo he hecho. Si hubiese de dar una razón (y no tengo ninguna obligación) sería precisamente la falta de razones, pues en un pesimismo sensato no entiendo qué aportan mis pobres comentarios al caudal de la cultura, enferma desde hace mucho tiempo. Quizás sólo sirvan para incrementar unas décimas la fiebre. Sin embargo, como además de una caña pensante soy un tipo contradictorio [2], retomo la gacetilla aunque desconozco el ritmo que seré capaz de imprimirle.

            He leído este verano algunas obras interesantes; otras, menos, y finalmente guardaré un escrupuloso silencio sobre las malas. Quiero empezar hablando de un libro al que pude acceder por un favor a principios de agosto, pues debía ponerse a la venta sólo a partir de septiembre (mes que consta como fecha de edición). Se trata de la novela, si es tal, del noruego Karl Ove Knausgård, La muerte del padre, Barcelona, Anagrama 2012. Desde luego, no tenía yo el placer de conocer al autor noruego, pero la fotografía de la portada, una vez más, y el retrato del autor me llevaron a buscar el libro. El retrato me recordó, quienes tenga mi edad lo recordarán borrosamente, a las marionetas que protagonizaban un serie espacial: mandíbulas cuadras y grandes ojos que se movían con premeditada lentitud. La fotografía de la portada, alegre antes de sumergirse en la obra y que deja un extraño amargor en los ojos al final, reproduce al padre de Karl Ove con sus dos hijos sentada en una roca en una mañana luminosa de verano. Esto es una conjetura, pero las ropas ligeras invitan a sacar esa conclusión, pues no me imagino a nadie en Noruega con mangas cortas en pleno invierno.

            Karl Ove Knausgård, nacido en 1968, no es un autor menor; aunque tengo para mí que el ojo editorial (¿a quién pertenece Anagrama?) ha visto el filón de la literatura de los países nórdicos. El curso pasado leí sin demasiado provecho la obra de la danesa Janne Teller, Ven, Barcelona, Seix Barral, 2012. Lo adquirí por la frase impresa en la portada: Se puede sobrevivir a lo que los demás te hacen, no a lo que tú haces a los demás”.  Es verdad que la fotografía de la autora me resultó atrayente, pues aparecía una mujer guapa con una mirada interesante (eso explica que ponga también su fotografía), pero no fue decisiva. Supongo que vendrán nuevas novelas frías en la medida en que la moda escandinava se extienda como una Ikea de la literatura. Al menos, es una ventaja, los libros vienen montados. Karl Ove ha escrito otras novelas (Fuera del mundo, Un tiempo para todo) por las que ha recibido varios premios. Tampoco me parece muy extraño, aunque sólo sea porque no debe existir un número excesivo de escritores en noruego. La muerte del padre es, se nos dice en la solapa, la primera de una serie de seis novelas tituladas Mi lucha (título que se me antoja, sin que llegue a ver con nitidez la causa, poco deseable.  En noruego es Min Kamp, que me suena de algo…). Los críticos europeos se han deshecho en recensiones favorables: hay desde quien lo ha comparado a Proust hasta quien habla de “un proyecto demencial”.

            Lo primero que debo decir es que el libro se deja leer muy bien y que sus quinientas páginas no se hacen largas. Aún más: desearía haber proseguido con la lectura del segundo volumen de inmediato; pero como todo el Universo sabe, mi conocimiento de la lengua de Ibsen es menor que cero. Por lo tanto, se trata de un libro que se lee con placer (al que, pese a pequeños deslices casi imperceptibles, no es ajena la labor de los traductores, Kirsti Baggethum y Asunción Lozano). Nadie con buen gusto (es decir, un número bastante limitado de personas) que se sumerja en La muerte del padre sentirá rechazo, aunque es posible que la experiencia le provoque algún cansancio (y no sólo por los apellidos impronunciablemente noruegos). Debo decir también que no soy capaz de asignar a la obra un determinado género literario; pues si bien se presenta como una ficción, el estilo es propiamente el de unas memorias y puesto que los personajes son reales, parece que no estamos propiamente ante una novela, sino más bien ante una biografía novelada. Sin embargo, no pondría la mano en el fuego.

El autor narra su vida en una obra hecha mediante mordiscos temporales, pues nos lleva desde su infancia hasta, precisamente, la muerte del padre, alcoholizado y víctima de un proceso de autodestrucción. Así, llevándonos de un tiempo a otro, no sólo construye un relato que mantiene su interés, sino en el que las digresiones de índole filosófica y hasta religiosa son oportunas y no merman en nada el interés del relato; al contrario: contribuyen a mantenerlo.

            Sin duda, hay nostalgia por el hogar perdido, la infancia, un tiempo en el que la inocencia nos hacía ver el orden del mundo y su justicia no sólo como inevitables, sino sobre todo como una realidad buena y deseable. Semejante orden se desmoronada—el autor lo hace ver con increíble acierto—en la adolescencia cuando la búsqueda de la identidad se confunde con la negación de las dependencias. Hay también en La muerte del padre mucho sentimiento poético, no poesía, y  una manera extrañamente hermosa de expresar sentimientos. Esto quizás se deba a que nuestro autor proviene de otra cultura, una en la que la sensibilidad salvaguarda con delicadeza la intimidad personal. He encontrado mucho pudor en la novela y digo esto en el primer sentido de la palabra: se habla con honestidad y veracidad. Aunque menos joven que el autor (lo digo así para evitar la palabra mayor), me he sentido identificado con muchas de sus experiencias. Espero con alguna impaciencia las próximas entregas de Mi lucha. Que estas palabras hayan dejado de resultarme repelentes es para alguien como yo un mérito no menor de la obra. Además, ¿no tenemos todos que rendir cuentas al recuerdo de nuestro padre?

            Debería hablar ahora de otros libros leídos, algunos con un retraso notable (confieso que he leído ahora Doktor Faustus), otros bastante pesados… Pero he cumplido mi promesa y, además, he escrito más de mil palabras y no quiero ser más pesado.

            Shalom.

[1] Nombre que me parece más adecuado que el de bitácora, cuyas hermosas resonancias prefiero dejar para el mundo de los marinos por el que—todo el mundo lo sabe—siento un enorme respeto. Por otra parte, blog* es una palabra que por ahora prefiero evitar, al menos al escribir, aunque la Academia acabe por admitirlo (aparecerá, de hecho, en la nueva edición del DRAE), pues el plural debería ser “blogues” y, claro, nadie lo usará. De nuevo, a causa de una aceptación poco crítica del imperialismo lingüístico anglosajón, veremos cómo se acaba admitiendo blogs* como forma usual de la misma manera que ha terminado haciéndose habitual el plural zigzags, que ha sido aceptado por la Academia.

[2] Una maravillosa persona me dijo que digo una cosa para hacer acto seguido la contraria.

2 comentarios:

Hutch dijo...

http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/31610/La_muerte_del_padre

Anónimo dijo...

Este comentario es un desastre. Aprendé a escribir antes de publicar reseñas. Repetís conceptos, convertís información importante en irrelevante. Pésimo blog.