domingo, 13 de mayo de 2012

Antonio Colinas


TUMBAS DE LUZ








Un día del lejano 1685 o, para ser más precisos, el 31 de marzo del año de gracia del Señor de 1685 abría los ojos a la luz quien abriría nuestros oídos para siempre a la belleza, Johann Sebastian Bach. Quien me conozca, lo sabe: no puedo evitar una emoción profunda al escucharlo, porque la música de Bach está poseída por la gracia divina y transfigura el aire en el que vibra. ¿Qué hubiese dicho nuestro fray Luis si hubiese escuchado la música estremada?

El aire se serena
y se viste de hermosura y lo no usada,
Salinas, cuando suena
la música estremada,
por vuestra sabio mano gobernada.

A cuyo son divino
el alma que en olvido está sumida,
torna a recobrar el tino
y memoria perdida
de su origen primera esclarecida.

            Uno quisiera conocer futuribles: fray Luis escuchando a Bach, el Greco contemplando a Rotkho, Dante leyendo a Milton o incluso Cervantes a Proust. No quiero viajar al futuro; más bien el deseo frágil de mi corazón enfermo es que los hombres que nos dieron luz, los que nos encendieron, alcanzasen nuestro hoy para pronunciar sobre nuestras vidas una palabra de consuelo. Alguien me dijo en cierta ocasión que el tiempo es la paciencia de Dios, y me pareció una frase hermosa porque uno siempre anda detrás de lo fue sin alcanzar lo que será. Y escucho bellamente:

γ τ λφα κα τ , πρτος κα σχατος, ρχ κα τ τέλος.

            Sin duda he citado este verso en otros momentos. Ahora, pensado en silencio la música de Bach (porque, oh amigos, la música se nos ha dado también para pensar y hacernos mejores) me parece recordar al viejo compositor, cansado después de la durísima jornada, llegar a casa y departir con los suyos y, en aquel bullicio lleno de hijos y de pobreza, empezar a raspar el áspero papel, cincelarlo con pentagramas sobre los que después su mano crearía un maravilloso ballet de notas. Aquí, con estos calores prematuros, me he sentado un poco abatido tras leer de nuevo—no sé ya cuántas veces—el verbo de alguien que ha sabido celebrar a Bach como pocos, incluso entre los cables de acero, las hormigoneras y el frío cristal de los modernos edificios que se alzan veloces callando la luz y cegando elsilencio. Sí, la música de Bach es un principio y un cumplimiento, el comienzo y la realización de lo que en ella se nos promete. Por eso su tumba, según la palabra de Rilke citada al comienzo del extenso poema, habla del mundo:

sind Gräbenstätten, welche leise
wie Steine reden von der Welt

            Sin duda la traducción está incompleta porque hemos perdido wie Steine, pero tal vez ni siquiera es una cita, sino una invitación para que nos adentremos en el mundo. Y el poeta, mencionando al poeta, abre un espacio antes de escribir para que, conteniendo la respiración y abriendo bien los ojos de nuestro corazón—dame, Señor, un corazón que vea—nos dispongamos con respeto a dejarnos tocar por la gracia.


            Lo confieso humildemente: no sé de poesía; la leo con profunda reverencia consciente de que en ella se me ofrece la dignidad del ser humano, sus mejores sueños y, en ocasiones, las visiones más terribles, como aquella de Jean Paul, que en su sueño vio a Cristo alzar la voz desde lo alto del Universo para gritarnos que no había Dios. ¡Si Nietzsche hubiese leído a Jean Paul y no a los franceses..!



Basta también aquí conocerme un poco para entender por qué muchos de los poemas de Antonio Colinas me han deslumbrado; pero lo importante nunca será mi fascinación, sino la belleza que en cada poema se nos ofrece. Realmente el leonés es capaz de crear océanos de luz, de una claridad que crece hacia adentro. Tal vez es lo que tiene el paisaje castellano: vegas, pobladuras, páramos, oteruelos,  montes de silencio y peñas extrañas, todo aquello que desemboca en la mar de Homero: playas nunca pisadas. He seguido, en la medida de mis humildes posibilidades, la trayectoria poética de Antonio Colinas. Quizás fue En lo oscuro (regalado, como algunos más, con una desbordada generosidad que se equivocaba) el primer poemario que leí; pero eso ya no importa. Adquirí algunos de sus poemarios y hace algo más de un año, en marzo de 2011, me hice con la edición que Siruela ha hecho de su obra poética. Grueso y pesado, lo llevo, sin embargo, conmigo en muchas ocasiones por el límpido placer de tener una compañía grata, a veces grave o silenciosa, pero siempre amiga. En este volumen se encuentra La tumba negra, que forma parte del volumen Libro de la mansedumbre. La tumba negra es un largo poema que aprendo a leer estos meses con piedad, sabiendo que cada día muero un poco más, como se dice en uno de los versos:

Debió de ser un abismarse en Dios
desde la mansedumbre de aquel fuego
de sus notas, en las que arderán siempre
las muertes todas que el vivir supone.
Catres, frío sin leña, los primeros
dineros que se ganan, el comer
para morir un poco cada día, y esa soledad
vacía (¡mas tan llena!) de la plegaria mansa.

            En alejandrinos, endecasílabos o heptasílabos, Antonio Colinas nos asoma al mundo de una manera prodigiosa; esta vez rememorando—incluso diría celebrando—la tumba de J. S. Bach en la iglesia de Santo Tomás de Leipzig. Y crea poesía como música. Cierto: lo normal no es que un poeta hable (en la calle, pidiendo el pan o el paquete de tabaco) en alejandrinos; no se mantiene en la sobremesa el endecasílabo o el heptasílabo exacto, frecuentes en Colinas. No obstante, su métrica es natural, pero de naturaleza humana: hecho también de trabajo. Al primer impulso, quizás el primer verso, siguen otras llamadas más fatigosas y, después, el esfuerzo de la labor última para que el pulido no destruya lo que por puro milagro ha llegado a la existencia. No lo sé; sólo lo intuyo, pero Colinas debió retocar, pulir y leer muchas veces los versos de La tumba negra para que nosotros, agraciados lectores (pues aquí en la lectura acontece la gracia: el don de lo que no mereces), podamos disfrutar tanto con el poemario.

            No sabría yo, no entiendo, comentar el poema; mas pasaré algunas semanas más con él: regresando a sus palabras exactas y terribles, el combate de esa dualidad: lo negro de lo blanco. El poema comienza transportándonos a la lejana Alemania, a Leipzig, lejos del resplandor de los silencios de fuego, pues Colinas ha acostumbrado a hacer de la naturaleza un lenguaje. Ese resplandor es quizás el amanecer en las tierras leonesas o de una lejana mañana en la isla del Mediterráneo, allí donde, en la mansedumbre, el poeta siente el goce de respirar la alegría en el amor. La plenitud, como nos enseñó celadamente Luis Rosales, te llena pero no te acompaña. Y ese goce del poeta no se esfuma, pero cede paso, porque se abre la dualidad de otro mundo que no emerge como cosmos, sino como caos:

mirando las entrañas tan amargas
del hormigón y acero de otros días

            Apenas unos años después de la caída del Muro emerge frente a Colinas otra realidad también bifronte: la ciudad ¿es aún del Este o del Oeste? ¿Dónde encontrar allí la música de un tiempo? También Leipzig es la ciudad que vio morir a Felix Mendelssohn un siglo después de Bach: ¿queda algo de aquella armonía primera o todo ha sido silenciado de manera brutal? Esta pregunta recorre todo el poema y Colinas busca una y otra vez, en medio del infernal ruido, el eco vivo de la música, el sonido del órgano en Santo Tomás. Porque en Leipzig

hay una negra tumba de acero
conteniendo la armonía del mundo:
la tumba de Johann Sebastian Bach.

            Otro día, con más tiempo y tino, quisiera hablar de La tumba negra más despacio. Ahora, por favor, amigos, leed al poeta y volad; pues tanto Bach como Colinas tienen la virtù de hacernos livianos y de hacer más llevadero este hermoso mundo.

            Shalom.

No hay comentarios: