domingo, 15 de abril de 2012

Mario Vargas Llosa

TODO… MENOS LO FUNDAMENTAL


Hubiese preferido escribir un poema esta noche, aunque no sirva demasiado; pero debo hablar de él, de Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936). Incluso decir que no necesita presentación está de más. A estas alturas del siglo XXI el escritor peruano y español es una de las estrellas mundiales del firmamento literario. Goza de un reconocimiento prácticamente unánime en lo referente a la calidad de su trabajo literario, aunque en las conversaciones no son pocos los que añaden un pero al referirse a sus opciones ideológicas y políticas. Sin embargo, sigo manteniendo que—salvo causas de fuerza mayor—el trabajo de un novelista no puede cuestionarse por sus opciones personales. He disfrutado enormemente de la literatura de Vargas Llosa; confieso, empero, que La guerra del fin de mundo me resultó interminable y que, tras recuperar el pulso con La fiesta del chivo, El paraíso en la otra esquina me pareció una elaboración más cercana a la mercadotecnia que a la literatura. Siempre, eso sí, con un estilo tan personal como brillante. La última novela que he leído de Vargas Llosa, El sueño del celta, no me recordó lo mejor de este gigante de la literatura española.

Sin embargo, La civilización del espectáculo, Madrid, Alfaguara, 2012 no es una novela y pese a que los criterios de valoración sean diferentes, debemos atender al texto y a los argumentos con independencia de las opciones personales del autor. Confieso que los posicionamientos de Vargas Llosa a veces me sorprendieron, aunque siempre me ha parecido admirable el tono mesurado—liberal diría alguno—que adopta. Pese a todo, mi desacuerdo en lo que a sus análisis de la realidad se refiere ha sido grande; pero posiblemente esto sea un argumento contra mí y no contra él. El desacuerdo de fondo afecta también al libro del que hablo, La civilización del espectáculo. Sabemos que el peruano es un observador atento de la cultura (como testimonian sus artículos en la prensa) y, por eso, esperaba con interés la publicación de este ensayo que, en buena medida, recoge muchas de las ideas que ha expuesto en los últimos años.

La civilización del espectáculo consta de una introducción amplia (Metamorfosis de una palabra), seis capítulos y una reflexión final. A cada capítulo siguen uno o dos artículos ya publicados en la prensa que se presentan como antecedentes y sin cuya presencia el libro quedaría como un volumen de unas ciento cincuenta páginas [1]. En la introducción analiza la transformación (quizás sería más adecuado decir “las transformaciones”) que el concepto de cultura ha experimentado en los últimos decenios. Básicamente, se trata de una reflexión provocada por las ideas de T. S. Eliot y de G. Steiner. Lógicamente, aparecen otros autores; entre ellos Guy Debord de quien, debido tal vez al espejismo de la semejanza en los títulos, esperaba yo una mayor presencia en el ensayo de Vargas Llosa. La introducción nos anuncia el tono general del ensayo: un lamento. Y comparto ese lamento, pues lo que mi generación, unos años posterior a la del autor, entendió por cultura está a punto de desaparecer si es que no se ha hundido ya y sólo quedamos algunos náufragos inconscientes. Lo que Vargas Llosa entiende por cultura está más cercano a Eliot que a Debord, sin duda, y se circunscribe fundamentalmente a lo que suele llamarse alta cultura. Se trata de un concepto que choca fuertemente con el igualitarismo moderno [2], tan estúpido como falaz porque pretendiendo igualar lo único que consigue es agostar la cultura. Me resulta difícil no estar en total acuerdo con las descripciones que se hacen en el ensayo, porque también yo tengo la sensación de que la popularización de los bienes culturales es sólo un escamoteo del esfuerzo por cultivarse. Basta ver cómo los turistas visitan los museos o los monumentos del pasado o, más rastreramente, cómo las autoridades municipales transforman las ciudades en parques temáticos.

La obra aborda desde la banalización del arte (en una línea que me ha recordado la obra París – Nueva York – París, aunque La civilización del espectáculo sea más feble) hasta la del sexo. Vargas Llosa ha matizado ligeramente algunas de sus reflexiones anteriores sobre la religión, pero curiosamente el título que ofrece, el opio del pueblo, es el único préstamo consciente de la tradición marxista, porque Vargas Llosa es un liberal. Y digo curiosamente porque es el único capítulo en el que aparece una reflexión, muy superficial por cierto, de las condiciones de la crisis cultural. Además de quejarme por leerlo usar ese concepto genérico de religión, tan cómodo, que permite igualar experiencias e ideas muy diferentes [3], debo decir que su reflexión sobre lo religioso ha madurado y, pese a esto, su posición se mantiene firme (que consiste, básicamente, en la privatización liberal de lo religioso), mas se ha tornado pesimista. Es verdad que el pesimismo cultural envuelve el libro por completo, algo así como un Spengler suavizado. Su visión de la literatura que triunfa, de la banalización de la sexualidad, del desapego de los ciudadanos por las instituciones que los representan, del poder, de la prensa, de los límites ahora borrados entre vida pública y vida privada… todo aparece envuelto en una niebla grisácea que podría augurar lo peor. Vargas Llosa se para ahí porque sigue siendo un combatiente liberal, prendado del progreso de las sociedades que se autodenominan “libres”.

Lo he dicho: podría suscribir las observaciones, pero ¿hay diagnóstico? Pienso que desde hace unos decenios asistimos a un proceso de banalización de la cultura producto de la estrategia del capitalismo. Vargas Llosa no comparte semejante diagnóstico y la crítica del sistema social [4] se le antoja contraproducente y producto del desencanto. Los males están ante nuestros ojos: el arte convertido en negocio, la literatura hecha para vender una tirada aceptable (hay ya más novela histórica que historia) y dentro de los márgenes de lo aceptable [5], la belleza calumniada, la religión fanatizada, el sexo trivializado… Vargas Llosa repite—sin citarlo el muy ladino—el verso de don Antonio Machado: todo necio confunde valor y precio; pero no es capaz, o tal vez no quiere, ver las consecuencias del el último capitalismo (tardocapitalismo si se prefiere o incluso la sociedad postindustrial si se prefiere el vocabulario de las obras de Alain Touraine y de Daniel Bell, cuya lectura sigue siendo altamente recomendable) sobre el conjunto social: como Horkheimer y Adorno dejaron patente, siguiendo en esto las huellas del hoy lamentablemente olvidado Georg Lukács, se produce una confusión no casual entre valor de uso y valor de cambio de manera que es el mercado en última instancia el que decide sobre los productos culturales, pues éstos ya han sido reducidos a su precio. Aún así Vargas Llosa se empeña, en la senda de un antiguo director de periódico, en pretender que la prensa sea conciencia de la sociedad; pero sabe perfectamente que los medios de comunicación tienen dueños y que la “prensa objetiva” hace mucho tiempo, por lo menos en este país, que pertenece al pasado. Al final es la propiedad la que hace de conciencia: ¿es eso lo que queremos?

El capitalismo transformado en sociedad de consumo se ve en la obligación de convertir todos los productos en mercancías (y el dinero acaba siendo el equivalente universal): alcanzar la cultura no puede suponer en ningún caso esfuerzo, tiempo, valentía o sacrificio, sino que ahora entra en la ecuación como una mercancía más por la que se debe pagar dinero. Cuanto más se venden, más fuerza social adquieren los productos, pues su valor exclusivo consiste en venderse: ¿quién empleará tiempo y esfuerzo por leer a Dostoiesky? Quedan sin duda minorías, pero no son ni siquiera un archipiélago. Recordando al Apocalipsis da la sensación de que han huido todas las islas. Todo debe tornarse feble¸ fácil, asequible; pero confieso sin rubor que entender a Hegel me llevó tiempo y que no ha tenido ninguna finalidad práctica. Hay un placer, Vargas Llosa lo sabe bien y lo afirma, al que sólo se accede después de un proceso de ascesis intelectual y es esto lo que desaparece. La palabra que suele emplearse para describir este proceso es masificación: implica la vulgarización y la banalización. El autor de la maravillosa Conversación en la Catedral no señala como responsable al sistema social: las cosas, parece decirnos, están sucediendo sencillamente así. Es una advertencia, una voz de alarma, pero no parece proponer vías de solución. Quizás porque, como otros, acepta acríticamente que el actual sistema social representa el fin de la historia: una epifanía. El multiculturalismo y la nivelación mundial es sólo un corolario.

El cine o la televisión podrían servir también como ilustración de este proceso que convierte a los individuos en coprófagos. Aún se realizan películas con valor estético y moral; pero no venden. Y los individuos prefieren evadirse de su realidad no ya imaginando otro mundo—para lo cual deberían al menos usar su imaginación—, sino tragándose lo que les ponen por delante: industria del ocio, pues hasta las vacaciones aparecen programadas. El sistema social, con la finalidad de hacerse inmune, descubrió hace mucho tiempo que  puede venderlo casi todo (el Crucificado, en los granes almacenes y la camiseta del Che, en la tienda de moda) y que la diversión, esa existencia de segundo orden, es esencial para el mantenimiento del orden y la paz públicas. Pascal diría: razones por las que se prefiere la caza la presa.

Una de las finalidades, además de la apresurarse a vender, que se alcanza con esta dinámica es anular de raíz la denuncia moral de los males sociales, pues la justicia se transforma en una realidad puramente privada y subjetiva ya que no es reificable. Con los valores religiosos (a los que incluso ahora Vargas Llosa parece invocar como sustento) cayeron los estéticos y morales, porque en realidad—como Adorno enseñó—ésa es una de las finalidad de la jerga de los valores y de la fragmentación de la existencia. Y sólo hemos rozado la superficie. De nada de esto parece que nuestro autor quiera saber.

Sin embargo, entiendo que no podemos denunciar los males culturales sin apuntar a su responsable último. Sin duda el capitalismo consiguió en el siglo XIX grandes logros, Vargas Llosa dixit, pero calla que sacrificó a dos generaciones enteras de trabajadores y, como enseñaba Ignacio Ellacuría, a veces conviene parar para contar los muertos. La cultura sobrevivirá con muchas dificultades en el seno de un sistema social empeñado en transformar todo en mercancía y olvidar las realidades no reificables. De la misma manera que la crítica social no es un prolegómeno de la Teología, sino que forma parte esencial de ella, esa misma crítica debería haber hecho más certero el diagnóstico de La civilización del espectáculo, obra que carece de mordiente crítico. De todas formas, debemos agradecer al autor no sólo su estilo (es un placer leerlo), sino el tono mesurado y reflexivo que adopta.

¿Entonces? Tal como están las cosas recomendaría vivamente la lectura de este ensayo de Mario Vargas Llosa. Me parece atinado en casi todo, menos en lo fundamental; pero dado los tiempos de penuria que nos ha tocado vivir, y de los que también todos somos responsables, merece la pena enumerar los males que nos acechan. Y también por eso hoy quizás no más que nunca, pero sí con más urgencia, es necesario detenerse a contemplar la belleza; pero para esto hace falta no sólo tiempo, sino también coraje.

Shalom.

[1] Tiene doscientas veintisiete. He realizado el cálculo a ojo de buen cubero.

[2] Ya decía Danton que a Robespierre le gustaba tanto la guillotina porque no soportaba que ninguna cabeza aventajase a la suya. Y esto, amigos, es que lo que nos depara esta triste modernidad posmoderna. Basta ver en qué termina la reforma del sistema educativo español.

[3] He dicho en más de una ocasión que cualquier persona con una neurona viva (¿van quedando pocas?) protestaría de un uso parecido de política o sociedad si quisiésemos igualar experiencias como el nazismo y la socialdemocracia. Un disparate al menos igual se comete al usar religión en el sentido en que ocasiones, esta vez menos, lo hace Vargas Llosa. Por otra parte, respecto al conflicto irlandés quizás le convendría atender a las reflexiones de Terry Eagleton de la que hemos hablado aquí hace algún tiempo.

[4] Llamo así a la unión del capitalismo (afán de lucro, libre mercado, competencia) con la democracia liberal-representativa, la libertad burguesa y una idea de tolerancia como nivelación de todas las valoraciones. Lógicamente, esto ha derivado en la tendencia creciente a la reificación de todos los procesos sociales y de todos los productos culturales.

[5] Resulta absolutamente ridículo, por ejemplo, el empeño que ponen algunos guionistas en hacernos creer que en los años cuarenta todos, incluyendo a la policía, era antifranquistas en España. Porque lo contrario no sería correcto.

5 comentarios:

Hutch dijo...

Estupendo análisis: un buen miniensayo sobre otro ensayo. ¿Merece la pena leerlo tras haber leído, así, lo más importante del libro? Saludos.

Anónimo dijo...

Pero entonces ¿es recomendable leer el libro o no merece la pena?

Valentín J. Ansede Alonso dijo...

Sí merece la pena porque:

1º Mario Vargas Llosa escribe muy bien.

2º El contenido del libro es interesante, aunque uno esté en desacuerdo.

3º Da que pensar.

4º Los trabajadores de las editoriales deben ganarse el sustento.

5º Precisamente se trata de leer.+

Gracias a Angelus y al amigo Anónimo.

Anónimo dijo...

¿Falta de mordiente o liberalismo?
Carlos

Hutch dijo...

He dejado un comentario en mi blog sobre el tuyo. Saludos.