domingo, 4 de septiembre de 2011

Ivan Klíma

QUIEN DE VERDAD PIENSA ES LIBRE. QUIEN PIENSA LO QUE LE MANDAN ES UN ESCLAVO
La libertad no te la dan: la tomas


“Después de Auschwitz sería imposible seguir siendo nazi, pero después de los campos soviéticos uno puede seguir siendo comunista”

            Hay personas a las que parece perseguir la mala fortuna. Y no me refiero a ningún Cándido, pues también Voltaire creía fervientemente en el progreso… al menos hasta el terremoto de Lisboa. No, me refiero a aquellas personas que tras caer en las manos de la barbarie nazi fueron a caer, creyendo a veces que serían liberados, en las manos de la barbarie comunista. Esto le pasó a muchos habitantes de Centroeuropa [1]: checos, eslovacos, lituanos, polacos, húngaros, alemanes… No es que salieran de Guatemala para entrar en Guatepeor, sino que en realidad no salieron de ningún sitio: su patria se había convertido en su cárcel; su país, en su lugar de exterminio. Fue el caso, especialmente, de los judíos de Centroeuropa: acosados por la brutalidad fiaron en 1945 su libertad a los que llegaban desde las estepas; pero la libertad no te la dan: te la tomas.

            Nadie en su sano juicio negará la brutalidad de los nacionalsocialistas. Sin embargo, aún muchos se niegan a ver lo que resulta evidente: la brutalidad de los comunistas [2]. “Ni siquiera ochenta y cinco millones de muertos mancharán la visión comunista del mundo”, declaró el editor de L’Humanité (pág. 263). Todo esto se recoge, entre otras muchas cosas, en el libro del checo Ivan Klíma, El espíritu de Praga, Barcelona, Acantilado, 2010.

            Ivan Klíma nació en Praga en 1931 en el seno de una familia de origen judío [2]. Pasó su infancia en su ciudad natal, tiempo que le dejó hermosos recuerdos hasta que fue alcanzado por la ola de la barbarie tras la anexión de Checoslovaquia en 1938. Primero su padre y más tarde su madre, su hermano pequeño y él fueron deportados a Theriesenstadt. De allí saldrían milagrosamente con vida “liberados” por el ejército soviético en 1945. Klíma nos deja un vívido retrato de estas experiencias en Sobre una infancia algo atípica, donde la palabra “algo” es una profunda ironía que el lector puede tomar por un sarcasmo. Posteriormente, Klíma ingresó las filas del Partido Comunista pues, como otros muchos, fue engañado (la palabra “seducido” no expresa con claridad lo que sucedió) por la propaganda. En Theriesenstadt descubrió Klíma que escribir libera y los primeros años de experiencia comunista le enseñaron que las promesas de una libertad concedida por tiranos es, en realidad, la peor de las esclavitudes. Abandonaría el Partido—nótese el carácter totalitario en el artículo determinado—tras la detención de su padre y el propio Klíma, cuya vocación de escritor era palmaria, se vio obligado a sobrevivir ejerciendo trabajos que poco tenían en común con la tarea del escritor; pero eso fue precisamente lo que le salvó de convertirse en un títere propagandista del poder: no quiso ejercer de agrimensor y eso le honra.

            El libro publicado por Acantilado recoge una serie de artículos y conferencias sobre diversos temas, pero que giran básicamente en torno al problema del totalitarismo. Con una finura habitual entre los autores centroeuropeos, sepultados durante decenios por la censura, Klíma traza las líneas que dibujan el mapa mental del totalitarismo; porque éste es antes que nada una manera de pensar, una teoría que se práctica como teoría sin dejarse examinar en su realidad práctica. Así, las reflexiones sobre la Ciudad de los santos tristes, Praga, o sobre la lengua llevan las marcas de una reflexión que no se quiere obediente a consigna alguna, sino a sí misma, a su experiencia. Las reflexiones están llenas de sabiduría; sólo daré algunos botones de muestra:

Me aceptaron como estudiante en la faculta de Filología de la Universidad Charles a principios de 1952. En aquel tiempo, la ideología estalinista dominaba todas las áreas de la vida intelectual. Se destruyó de un plumazo la independencia intelectual de todas las instituciones de estudios superiores […]. Evidentemente, los departamentos de humanidades fueron los más profundamente afectados (pág. 37).
     Cada pocos segundos ale a la luz del día un nuevo libro. La mayoría de ellos serán sólo una parte del zumbido que nos hace duros de oído. Incluso el libro se está convirtiendo en un instrumento del olvido (pág. 46).
     Lo que a principios de siglo XX pudo considerarse mezquindad o provincialismo, hoy lo vemos como una dimensión humana milagrosamente preservada (pág. 52).
     La gente escupe las palabras—esas frases horribles y petrificadas—cada vez más rápido y con menos cuidado, porque subconscientemente (y con razón) siente que la persona con la que habla lo entenderá de todos modos y que no importa demasiado, porque lo que dice es como no decir nada (Pág. 59).
     A medida que se burocratiza nuestra vida, se burocratiza nuestra lengua (pág. 60).
     Y una persona que deja de pensar, deja de hablar. Sólo emite sonidos (pág. 61).
     La superproducción en el ámbito de la información y las ideas apenas se diferencia de la superproducción en el ámbito de las cosas. La cantidad ha reemplazado a la calidad (pág. 79).
     No hay poder en la Tierra que no haya confiado en alguna forma de terror (pág. 95).
     Muchos de esos dogmas, predicciones, leyes y profecías del socialismo no sobrevivieron al encuentro con la realidad. Pero el “lenguaje” que dio forma a la fe y entró en la conciencia general a través de las obras de estos profetas demostró tener mucha mayor inmunidad. Este “lenguaje que no sólo está muerto sino que es el lenguaje de la propia muerte” (Jiři Gruša) creo por encima de todo un vocabulario especial de palabras tabú o conjunciones mágicas cuyo único propósito era corregir o simplificar la realidad de manera que puediera ser interpretada con el espíritu de la fe secular (pág. 155).
     No hay redención sin sufrimiento. Quien no ha pasado por el dolor tampoco sentirá el alivio de la ausencia de éste. Quien hay sentido se nunca valorará del todo la dulzura del agua común de un manantial (pág. 190).
            Uno de los últimos capítulos está dedicado a Franz Kafka y aunque no esté yo—siendo mi autoridad en el asunto nula—de acuerdo con las observaciones de Klíma, que tiende a una traducción demasiado biográfica de los símbolos kafkianos, su análisis echa algo de luz para que nos acerquemos, siempre con respeto, al escritor convertido en el emblema de Praga.


            El libro de Klíma me ha recordado una parte de mi primera juventud, los años iniciales en la facultad, en los lejanos setenta. Habíamos dejado atrás con esfuerzo y alegría un sistema cuyo calificativo más suave es el de autoritario [4]. Poco a poco fueron llegando los cambios, y uno de los más importantes fue el de poder expresarnos abiertamente, sin miedo. Pronto, sin embargo, llegó la censura, pero por el otro lado; pues no podíamos criticar la política de los comunistas sin merecer una mirada de reproche o ser tildados, como poco, de ingenuos cuando no de burgueses. Nunca me ha gustado Neruda, y no sólo por lo que intentó hacerle a Juan Ramón cuando visitó España. No, el chileno fue estalinista y defendió las purgas; pero someterlo a crítica significaba entonces engrosar las filas de los burgueses… Detestaba yo algunas discusiones porque el capitalismo—sistema perverso donde los haya—se critica por lo que hacía, pero el comunismo sólo podía ser juzgado idealmente, prescindiendo de los millones de muertos que ya entonces todos sabíamos que había causado. Aquello era una forma voluntaria de ceguera; el mayor mérito era repetir las consignas sin pensar, sino sometiéndose.

            El totalitarismo se presenta en nuestra vida de maneras muy diferentes. Hoy el empuje, ruido y traqueo constante de los partidarios de eso que se ha dado en llamar “corrección política” provoca la autocensura de muchos al hablar y al escribir: en público se sostiene un discurso contrario a las Tischreden, charlas de sobremesa. Los sistemas totalitarios eliminan, primero, toda disidencia declarando moralmente culpables a todo aquel que osa sostener una opinión diferente; pero nosotros debemos recordar: Freiheit is immer die Freiheit des Andersdenkenden, frase que, si no me equivoco, se debe a Rosa de Luxemburgo. Nosotros no vivimos aún (por lo que parece) en un sistema totalitario, pero ya se dan muchas actitudes totalitarias—y buena parte de los discursos políticos viven hoy de ellas [5]. El totalitarismo, cualquiera, necesita que los individuos se sientan culpables: todos conocemos qué significa autoinculparse… Pero, además, los totalitarismos promueven la sumisión al poder como una virtud excelsa. Esa sumisión es la que hoy vemos en muchos agrimensores; como me dijo una vez mi hermano refiriéndose a uno de ésos: “Actúa así porque se lo ordenan; y si lo que se llevase fuese fusilar, puedes estar seguro de que te pondría en el paredón”. Se trata de no pensar, sino de someterse aboliendo la propia conciencia. Además, el totalitarismo justifica ideológicamente el poder al que se somete como el único legítimo invocando la más de las veces al pueblo (Volk) y a sus necesidades: se trata de hacer desaparecer al individuo pues su mera existencia es moralmente perversa, individualista.

            Por todo esto ya hemos pasado; nos han golpeado, pero estamos de pie. La única defensa posible es seguir pensando sin someterse a las consignas ni a lo que los demás aguardan, sin esperar aplausos; porque la libertad verdadera nunca te la dan: tú la tomas.

            Shalom.        

[1] Concepto que fue sustituido por el de “Europa del Este”; pero quien observe con atención notará que la República Checa no está, desde luego, en el ala este del Viejo Continente, sino en pleno centro. Va siendo hora de recuperar la vieja noción de Mitteleuropa.

[2] El número de muertos causados directamente por los sistemas comunistas se eleva a más de cien millones de personas; pero no se trata de contar los muertos a la manera de los agrimensores, sino de no olvidar y de no enterrar con palabras vacías el sufrimiento. No hay justificación ninguna para un solo muerto, pues el Talmud nos enseña que quien salva a un hombre, salva a la humanidad entera.

[3] Cuenta el autor que parte de su familia no era étnicamente judía, sino que provenía de protestantes convertidos al judaísmo. En efecto, cuando se impuso la uniformidad confesional en el Imperio sólo se admitía, junto al catolicismo, el judaísmo. Algunos pastores luteranos aconsejaron a sus feligreses que se hicieran judíos.

[4] Conozco la dureza de los años de la posguerra por mi madre y, especialmente, por su padre, mi abuelo Antonio, que fue a dar con sus huesos en la cárcel por delitos políticos. En el Mar Egeo un submarino, quizás italiano, había hundido el barco del que era capitán, el Armuru,  y posteriormente fue acusado de llevar un cargamento de armas a la República. En honor a la verdad, debo decir que mi abuelo Antonio fue un hombre honrado, excelente, y que no se merecía de ninguna manera—como otros muchos miles—lo que hicieron con él al acabar la guerra. Fue inmerecido, injusto y cruel, obra de personas que trabajan para un régimen criminal; pero prefiero recordar a mi abuelo llevándome a la plaza de San Pedro y entreteniéndome bajo de los grandes magnolios, de raíces fabulosas, con pequeños frutos del gigantesco árbol a los que hacía girar como diminutas peonzas. Murió cuando yo apenas contaba cinco años, pero aún hoy, después de tanto, se me humedecen los ojos cuando lo recuerdo. Sé que yo le gastaba la colonia que él atesoraba en un maletín de cuero; mas no es éste el lugar para historias de familia, aunque sí quiero honrar la memoria de un gran hombre.

[5] Amén de los medios de manipulación de masas, cuya concentración en pocas manos es un verdadero escándalo para la libertad de expresión, que no puede identificarse sin más ni primariamente con la libertad de mercado; porque la expresión pertenece a las personas y el mercado, no.

1 comentario:

Anónimo dijo...

La libertad es gracia.