domingo, 11 de septiembre de 2011

Emmanuel Carrère


¿HAY TANTOS AUTORES GENIALES?


            Si uno hiciera caso a la faja que acompaña a la mayoría de las noveles que se venden o a las críticas impresas en la contraportada, creería posiblemente que ha llegado una edad de oro de las letras. Sin embargo, debe notarse que los autores no tienen la culpa de lo que dicen los críticos salvo, claro está, que los hayan comprado [1]. Y me refiero, especialmente, a los críticos que publican sus comentarios en periódicos o revistas… Todos sabemos que los medios de comunicación—televisión, radio, prensa, portales de la Red, editoriales, etcétera—tienen dueños; y sabemos igualmente que las críticas aparecidas en un medio de comunicación están con frecuencia matizadas por la propiedad. Yo no desconfío de las críticas que aparecen en los libros; directamente no me las creo. A veces me he equivocado, mas prefiero mantener una actitud escéptica con la única finalidad de curarme en salud. Dicho de otro modo: Dostoyeski sólo hay uno.

            Ciertamente, novelas geniales hay más de las que uno admitiría de buen grado en una conversación relajada; autores, sin embargo... El último viernes, o tal vez fue el jueves, charlaba con un compañero a propósito de los últimos disparates de la estrella yanqui Harold Bloom, cuyo criterio ha sido en ocasiones como su nacionalidad, id est, no sólo imperialista sino que, además, ha tenido el mismo sentido del tacto que el deporte por excelencia de las universidades de su país sigla: ninguno. No quiero insinuar, por supuesto, que el señor Bloom sea una animadora. Nuestra conversación derivó hacia los tres mejores autores del siglo XX. No era capaz quien esto escribe de reducir a tres, porque a cada instante me asaltaba un nombre; pero mi compañero, entre divertido y entusiasmado, decía: “Ése es uno de los tres”, aunque ya íbamos por el décimo o el undécimo. Hoy no sabemos qué autores serán leídos con devoción dentro de un par de milenios. Es verdad que seguimos leyendo a Homero, César o Jeremías, pero ¿quién? Además de algunos eruditos, los curiosos o los pocos que desean cultivarse. La historia de David es apasionante, pero ¿quién se acerca a ella? La Ciropedia enseña mucho más que la mayoría de los tratados de política que se escriben y cualquier diálogo de Platón alcanza una profundidad siempre nueva. Me duele reconocer que casi nadie los lee con atención. Y me temo que el futuro será peor, porque el invento ése del pseudolibro no sólo pondrá a prueba la atención del lector, sino que la liquidará. En otras palabras, ¿cuántos aprendemos hoy algunos poemas de memoria? El señor Bloom lo hace; esto le honra, aunque no comparto la opinión de Steiner sobre el papel de los EE.UU. en la cultura.

            He leído con placer la novela de Emmanuel Carrère, De vidas ajenas, Barcelona, Anagrama, 2011. De Carrère había leído la biografía del autor de ficción científica Philip K. Dick, porque la película Blade Runner me había hecho pensar [2]. No eligió mal Carrère. Puedo decir que he leído De vidas ajenas casi de un tirón, aunque la primera parte no acabó de convencerme. El interés fue creciente, pues desde el regreso del narrador a Francia todo adquiere otra tonalidad.

            Al terminar de leer el libro me he preguntado si realmente es una novela o se trata más bien de un testimonio novelado, uno de ésos que parecen haberse puesto de moda en el país vecino, y esto me ha llevado a cuestionarme si los personajes de una historia son más conmovedores por ser reales. Después he pensado que la misma pregunta era un error, pues todo personaje es real si el escritor ha sabido cumplir con su trabajo. Todos conocemos la historia de aquel personaje de Unamuno tan real que se niega a obedecer al autor. Carrère ha cumplido con su deber, pero  sólo parcialmente pues algunos de los personajes con un protagonismo claro—pienso en Patrice—parecen más bien construidos como un recurso contrapuntístico si se me permite la expresión. Dicho esto, es mi obligación reconocer que, pese a sus limitaciones, De vidas ajenas es una novela conmovedora y que he leído no sólo con interés: también con tristeza. Porque los asuntos que aparecen en el relato causan sufrimiento: la pérdida de un hijo, el cáncer que devora el presente de una madre dejándola sin futuro… No suelen ser temas habituales en la literatura de hoy. El autor lo ha abordado con honestidad y compasión asumiendo el papel de testigo—y es tal vez ese testigo, el propio Carrère, el personaje mejor construido por cuanto sólo se hace presente en su ausencia.

            No, Carrère no es un nuevo Dostoyeski; pero es que, además, nadie puede serlo. El autor francés, cuya fotografía en la solapa delata a un tipo simpático que va al gimnasio y que no tiene pinta de novelista al uso, no es responsable de los excesos de los críticos. Carrère es él mismo, me parece, y lo que hace grande a un autor no es ser otro autor, sino la capacidad de ser otro en cada uno de sus personajes.

            Hablar del sufrimiento ajeno nunca es fácil si uno no lo hace para burlarse de él o se recurre al truco fácil de las series de televisión que acaban riéndose de un tercero usado como chivo expiatorio. Por eso, entre otras razones, la televisión es muy mala maestra. Carrère ha tenido el mérito de acercarse con compasión auténtica—simpatía—al dolor de unas personas que son como cada uno de nosotros, de carne y hueso; que se hacen nuestras mismas preguntas y que, pese a la aparente serenidad, se unen al grito de don Miguel ante la muerte: “¡No!” Es, aunque no se sepa, el grito que antecede a la luz del octavo día.

            Shalom.

[1] Esta compra no tiene punto de comparación con la que llevaron a cabo algunos autores jóvenes, desesperados, que deseaban publicar a toda costa en alguna editorial de renombre. Conozco yo de primera mano la historia de un autor que consiguió publicar su primera novela vendiendo una finca propiedad de su sobrina… En este caso no se compró el favor de la crítica, sino la misma posibilidad de edición. Y es que todo se acaba sabiendo: el planeta es muy pequeño.

[2] El monólogo final de Rugte Hauer (Roy) me emocionó. Cito de memoria el final: “Todos mis recuerdos se perderán como lágrimas en la lluvia”. La película me llevó a la novela, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, y mi buen amigo Jordi, que anda haciendo su tesis doctoral sobre Jung, me regaló la biografía escrita por Carrère.



3 comentarios:

Hutch dijo...

Buena reseña. El monólogo del replicante de "Blade runner" tiene su precedente (¿o modelo?) en otro de Rex Harrison en "El fantasma y la Sra. Muir", cuando el capitán decide desparecer de la vida de su amada, hasta que sea la muerte la que los una en una eternidad nebulosa. Saludos.

Anónimo dijo...

Acabo da hacer una búsqueda en Google sobre la novela porque voy a empezar a leerla y ha aparecido su blog. Gracias por su reseña, no la ha destripado, además, me ha atraido eso que dice de la compasión. Cierto, no todos podemos escribir Los hermanos Karamzov. Un abrazo

Marina dijo...

Yo acabo de terminar de leerlo hace 5 minutos. Y si bien comparto tu opinión sobre las criticas pulicitarias, estoy de acuerdo un poco con una y es que me ha dejado un pequeño poso. Y eso cada vez me cuesta más con la literatura y el cine...y es algo que siempre busco. Me puedes recomendar algun otro libro?
Gracias!
Marina