domingo, 22 de mayo de 2011

Pascal Quignard

MIRAR... Y VER


            Sé que voy a disparatar; poco importa el seis de diciembre, el veinticuatro de julio y todas las demás fechas, salvo la de Celan en el puente de Mirabeau (con permiso de Apollinaire que ha cantado con voz hermosa la hija de Paul Auster, Sophie). Hay ojos que fueron espejos, ojos mirando siempre a los míos hasta que se quedaron ciegos, aun abiertos, mirando sin ver, dolidos y llenos de una curiosidad vacía sin por qué. En otro tiempo, me reconocieron. Quizás debería hablar de S. Lem, porque dejó escrita una novela terrible, su primera obra, sobre un hospital; ha sido la última que leí del polaco al que hace muchos años descubrí como autor de ficción científica. El hospital de la transfiguración, Madrid, Impedimenta, 2008 es un libro poco menos que aterrador; pero no es el momento de referirme a él. Quizás podría decir algo de la difícil novela del islandés Sjón, Maravillas del crepúsculo, Madrid, Nórdica Libros, 2011. Tal vez podría referirme al irregular poemario de don Santiago Costelo, Quilombo, Sevilla 2008, que tan bien ha editado Point de Lunettes. Tampoco es el momento, pues junto a versos muy hermosos hay otros propios de un mercenario, dicho sea con todo respeto. Ya dije que disparataría, porque ha comenzado una despedida sin fecha final, pero ruda y tan inclemente que detiene el tiempo precipitándolo [1].

            Lo he leído estos días; se lee con rapidez—poco más de sesenta minutos justos hacen falta—, aunque uno repasa las páginas con avidez, porque el autor sabe encontrar palabras precisas. Me recordaba sobremanera a Michon, al que tanto admiro, no sólo por la profundidad, sino sobre todo por la forma de decir. Escribir con sentido sobre pintura siempre me ha parecido difícil; pocos lo han hecho bien. Recuerdo ahora algunas páginas admirables de Mújica Láinez cuya estilo estaba a la altura de su gran sensibilidad; Los dominios de la belleza, publicado por FCE es prueba suficiente. Pascal Quignard se asemeja al autor argentino: tiene una enorme sensibilidad y, lo difícil, sabe comunicarla de manera extraordinaria. Sin duda Georges de la Tour, Valencia, Pre-Textos, 2010, será uno de los libros a los que volveré con frecuencia para aprender a mirar. Curioso que sean las letras las que nos enseñan el arte de mirar. Bien es verdad que algunas de las ideas que me han rondado siempre por la cabeza han encontrado precisa plasmación en el texto de Quignard.

            Tengo la costumbre de acudir con alguna frecuencia al Museo de la Merced para repasar algunas pinturas, sobre todo el maravilloso Santiago de José de Ribera. Hay en la sala grande, la que otrora fuese la iglesia del convento, un lienzo de gran tamaño, que se encontraba en el Colegio de Santo Tomás, primer Estudio General de Sevilla; representa la Apoteosis de Santo Tomás y presidió la iglesia del convento que los frailes predicadores tuvieron. ¿Qué hace este cuadro ahí? Me lo pregunté por primera vez hace muchos años, quizás tras una visita al Museo con Miguel Pérez del Valle.  A veces, si no hay público, me arrodillo delante del cuadro y digo una breve oración, porque tengo para mí que Zurbarán lo pintó para ser rezado ya que orar es ahí una forma diferente de ver. Como Santiago. Algo parecido me ocurrió en el Louvre, lleno a rebosar de gentes que no podían detenerse a contemplar porque no sabían. Es un arte que se pierde y en unos años los ojos dejarán de ver belleza para hacer sólo turismo. Me llenan de asombro esos vaijeros que, cámara en ristre, fotografían todo y en vez de ver lo que tienen delante se limitan a calcular sobre la pequeña pantalla de su carísima cámara; pero ya sabemos que el mundo moderno prefiere las pantallas a la realidad, la pornografía al amor y los esláganes a las ideas. En cierta ocasión una italiana, al verme de rodillas delante de Santo Tomás, me preguntó el motivo y acabó santiguándose. ¿Cómo miramos? Me temo que muchos miran para no ver más que sus prejuicios; esto, que es una evidencia respecto al arte de la primera mitad del siglo XX, sucede también con otras épocas: se cree entender lo que se ve, pero uno ni siquiera se ha dejado cuestionar por la palabra que sobre él pronuncia la belleza. La táctica de los agrimensores ha funcionado: todos están ciegos; saben clasificar perfectamente, medir y calcular. Nada más.

     “La Tour fue uno de los últimos genios del Renacimiento. Se opuso a la pintura de la época: al barroco sensual y drapeado de Vouet, al clasicismo humanista y lleno de remilgos de Poussin. Contemplar la pintura aún conserva para él su antiguo significado: orar ante la imagen doliente” (pág. 21).

            Vale un botón como muestra. En una época en la que los museos, ese invento de los agrimensores, se llena de gentes hambrientas de belleza, pero incapaces en muchas ocasiones de apreciarla porque han sido embrutecidos, no vendrá mal que nos paseemos despacio, sin prisas, y nos detengamos. El tiempo siempre se acaba y entre dos puntos media un infinito de experiencias. Pascal Quignard nos enseña y nos provoca. ¿Es necesario referir su biografía? [2] Esprit dijo: "No me consolaré nunca de morir". Aprendamos a mirar porque aún estamos a tiempo.

            Shalom.

[1] Vuelven los días de hospital. Ahora son más ásperos justo cuando la piel se ha vuelto más sensible.

[2] Libros y vidas. Hay una hermosa canción de Eric Clapton, al que llegué gracias a George Harrison. Padres e hijos, hijos y madres: el orden no importa demasiado: Would you know my name if I saw you in the heaven?

1 comentario:

Hutch dijo...

"El hospital de la transfiguración" está traducido por una amiga de mi mujer, Joanna Bardzinska, precisamente con la que se verá dentro de poco en Madrid, con motivo del festival de teatro de otoño en primavera. Joanna fue novia de un gran escritor de mi quinta, David Torres: mejor profesional que persona (y no me dejo confundir por resquemores de pareja). ¡Ánimo con los asuntos familiares! Saludos.