lunes, 28 de febrero de 2011

Simon Leys

EL ARTE DE NO DECIR TODO
También es posible sonreír


            Vengo una vez más a hablar de un libro de reciente lectura; libro que me ha hecho disfrutar mucho no sólo porque está dotado de un fino sentido del humor, sino porque su autor ha sabido reírse sin armar mucho ruido de la corrección sociopolítica que nos invade. Tenía que ser, desde luego, un especialista en cultura china. Me refiero a Simon Leys, La felicidad de los pececillos. Cartas desde las antípodas, Barcelona, Acantilado , 2011 [1]. El nombre del autor esconde a Pierre Ryckmans [2], nacido en Bruselas en 1935; estudió Derecho en la Universidad Católica de Lovaina [3]; posteriormente, en Taiwan, aprendió Sinología. En 1970 decidió establecerse en las antípodas y, vista la situación de Bélgica, parece que fue todo un acierto pues es una forma de estar al derecho cuando todo se pone al revés. La única manera de ver las cosas correctamente es, con frecuencia, ponerse en relación con los otros boca abajo; en efecto, “menos yo, todos están locos”. Así, pues, estas Cartas desde las antípodas son, en realidad, unas cartas desde la cordura pues la lejanía permite observar con mayor claridad si uno no es, como yo, miope (aunque para algo están las gafas). De hecho, el horizonte sólo se puede otear desde la lejanía. Leys ha escrito mucho, ha recibido premios diversos y en fotografía parece hasta simpático... Al leer este libro nos divertimos mientras aprendemos: ¿se puede pedir más?

            La felicidad de los pececillos es una colección de artículos publicados por motivos diferentes, pero que tienen un denominador común: la agilidad mental y ofrecernos una perspectiva diferente de la realidad (bueno, por algo son cartas desde las antípodas, ¿no?). La lucidez de Leys es enorme y esto hace especialmente atractivo su libro, pues es capaz de decir algunas cosas complicadas de forma extremadamente sencilla (bueno, por algo se especializó en una cultura del extremo oriente, ¿no?). El gracejo, al que no es ajeno el traductor, José Ramón Monreal, hace que La felicidad de los pececillos se convierta en una lectura deliciosa a la que apetece volver nada más vuelta la última página. Además, Leys ha sido fumador... como el padre de C. S. Lewis.

            Wittgenstein decía que su Tractatus tenía dos partes: la más importante era la que no había escrito. Del libro de Leys podría decirse lo mismo: hay una parte dicha, pero también hay unos supuestos no se dicen y son la conclusión necesaria de quien realice una lectura inteligente (y todo autor desea tener lectores inteligentes, supongo). Sin duda, los artículos de Leys pueden examinarse apresuradamente, en mitad del bullicio, pues parecen ligeros; pero también cabe hacer de ellos una lectura más en profundidad descubriendo esos supuestos, pues estoy seguro de que muchos modernos también sonreirán con las palabras de Leys, pero torcerán el gesto si llegan al fondo del asunto. En este sentido, La felicidad de los pececillos me ha recordado a un libro del que hablé hace poco, París – Nueva York -París.

            Recuerdo haberme reído gracias a muchos autores. Nuestro hombre en La Habana, de  Graham Greene, me hizo disfrutar mucho; pero también he sonreído merced al genio de Mario Vargas Llosa. Las novelas de Bryce Echenique fueron capaces de arrancarme verdaderas carcajadas. Sí, toda buena literatura está llena de humor y, si no, que se lo digan a Cunqueiro o a Pombo. El humor es una muestra de buen pulso literario y saberlo manejar no es sólo difícil, sino una verdadera virtud. Aún recuerdo con placer los hallazgos humorísticos de Hidalgo Bayal. Por razones personales he tenido que leer obras de sesudos autores, verdaderos tochos  alemanes, con perdón, a veces intragables. Erasmo me hizo descubrir muy pronto que asuntos verdaderamente serios tenían su mejor tratamiento en el humor; la obra dedicada a Tomás Moro es muestra suficiente; y Hegel, en cuya compañía he pasado muchas horas [4], consiguió hacerme parecer un loco cuando critica sin mencionarlo (quizás porque es impronunciable) a Schleiermacher.

            Ya he hablado demasiado y temo haber caído bajo el dictum marxista: “Más vale parecer tonto y permanecer callado que no abrir la boca y despejar las dudas definitivamente”. Pero no quiero despedirme sin recomendar el artículo El imperio de lo feo: no es que la gente no sepa qué es belleza; más bien es que tienen un mal gusto exquisito.

            Shalom.

[1] “Las antípodas”, es decir, alguien que geográficamente está opuesto diametralmente a nosotros. En algún lugar dice alguien (así le gusta citar al autor de la Carta a los Hebreos lo cual, sin duda, es mucho más cómodo que andar buscando referencias) que se ha impuesto el femenino cuando lo normal sería el masculino: “Está en los antípodas”; pero el uso manda y aunque don Fernando Lázaro pudiese tener razón (me parece que era él y no Valentín García Yebra, el magnífico traductor), encuentro más natural el uso del femenino.

[2] En realidad no lo esconde de ninguna manera. El pseudónimo (la Academia lo llama sencillamente seudónimo, pero me niego a que se pierda la pe en la transcripción de la psi) tiene quizás otra finalidad en este caso, porque de ningún modo consigue encubrir al autor. De todas formas, es posible que en otro tiempo lo consiguiera.

[3] La referencia confesional es omitida por casi todo el mundo; parece que la palabra “católico” provoca algo semejante a una alergia, ronchas incluidas. Esto es divertido porque con la pretensión de criticar la superstición se actúa supersticiosamente con las palabras, otorgándoles un poder enorme.

[4] Mala fama tiene Hegel y hay quienes incluso han buscado la dificultad de su estilo en sus juveniles ejercicios de griego. No sólo Schopenhauer, sino también el danés y el de Röcken, contribuyeron a la mala fama del profesor de Berlín. Lo divertido de todo el asunto—y tengo para mí que en el Cielo el amigo Georg se habrá burlado de sus críticos—es que criticar a Wilhelm supone darle la razón. Y que Friedrich tenía un fino sentido del humor lo demuestra, entre otras cosas, su carta de petición de mano. Todo lo cual no implica que el de Sttugart fuese un santo (bastaría recordar el comportamiento que tuvo con alguno de sus hijos), pero sí nos enseña que la verdad nunca se descubre en un único plano.

1 comentario:

Hutch dijo...

Reseña de "La luz de la noche":

http://crisisdepapel.blogspot.com/2011/03/pietro-citati-momentos-estelares.html