lunes, 21 de febrero de 2011

Noches de negro sobre blanco

LECTURAS DE HOSPITAL
Dos


            He leído en estos días, como dije, algunos libros. Quiero empezar citando el que me regalaron en la Librería Palas [1]: Varujan Vosganian, El libro de los susurros, Valencia, Pre-Textos, 2010. Se trata de una obra deliciosa en la que se nos acerca a una parte sustancial de la desgarrada historia del pueblo armenio en el siglo XX. Todos sabemos cómo empezó: Los cuarenta días de Musa Dagh pueden ser testimonio suficiente. El genocidio del pueblo armenio a manos de los turcos [2] es sólo el inicio de una historia llena de dificultades y de recuerdos que sólo pueden susurrarse. La historia es aquí el recuerdo de los que se fueron,  de los que fueron obligados a partir, a veces seducidos por promesas que nunca se hicieron realidad. Escrito en forma de memoria, El libro de los susurros es una historia que conmueve, hace reír y emociona. El relato de la reunión en la iglesia para discutir planes de futuro es una muestra maestra de cómo quien sabe escribir sabe arrancarnos una sonrisa incluso en momentos de tragedia. Visto desde un hospital, la obra de Vosganian resulta reconfortante; sé que puede resultar paradójico, pero este recorrido lleno de dolor por los totalitarismos del siglo más sangriento de la historia nos hace ver que quien tiene coraje—courage: corazón—puede permanecer de pie incluso en las circunstancias más adversas, aunque deba susurrar sus palabras, sabiendo que la ternura o la oración también se dicen entre susurros.


            En el hospital también he leído la obra de Fred Wander, La buena vida o de la serenidad ante el horror, Valencia, Pre-Textos, 2010. El autor, nacido en Viena en 1917, huyó del Anchluss y se refugió en París a través del inseguro camino Suizo, como señla repetidamente en el libro; de Francia fue deportado, tras pasar por Drancy, a Auschwitz y fue finalmente liberado en Buchenwald al acabar la guerra. Regresó a Viena, cuidad en la que permaneció hasta que en 1958 se asentó en la República Democrática de Alemania (RDA) para regresar veinticuatro años más tarde [3] a la capital del Reino de Oriente, donde finalmente falleció en 2006. La buena vida es algo semejante a una biografía, ciertamente novelada, pero en la que los detalles son índice de una situación en la que la indiferencia ante el destino del prójimo, esa serenidad ante el horror del subtítulo, fueron moneda cotidiana. Sin embargo, el libro de Wender no se detiene ahí: avanza hacia los años duros de la posguerra, la búsqueda de amigos en un mundo en ruinas y la búsqueda, tal vez inconsciente, de eso que hoy llamamos felicidad y antes se llamó salvación Quizás la constante que permanece, y no intacta, sea Viena. Este recorrido por la Europa desangrada, una cultura que jamás volvería a ser la misma, no sólo nos hace aprender, sino sobre todo meditar en lo que nosotros hemos hecho.

            Curiosamente, estas dos lecturas de hospital—lugares de dolor salvo las maternidades a la que el descerebramiento de lo políticamente correcto ha hecho cambiar de nombre por “hospital de la mujer”—están marcadas por el sufrimiento personal y colectivo pero no se aferran a él, tal vez por eso consuelan, sino que nos ayuda a comprender—recto conocimiento que diría el Iluminado—que más allá de la superficie, en la profundidad, la vida de los hombres está llamada a la plenitud. Luis Rosales, tan sabio, señalaba que la plenitud te llena, pero no te acompaña. No obstante, algo late en nuestro pobre corazón de carne que nos hace buscarla. No se trata de ningún derecho a la felicidad (expresión que se me antoja un espanto), sino de ese deseo incolmable, pero también insobornable, precisamente por ser deseo, de alcanzar la luz.

            Me gustaría hablar de poesía; pero ya me he alargado bastante. Sin embargo, recordaré a María Mercedes Carranza, Poesía completa, Sevilla, Sibilina, 2010. Excelente poeta colombiana; compré también en los días de hospital, que ahora hasta se me hacen dichosos, un libro de Vicente Huidobro, El pasajero de su destino, Sevilla, Sibilina, 2008. De Huidobro recuerdo siempre unos hermosísimos versos que me traen recuerdos de jóvenes llenos de entusiasmo:

Se van las flores y las hierbas.
El perfume apenas llega como
una campanada de otra provincia.
Vienen otras miradas y otras voces.
Viene otra agua en el río.

            Sin embargo, quiero acabar estas líneas con Jeremías. Ahora Julio Trebolle y Susana Pottecher han hecho una nueva traducción y comentario del libro de Job (Madrid, Trotta, 2011). Aún no lo he acabado: el texto me parece interesante, pero la traducción me resulta incómoda; prefiero mil veces no sólo la de Fray Luis (que tanto ensalzase Borges), sino la magnífica que hicieron Luis Alonso Schökel y el poeta José Luz Ojeda. El libro de Job toma prestadas algunas ideas de Jeremías; las que deseo citar son éstas:

¡Maldito el día que nací,
el día que me parió mi madre no sea bendito!
¡Maldito el que dio la noticia a mi padre:
“Te ha nacido un hijo”, dándole un alegrón!

            Y eso sólo es el comienzo.

            Shalom.

[1] He hecho referencia ya en otras ocasiones a esta librería, que se encuentra muy cerca del cruce entre las calles Asunción y Virgen de Luján. Amparo tuvo la gentileza de obsequiarme con el libro de Vosganian en un gesto que me hizo sentirme honrado. Lógicamente, semejante detalle sólo es posible en las librerías con alma y no en aquellas que son, simplemente, cadenas comerciales. Sin embargo, visto el dudoso futuro del libro por esa mala copia que han dado en llamar “libro digital”, uno empieza a sospechar que no hemos llegado a lo peor.

[2] Genocidio que el gobierno turco niega de manera sistemática. Baste decir aquí que la Turquía moderna—esa que algunos insisten en presentarnos como modelo de convivencia—hunde sus raíces en la política genocida de los “Jóvenes Turcos”, quienes fueron los que hacia 1915 organizaron el plan asesino. Quien quiera saber algo más puede leer en Genocidio Armenio.

[3] Las reparaciones al Estado de Israel—y es algo que suele olvidarse—fueron pagadas exclusivamente por la República Federal. La RDA se quiso a sí misma (o, más bien, la URSS lo quiso) como una nación nueva, sin ninguna continuidad con el pasado. Sólo algunas instituciones, como la Iglesia Luterana, recordaban la antigua unidad nacional (de la que Prusia fue amputada). ¿Quiso la RFA asegurar con el pago de indemnizaciones la continuidad histórica de la nación o no le quedó otro remedio? Alemania es nuevamente un país sin siglas...


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Me quedo con los susurros, la ternura y las oraciones. Felicidades, me ha gustado mucho lo que ha escrito. No nos abandone y siga guiándonos. Un saludo

Hutch dijo...

Lamentablemente, el hospital, desde Navidad y hasta hace pocos días, también ha sido para mí un lugar frecuentado. La lectura ayudó al transcurso de los días (y las noches), y comparto contigo, ahora que las obligaciones filiales han quedado atrás, esa nostalgia de la lectura samaritana: Lorenzo Silva, Gustavo Martín Garzo (última oportunidad para mi paisano), Eduardo Mendoza, Patricia Cornwell... Saludos.

Valentín J. Ansede Alonso dijo...

Gracias a los dos amigos por haber dejado su comentario.