viernes, 23 de enero de 2009

Recuerdos de lecturas

LEER
(para EGO)

Muchas veces en los últimos tiempos me he preguntado qué es lo que nos lleva a leer; por qué personas, supuestamente con la misma formación, acaban siendo tan diferentes en lo que respecta a la lectura. Cuando yo era joven -en los tiempos de maricastaña- todos deseábamos ser lectores voraces. Recuerdo a mi hermano mayor levantándose antes del alba para devorar, casi literalmente, a Mario Vargas Llosa o, sobre todo, a Julio Cortázar, que por entonces causaba furor en la juventud española -el célebre boom de los escritores latinoamericanos (pues no estaba bien visto por los mandarines de la época hablar de Iberoamérica o, peor parecía, de Hispanoamérica. Si he de ser sincero, hoy uso preferentemente el adjetivo “latinoamericano”, pero por costumbre, pues me parece bastante más cabal “hispanoamericano”; de hecho, ¿sería Walcott un latinoamericano pese a los esfuerzos que ha hecho García Márquez por ampliar el ya inmenso Caribe?). A todos nos parecían pobres las modestas bibliotecas de nuestras familias -con su Biblia, sus Episodios Nacionales, con los Maestros Rusos, con los premios Nadal y Planeta, y Cela al completo, algunas obras sueltas de Calderón y Lope, pocos poemarios (Bécquer, el insoportable sevillano, sobre todo) y enciclopedias (el Espasa), algunas obras técnicas y poco más. En mi casa había, además, algunas obras de misterioso nimbo: Reportaje de la Historia, Mitologías: del Mediterráneo al Ganges, Grandes Misterios de la Historia y otras por el estilo; numerosos libros de cocina, que entonces no sabía valorar, pero que hoy me parecen inestimables; las lecturas preferidas de mi madre: Agatha Christie, el padre Brown y muchas historias de detectives. Mi madre no varió sus gustos, pero sus hijos -su hijo mayor sobre todo- y algún buen amigo la llevaron a leer a los latinoamericanos: el formidable Rulfo, tan tétrico a veces pero tan buen escritor; el poderoso Borges, Vargas Llosa, Onetti, el inimitable y genial Gabriel García Márquez..., pero también a Böll, a Camus, Robert Musil y otros que se me han ido de la memoria.

He recordado en otras ocasiones la habitación de mi hermano mayor, un tipo realmente bueno y simpático, atestada de libros que se amontonaban en anaqueles de dudosa estabilidad -de hecho, una noche despertó cubierto de libros porque una de las estanterías fijadas a la pared cedió por el peso. Colgado en alguna parte un libro con una reclamación de la época: “Por una literatura participativa”, concepto que a mí, por entonces en cuarto de bachillerato, se me escapaba. Yo andaba por entonces liado con Salgari, Stevenson, Kipling y otros aventureros de la pluma -Kim de la India es una obra maravillosa, pero también Sandokán-. Bruguera, que no sólo editaba tebeos, nos hizo el favor (flaco a veces) de poner a nuestro alcance muchos libros a buen precio. Recuerdo haber comprado en la Feria del Libro Antiguo (aunque quizás ni se llamase así) dos novelas: Quo vadis? y Los últimos días de Pompeya; si no me falla la memoria, gasté tres pesetas. Intentaba, empero, subir el nivel y, claro, tiré de clase de Literatura: leí Los Milagros de Nuestra Señora (pese a la oposición de mi tutor empeñado en hacerme leer El diario de Daniel y La vida sale al encuentro, obras que leí con más gusto que a Berceo, pero en mi defensa cabe decir que sólo tenía trece años). Cogí de la biblioteca paterna Zaragoza y creo que su lectura fue la que me hizo cogerle una manía eterna a don Benito, que, el pobre, no tenía la culpa de mis atrevimientos. Lógicamente, leía muchos tebeos: Pulgarcito, DDT, Mortadelo... pasé una fase de adicción al Capitán Trueno (nombre formidable donde los haya), pero prefería la época de El Corsario de Hierro, cortado por el mismo patrón que El Jabato y que El Capitán Trueno. Si prefería la época del Corsario era porque en clase de Historia conocimos la maldad de los ingleses y era un placer ver a un español plantarle cara y derrotar a los súbditos de la Reina Isabel. Nunca leí a Roberto Alcázar (que me parecía una cosa relamida), pero sí Hazañas Bélicas (que reproducíamos jugando con los soldados de plástico que nos vendían empaquetados: los soviéticos eran, con diferencia, los mejor hechos) y, sobre todo, Tintín. Llegar a casa después de las clases de la tarde y comer una naranja mientras leía una aventura de Tintín era un placer indescriptible (me comía hasta la cáscara y después el trozo de pan sabía bien dulce).

Creo que fue el verano de cuarto, en las vacaciones en Valencia, cuando descubrí a Miguel Hernández y en quinto a don Antonio Machado. Después llegaron Aleixandre, Cernuda, el gran Dámaso, León Felipe, Lorca, Juan Ramón... casi un veneno la poesía, y uno, pobre, imitaba mal los versos que admiraba. Mi hermano me llevó, casi sin darse cuenta, a leer cada vez más -pues el pequeño nunca deja de admirar al mayor y, es hermoso, no hay rastro alguno de envidia en esa admiración. Descubrí a Pla (al que estos días estoy releyendo), pero también al Cela de Viaje a la Alcarria (aquellas admirables ediciones de Destino), a Baroja -inestimable ayuda en la juventud no sólo por El árbol de la ciencia, también por sus relatos de la guerra carlista-, a don Miguel de Unamuno (¿cuántas veces releí La agonía del cristianismo hasta creer que lo entendía? Me tragué de un solo bocado San Manuel Bueno, mártir que tantos quebraderos de cabeza creó a un chico de quince años,y Niebla). Todos estos libros son recuerdos imborrables de las hermosas tardes grises. Sin duda, muchos de los de mi edad guardarán imágenes parecidas en sus memorias. Nunca fui aficionado a la Semana Santa ni a la Feria (de hecho, me gusta perderme en la soledad y no entre las multitudes de un, pongamos por caso, partido de balompié), salía poco y leía mucho. Mi profesor de Literatura y de Historia del Arte era el modelo -aunque ya sabía que jamás le llegaría a los talones. Él, mi hermano mayor y algunos más consiguieron, sin proponérselo, que me aficionase a la lectura. Jamás podré agradecérselo lo suficiente. Otro día dejaré otros recuerdos, y llorarán las nubes ángeles.

Todo esto está escrito como humilde agradecimiento a EGO, a quien no conozco pero que se ha preocupado por mí. Te doy algo de mi vida: sé que no es mucho, pero no me queda mucho más.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso y muy tierno. ¡Qué pena no ser EGO!

Anónimo dijo...

EGO
Volver con la frente marchita
las nieves del tiempo, platearon mi sien.
Sentir que es un soplo la vida,
que veinte años no es nada
que febril la mirada
errante en la sombras te busca y te nombra
Vivir con el alma aferrada a un dulce recuerdo
que no ha de volver.

Agradezco enormemente tus palabras porque me han devuelto a mi infancia que bien pudiera ser la tuya.
Mis recuerdos también están ahí.
Hermanos mayores, medianos, pequeños: muchos tebeos . Colecciones para niños que destrozaban los clásicos, no lo niego, pero contribuyeron a familiarizarme con autores e historias que no hubiesen llegado a mi de otra forma. La minúscula biblioteca de casa con libros “viejos” (¡qué complicado es valorar las cosas a ciertas edades ¡), la Biblia, algún libro piadoso, el poeta sevillano con sus rimas y leyendas, un curioso popurrí de poetas iberoamericanos (confieso sin rubor haberlos leído con verdadera emoción)…;Muchos de estos libros estaban pintados por alguna mano inocente que, a falta de folios, ensayaba rúbricas de tinta entre sus páginas.
Mi hermano mayor era poco lector así que de mi bolsillo, a veces con ayuda de mi padre, salieron las primeras lecturas obligadas de colegio que, por supuesto, pasaban previamente por la censura familiar: Milagros de Nuestra Señora, La Celestina, El Conde Lucanor…más tarde Tiempo de silencio, Luces de Bohemia… Comencé a discernir entre los libros que eran míos y los que, tal vez, heredaría algún día. Un pequeño tesoro.
Me escondía debajo de la mesa de camilla a leer y, en el aislamiento ficticio de sus faldones, imaginaba esa vida diferente que nos ofrecen dramaturgos y poetas, clásicos y rufianes de la palabra…”Huir de la vida”. He seguido huyendo.

Te doy las gracias por esa parte íntima que me regalas. Hoy no vengo con las manos vacías: te regalo lo que soy. Poco me queda también.

Al anónimo escribiente: seguro que también tienes parte de EGO. No te apenes. EGO es sólo humo.

Anónimo dijo...

me ha molao pero falta... algo, nosé. Eso que tiene Larra o Muñoz Molina eso que te coge el pechizquito y no te suelta...

Valentín J. Ansede Alonso dijo...

¿Querrá el ex-alumno decirme su nombre...?

Anónimo dijo...

El más guapo y listo que tuvo!! ;)-