Un libro de Gonzalo Hidalgo Bayal
Hace relativamente poco cayó en mis manos** la novela corta de Gonzalo Hidalgo Bayal, Campo de amapolas blancas, Barcelona, Tusquets Editores, 2008. Es la historia de una amistad o, tal vez, la historia de un desencuentro progresivo: nuestros amigos de la primera juventud -se ve que no soy joven hace mucho, pero recuérdese que ser joven no es ningún mérito: es sólo cuestión de tiempo, como ser niño o viejo-, aquellos que parecieron carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre, acaban alejándose a veces de nosotros y nosotros de ellos. Gonzalo Hidalgo narra magistralmente esa historia de todas las épocas, y lo hace con un deje de nostalgia (que, no se olvide, significa “dolor del hogar”) y con la tristeza del que ha pasado por ahí. Esto no quiere decir que el relato sea autobiográfico, pero sí que se tiene la impresión de que hay mucho de la experiencia personal del autor puesta en Campo de amapolas blancas. Sin embargo, una buena novela no necesita sólo una buena historia, sino también y quizás sobre todo alguien que sepa narrar la historia: Gonzalo Hidalgo maneja el castellano magníficamente y es capaz de construir frases como edificios. Luis Landero ha escrito el epílogo, que sobra no porque no sea certero, sino porque la novela no necesita ningún apoyo exterior: se basta a sí misma. La escritura de Gonzalo Hidalgo es una de ésas que uno acaba, sanamente, envidiando.
** ¿Cómo cae en nuestras manos un libro? Suelo frecuentar librerías (citaré sólo algunas: Palas, Céfiro, Reguera, San Pablo, Repiso, Al Andalus, Yerma, La Casa del Libro, Beta...) y prefiero, sin duda, aquellos establecimientos en los que no siento el aliento del encargado detrás de mi nuca con la pregunta “¿desea usted algo?” que me impide ver con tranquilidad los libros. En la Heroica Ciudad, muy Leal, quedan algunos de esos establecimientos, pero para nuestra desgracia también en el ámbito de las librerías se están imponiendo las grandes cadenas nacionales; ya pasó antes en EE.UU. y en Francia; de hecho, el año pasado vi con tristeza que en Place de la Sorbonne había desaparecido una histórica librería y era sustituida por una de esas cadenas de ropa juvenil... “¿Rebeldía?”, preguntaba un joven en un dibujo de El Roto y respondía: “¿No es una marca de calzado juvenil?” Sigue quedando en la espléndida placita la Librairie Philosophique J. Vrin (6, Place de la Sorbonne, Ve) en la que se puede encontrar el imprescindible libro de M.-D. Chenu, La théologie au XIIe siècle, París, Ed. Vrin, 1957, que el italiano U. Eco (famoso por hacer aristotélico a un franciscano: intelligenti pauca) reconoció haber usado abundantemente en la elaboración de su tesis doctoral. Los dependientes de las cadenas a las que me he referido pueden ser muy amables e incluso es posible alcanzar con ellos una relación de amistad, pero ni la selección ni el fondo editorial dependen de ellos, sino que se corresponde a intereses comerciales que sólo difícilmente casan con los culturales. Pues bien -y perdón por el rodeo-, la sana costumbre de visitar librerías hace que de vez en cuanto nos fijemos en la fotografía que ilustra la cubierta de un libro o en el retrato del autor o en la faja de presentación... Con el libro de Gonzalo Hidalgo me sucedió exactamente eso: en primer lugar, la faja que envolvía el libro contenía una declaración de mi admirado don Rafael Sánchez Ferslosio en la que se dice que es una obra “magnífica y conmovedora”. ¿Y quién es uno para no hacer caso a don Rafael Sánchez Ferlosio, uno de los mejores, si no el mejor, Delibes dixit, escritores españoles del siglo XX? En segundo lugar, la fotografía de la portada reflejaba un no sé qué ya vivido, una juventud que se ha ido, pero que está ahí: dos sonrisas francas y el deseo inmenso de rozar la felicidad. Y en tercer lugar, la fotografía del autor, con la cabeza ligeramente inclinada y el gesto serio, pero amable. Con los libros, como con la vida, es bueno dejarse guiar por la intuición, pues al menos con los primeros uno puede abandonar si no le agradan demasiado los que lee.
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