UN PREMIO
El año dos mil dos el Premio** Booker fue para alguien nacido en España, pero que es canadiense: Yann Martel, Vida de Pi, Barcelona, Ed. Destino, 2003**. Sin embargo, yo no lo compré porque en la portada, hermosa como suelen ser las de Destino, figurase “Premio Booker 2002”, pues confieso alegremente mi ignorancia: no conocía la importancia de ese premio ni hasta el momento le había prestado la más mínima atención. Si llegué a Vida de Pi fue gracias a un profesor de Literatura que pensó que podría gustarme. Y me gustó mucho: demostró no sólo que sabía literatura, sino también que era capaz de calar al prójimo. La obra no es extensa (334 incluyendo el glosario final), pero en algún momento -pienso en la estancia de Pi en la isla- puede hacerse larga. Sin embargo, Martel sabe remontar el vuelo y el final de la novela es inolvidable: ¿cuál es la realidad? ¿Nos devuelven los japoneses a ella? La confluencia entre el mundo onírico y el real, la ambigüedad de las fronteras está narrada con gran maestría. Además, el arranque es fantásticamente divertido. El argumento es enrevesadamente simple: la venta de los animales de un zoológico (no sé si alguien ha reparado en lo terrible de esa palabra, pues el zoon logon parece ser que es el ser humano...) y el naufragio en mitad del Pacífico del barco que los traslada. Los supervivientes, entre ellos Pi, se las tendrán que apañar en un bote salvavidas de los antiguos; pero la novela es mucho más.
**Los premios literarios están hoy permanentemente bajo sospecha de amaño. La razón es bien sencilla: las grandes editoriales -como todas las empresas- no pueden permitirse el lujo de dejar de ganar dinero y para ellas ganar menos es equivalente en la práctica a no ganar. Si dotan un premio con una suculenta cantidad, deben garantizarse ventas suficientes de la obra y, si es posible, repercusión en los medios de comunicación de masas. El problema es más complejo de lo que a primera vista podría parecer (salvo que el editor encargue directamente al autor la obra que será premiada: se ha dado el caso y se seguirá dando según me consta de las fuentes más fiables), porque el jurado puede tener apariencia de insobornable; pero, claro, a ningún jurado le agradaría premiar a un escritor mediocre o una mala obra. Entonces... entonces surgen, por una parte, los lectores previos, que seleccionan las obras que llegan a los jurados y, por otra, las presiones, pues el jurado de hoy quizás sea el autor premiado de mañana. La solución suele ser que cada vez con más frecuencia los premios literarios generosamente dotados económicamente se dan a autores consagrados o casi; sólo en alguna ocasión, cuando se encuentra una obra realmente hermosa, puede correrse algún riesgo si la editorial está dispuesta a realizar una campaña de ventas agresiva. En resumen: la mayoría de los premios literarios de cuantía son previsibles. Y digo de “cuantía” porque hay premios cuyo importe en metálico es parco, pero que son importantes: en éstos sí se corren riesgos y puede descubrirse algún autor antes de que empiece a escribir para las ventas editoriales, pero ése es ya otro problema en el que algún día será bueno meditar; mas como dije al inicio de esta gaceta, por llamarla así, soy persona más de libros que de autores. No es ninguna necesidad que alguien que ha escrito un buen libro escriba otro igualmente bueno y, desde luego, las cualidades literarias no se transmiten de padres a hijos: no se adquieren por vía de herencia biológica. ¿Qué sucede entonces? Sencillamente, que los apellidos venden.
**Alguno, movido sin duda por el sano deseo de meter su dedo en uno de mis órganos de visión, podría decir: “¿No puede hablar de algo más moderno?” Porque, claro, un libro con seis años parece ya una antigualla. ¿Qué pensar de Homero, Cervantes o el inefable Torrente? La semana pasada acudí a uno de mis libreros y le pedí que me recomendase una novela (Fante no, por favor). Su respuesta fue primero una elusiva: “Yo leo sobre todo ensayos” para pasar, posteriormente, a la sinceridad: “Hay tantas novedades editoriales que no sabría cuál... Antes había una docena o poco más de novedades, pero ahora tenemos que cambiar la mesa todas las semanas”. A la literatura también la alcanzado la mentalidad ultramoderna (en fin, José Antonio Marina, en fin) de usar y tirar. Una persona a la que admiré mucho, y a la que quise más, me dijo de broma en una ocasión: “La imprenta ha sido un invento del diablo, porque gracias a ella he tenido que leer libros que no hubiese querido leer jamás; antes, cuando los libros se copiaban a mano, sólo sobrevivían las grandes obras”. Fue, sin duda, una boutade (deberíamos decir “butada”, que suena más castizo), pero hay mucha razón en criticar la creciente mercantilización de la literatura.
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