MIENTRAS NO CAMBIEN LOS
DIOSES…
Hablaré del último libro de Antonio Muñoz Molina, Todo lo que era sólido, Barcelona, Seix
Barral, 2013. Quiero hacerlo, aunque me asaltan algunos temores, pues pese a un
acuerdo de fondo con lo que el escritor jiennense sostiene en el libro, hay
matices. Quiero, sin embargo, hacer honor a lo que dice en la página 250: “El crítico literario que lea el libro de
verdad antes de juzgarlo”. No soy crítico literario ni merezco título
semejante, pero sé, porque durante un tiempo de mi vida trabajé haciendo
recensiones para algunas revistas, que en muchas ocasiones los críticos se
conforman con echar un vistazo por encima a la obra para acabar repitiendo algunos
lugares comunes. Procuraré, porque Muñoz Molina me merece un inmenso respeto,
proceder con prudencia, pero sin dejar de lado la crítica. Antes de entrar en
faena quiero referirme al título, pues hace alusión a una conocidísima frase de
Karl Marx que, sin embargo, no
aparece citada en el libro de manera completa. Fue el título de un hermoso y
profundamente crítico libro del Marshall
Berman, Todo lo sólido se desvanece
en el aire, Madrid, Siglo XXI, 1991 cuya lectura no dudaré nunca en
recomendar y que me hace recordar, además, a un maravilloso compañero de
Filosofía de hace muchos años.
Empezaré diciendo que el tono de Todo lo que era sólido—salvo en
ocasiones—es mesurado. Estamos tan acostumbrados a los insultos que resulta asombroso
y gratificante lo que debería ser normal: proceder
con palabras medidas, sin ánimo de ofender, aunque no sin ánimo de debatir,
porque se anda buscando la verdad, y
como a Muñoz Molina le gusta citar a don
Antonio Machado, recordaré unos versos de éste:
¿Tu verdad? No, la
Verdad,
y ven conmigo a
buscarla.
La tuya,
guárdatela.
Éste
es mi ánimo al hablar del libro: abandonar la búsqueda partidista (no exenta de
intereses, porque toda razón está guiada por un interés, como nos dejó dicho Jürgen Habermas) y ponerme en camino de
lo que nos une. El tono de Todo lo que
era sólido me ha recordado un poco al de Mario Vargas Llosa, pero en el caso del escritor ubetense me ha
parecido encontrar un ánimo más exhortativo. Me Sorprendió la expresión “una burbuja asciende en el aire” (pág.
10), porque en ese caso yo hubiese hablado de pompa: relaciono las burbujas con el agua. No puedo, sin duda,
pretender corregir a Muñoz Molina—ni es mi intención—, mas me ha asaltado la
duda. Consultado el DRAE he encontrado la siguiente definición de burbuja: “Glóbulo de aire u otro gas que se forma en el interior de algún líquido
y sale a la superficie”. Sólo el adelanto de la vigésimo tercera edición
recoge la acepción “Proceso de fuerte
subida en el precio de un activo, que genera expectativas de subidas futuras no
exentas de riesgo”. Como en otros casos, me parece que hemos tomado
prestada una expresión del inglés (real
estate bubble, housing bubble, property bubble) para traducirla
literalmente y pienso que la palabra pompa
inmobiliaria describiría con mayor precisión lo que ha sucedido, pues los
precios de la vivienda ascendieron como una pompa de jabón en el aire y
pincharon (¿pueden pincharse las burbujas?): eran extremedamente frágiles,
aunque capaces de producir ilusión [1]. Por otra parte, me da pena que hayan
sido abolidos algunos verbos defectivos: sigue pareciéndome una agresión al
castellano. Dicho esto, no dudaré en afirmar que Muñoz Molina escribe como
pocos autores y que su estilo—inteligible, sencillo y directo—consigue una
prosa admirable.
Todo lo que era sólido pretende en alguna ser una reflexión serena
sobre las causas que nos han llevado a la actual crisis. De este modo se
convierte en un ejercicio de memoria
del que el propio autor no pretende salir, como Daniel, incólume de las llamas,
pues reconoce que también él estuvo ciego. Escribe Muñoz Molina a toro pasado y
así nos ofrece una peculiar perspectiva, pues da la impresión de que nadie se
daba cuenta de lo que sucedía: ¿nadie alzó su voz? No es mi recuerdo, pero el
profetismo—la denuncia de la idolatría—tiene muy mala prensa entre nosotros (con independencia de la propiedad
editorial), pues vivimos en una sociedad supuestamente politeísta, pero que
vive bajo el hechizo del dios Consumo a cuya voluntad ofrece numerosos
sacrificios, en muchas ocasiones humanos, de los que habla Muñoz Molina con
acierto, aunque sin usar estos términos. Existe, nadie lo duda, la corrupción,
pero me parece que los problemas de nuestra sociedad son más profundos: la
corrupción es la pústula que se abre en la superficie de un organismo enfermo.
El capitalismo convertido en un panteísmo en el que el dios Consumo todo lo
absorbe, se convierte en la única realidad al que rendimos culto como ciegos en
un subterráneo, porque nos hemos vuelto incapaces de imaginar que existe la
luz. Y, es una buena noticia, hay otro
modo de ser. A éste también apunta Muñoz Molina. Un buen ejemplo de esta
aberración es el conjunto de casinos que un magnate quiere levantar cerca de
Madrid: pura labor extractiva que generará más pústulas a su alrededor; pero sorprende
y avergüenza ver cómo afamados conservadores afirman sin pudor, por ejemplo,
que “ya existe la prostitución” a la vez que ponen paños calientes sobre la
inmoralidad de todo el asunto: juego, explotación sexual y esclavitud. A su
vez, progresistas no menos afamados para criticar semejante tropelía recurren a
unas convicciones morales que supuestamente son privadas para ellos; pero es
que el Consumo necesita que le sean sacrificados todos los valores, todas las
convicciones. Admito, sin embargo, que con frecuencia el dios Consumo es
invocado con el nombre de Progreso.
Recuerdo que Franco murió en una
cama del hospital: el dictador permaneció en el poder hasta su último aliento y
pensaba que lo había dejado todo atado y
bien atado [2]. El cambio político se hizo con rapidez y sin aspavientos;
el terrorismo de ETA manchaba los días de rojo y las hordas fascistas
reclamaron también sus víctimas. Sin embargo, los españoles dieron ejemplo de
sensatez y diálogo: estoy plenamente convencido de ello; mas si las cosas son
así, ¿en qué momento se había jodido el
Perú, Zavalita? Mi edición de Conversación
en La Catedral es de 1973, pero sé que la compré tres años después.
Buscar las causas de la
desasosegante situación actual es terriblemente complejo. Muñoz Molina ha
tenido el coraje de hacerlo y, aunque disiento parcialmente de sus razones y de
parte del diagnóstico, me parece que es un ejercicio imprescindible, porque no podemos
seguir así. Alfonso Guerra, poco antes de que su Partido accediese al poder,
comentó con sarcasmo una frase de unos de los ministros de UCD, no recuerdo
cuál. Había dicho que UCD duraría cien años y Guerra, con la acidez que le
caracterizaba [3], comentó: “No hay UCD
que cien años dure ni España que lo resista”. Sin embargo, ahora no se
trata sólo de partidos: es un asunto más profundo, pues hunde sus raíces en los
modos de vida que hemos adoptado y de los que no queremos prescindir.
Muñoz Molina recuerda vivamente
el tristemente célebre 23-F: Armada, Tejero, Milans, “una alta autoridad civil”…
Días antes hubo un almuerzo del que poco se habló; pero no importaba. Sin
embargo, a mí se me quedaron en la memoria algunos hechos: mi hermano mediano
enviado por su Partido a vigilar en el Supertomatito
(nombre del coche que usaba) un cuartel; la cara de pánico de mi hermano mayor
corriendo a no sé dónde, mi temor… y el abrumador hecho de que nadie salió a la calle a defender la
democracia española. Salieron los tanques, algunos soldados; oímos los
disparos en el Congreso; contemplamos el temple de Adolfo Suárez, de Santiago
Carrillo y de Gutiérrez Mellado, cuyo valor me impresionó profundamente porque
durante unos instantes representó él solo—mejor que un Rey, cuya intervención
fue tardía, temblona y televisiva—la dignidad de una democracia que se resiste
a la violencia con dignidad: ni los golpes ni los tirones consiguieron tirarlo
y se negó a aceptar órdenes dadas a punta de pistola, un coraje que hizo frente
a aquel matonismo vil de muchos militares. Sí, vimos todo aquello, lo vivimos,
pero nadie salió a la calle. El día siguiente el golpe se desinfló y la
televisión nos ofreció las imágenes de los guardias civiles escapando por las
ventanas mientras Tejero paseaba nervioso, consciente de su fracaso. Aquello
fue un síntoma real del desapego por
la democracia. Unos días después con la excelente persona que es Fernando Camacho, que había sido mi
profesor de Sinópticos, fui a ver Missing
(con una magistral interpretación de Jack Lemmon): salimos espantados de lo que
pudo haber sucedido: un caballo blanco loco y desbocado mientras los militares
disparaban sobre los inocentes. Unos años después—y me ha soprendido mucho que
Muñoz Molina ni siquiera lo cite en el libro—se produjeron unos actos de
barbarie asociados al nombre de los GAL: la
guerra sucia que las autoridades, que escaparon incólumes, emprendieron.
Aquella abominación se pagó con nuestros impuestos y se cometió supuestamente
en nombre de la democracia. Empezó a ser normal enterarse de lo sucedido por los periódicos. Quizás muchos
empezaron a mirar hacia otro lado y las denuncias empezaron a ser entendidas en
clave partidista. Los medios de
comunicación tienen mucha responsabilidad en todo este asunto y recuerdo que
hace muchos años me indigné cuando un editorial de El País (entonces aparecía
sin tilde en la portada) afirmaba que los medios de comunicación eran la
conciencia de la sociedad cuando ya sabíamos que todos aquellos medios tenían dueños y que eran fieles a las voces de sus
amos. No alcanzo a entender por qué Muñoz Molina ha obviado el asunto de
los GAL que tanto daño hizo a la democracia.
Es verdad que el nacionalismo se
ha impuesto con su inquisición; ese cariño cutre al terruño y la exaltación
fanática de lo propio. Yo soy andaluz
accidentalmente; ahora un poco menos, porque llevo años pagando mis impuestos
aquí, pero detesto el concepto mismo de patria chica, porque sólo engendra
enanos de espíritu. Muñoz Molina tiene razón. Y, una vez más, muy pocos
levantaron su voz. Por estos pagos se han inventado incluso un acento para uniformar el habla. ¿Quién se atreve a contradecir el
discurso oficial? Pero nos hemos olvidado de aquello que cantaba Paco Ibáñez en
un teatro de la Ciudad de la Luz: a la
gente no le gusta que… Personalmente, he sido insultado por criticar la
ciudad en la que habito por su suciedad y ruido: cada habitante necesita un
policía detrás y si hacemos lo mejor sólo cuando se nos presiona con el miedo,
¿qué estamos haciendo? Dígase lo mismo de la fe religiosa. Hace muchos años que
rechazo el calificativo de creyente,
que se me lanza ofensivamente cuando soy preguntado por mis convicciones. Es
verdad, como decía Zambrano, que en
España hay un modo especial de usar la palabra “Dios”: como una piedra, como un
insulto. Se me ha retirado la palabra cuando he procedido a criticar la
religiosidad popular andaluza, que tiene muy poco de cristiana con frecuencia;
pero a la vez se me golpea verbalmente por el otro lado, pues lo que cuenta es
el insulto y no las razones. En más de una ocasión, medio en broma, se me ha
llamdo perro judío, “pero tú no te
enfades”. El papanatismo nacionalista, religioso, laicista o político parece
marcar a muchos ciudadanos españoles y uno siente verdadera vergüenza al
comprobar cómo sabe de antemano cuáles van a ser las opiniones de los
periodistas antes de que abran la boca: basta saber qué emisora has
sintonizado. La información se ha
convertido en propaganda y eso, Adorno
nos lo enseñó, es fascismo. Nos han acostumbrado a ver a las ideas antes que a
las personas y quien no sea puro, que arda. Curiosamente, esto parece adecuado
para un país que mantuvo la Inquisición durante siglos; pero poco apropiado
para el catolicismo, que reiteradamente ha rechazado el catarismo.
Sin embargo, la inmensa mayoría
de los periodistas, de los intelectuales y de los profesores universitarios ha
guardado un silencio admirable, porque nadie que se moviera saldría en la
fotografía. Una anécdota: recién publicada su última novela, Eduardo Mendoza concedió una entrevista
rediofónica a una reputada periodista. Tiene el autor catalán gracejo en su
forma de hablar, una espontaneidad que le honra y una sencilla sinceridad. En
un momento de la entrevista, Eduardo Mendoza afirmó que antes la gente era más educada en la calle. El tiempo indicado por
ese adverbio se remontaba a los años sesenta y la periodista, indiginada, le
preguntó si sentía nostalgia por “los tiempos de Franco”. Radios obscenas cuyos
dueños miran para otro lado por muy obispos que sean; pero la mayoría guardó
silencio y muchos buscaron coartadas en su pasado, inventado con frecuencia.
Como en las espantosas series de las televisiones españolas, en los años
cincuenta todo el mundo, incluidos los militares, estaba contra la dictadura:
¡milagro de un sistema capaz de sostenerse con la vocecilla de un solo hombre!
Falsicficar el pasado ha sido, por desgracia, una constante. Para colmo los
muertos, de cuya dignididad nadie puede tener dudas, han sido usados como polvo
que se lanzase a los ojos y las bocas de los adversarios políticos. El pasado
que creíamos haber superado nos perseguía como un fantasma desenterrando
muertos si eso hería al contrario. A Santiago Carrillo lo persiguieron hasta el
final, como a Manuel Fraga; de manera que este país tiene la peculiaridad que
ni siquiera de los muertos se habla bien. Sí, en buena medida somos un país
cainita y no nos hemos salido del lienzo de las pinturas negras de Goya.
Es verdad: la educación se ha
resentido. De golpe se dotó a todos los alumnos de un ordenador, se instalaron
en muchas aulas pizarras digitales e incluso se hicieron gimnasios sin goteras.
La inversión pública en educación mejoró, pero el Consumo ha exigido que la
educación en sí misma, el deseo de aprender, no sea valorada, pues lo que
cuenta es lo que uno es capaz de comprar. No es primero una cuestión de
inversión, sino, si se me permite decirlo así, de prioridades espirituales. A
veces he sentido la verdad de aquella frase humillante: el español desprecia lo que desconoce. Lo fundamental no se arregla
con dinero, aunque muchos parecen convencidos de ello. Sin embargo, Muñoz
Molina tiene razón al decirnos que se ha invertido mucho en aire: ferias de
vanidades, acontecimientos de relevancia mundial…, pero que lo fundamental se
ha olvidado con frecuencia. El problema de la educación merecería un capítulo
aparte.
Corría el año 1974 cuando empecé
a ir a casa de Fernando. Aquel año, desde la terraza de su casa, lanzamos un
cubo de agua al profesor de Política, que pasaba por la acera. Desde aquella
terraza se divisaba la línea del Aljarafe sólo rota por la mole funeraria que
el cardenal Segura se hizo como enterramiento. En pocos años no quedó nada; no
es que lo sólido se desvaneciese en el aire. No, más bien la especulación lo
anegó todo de cemento consiguiendo que la ciudad dormitorio por excelencia,
Camas, se inunde con frecuencia. Desde el pequeño balcón del piso que habito se
ve lo que queda del Aljarafe: unifamiliares adosadas, centros comerciales, la
torre de un canal de televisión, hoteles, luces, el reguero interminable de
coches… Y la ciudad, ese ombligo sucio que es la Muy Heroica Ciudad, provoca
espanto. Cuenta Muñoz Molina de forma maravillosa su visita a la Exposición
Universal del 92. Yo puedo tirar, con menos acierto, de algunos recuerdos: a
finales de los años setenta nos manifestamos, convocados por el Colegio de
Arquitectos y los partidos políticos de izquierda, contra la urbanización de la
Isla de la Cartuja. Años después de levantó una ciudad falsa y fea en aquellos
terrenos. No pisé la Exposición porque no tenía ninguna necesidad de decir que
había estado allí. Fue sólo el principio del desprecio que la ciudad—muchas ciudades
españolas son así—siente por lo mejor de su pasado, pues en vez de preservarlo
parece sentir un placer sádico en destruirlo. Las setas, la modernidad del rascacielos, los centros comerciales… la
abominación de la desolación en ciudades en las que ya no se puede respirar.
Todo sacrificio es poco si se ofrecía a la Prosperidad y satisfacía al Consumo.
Más tarde se multiplicaron los deshaucios. Debemos releer los periódicos de
hace diez años: Muñoz Molina lo hace con un resultado asombroso.
Fui a París por primera vez a
finales de los años setenta. Y detesté aquella ciudad maravillosa por el hambre
que pasé, por la policía que me echó sin contemplaciones de una estación donde
dormía, por la fría acogida que me dispensaron quienes me acogieron. Después he
vuelto a esa ciudad. Es verdad que con más dinero: no he pasado hambre, he
dormido en mejores lugares. Ha sido capaz de mantener buena parte de su
identidad; pero PUF, en la Plaza de la Sorbona, ha sido sustituida por una
tienda de ropa juvenil; las tiendas del Barrio Latino han cambiado y se han americanizado. También allí se han hecho
tropelías, aunque en menor medida; mas también el Consumo ha exigido sus
víctimas y la americanización de los modos de vida se extiende con su pringue
espantosa.
Estoy en claro desacuerdo con la
valoración que Muñoz Molina hace de Zurbarán y Ribera (cfr. pág. 217) y de la
supuesta cultura gringa. No es un desacuerdo menor, al menos en lo que a los
pintores se refiere, porque quien haya visto las obras de Zurbarán en el Museo
de la Merced, el Santiago de Ribera en el mismo museo o su absolutamente
maravilloso Patizambo en el Louvre, jamás hablará de carnes castigadas. Me temo
que el escritor andaluz está usando en este caso un lugar común. De hecho, el
Patizambo es una maravillosa transfiguración que defiende la dignididad de la
pobreza, una belleza que se sitúa más allá de los oropeles. Esos oropeles que
han cautivado tantos espíritus en los últimos años y que hoy vemos como nada y
vacío. Sin embargo, pese a mis desacuerdos, me parece que Antonio Muñoz Molina
ha escrito un libro necesario y más que necesario, pues aunque sea fruto de la
coyuntura, apunta también a lo mejor que hay en nosotros. Y es precisamente eso
lo que nos debe convocar al futuro.
Aquí agradezco al lector su
benevolencia y solicito mil perdones por el desorden, la falta de estilo y la
pobreza de mis reflexiones. Y para que conste, el título de este articulillo se
debe a un maravilloso libro de don
Rafael Sánchez Ferlosio, Mientras no
cambien los dioses nada ha cambiado, que tomó prestado, si no yerro, de don
Antonio Machado, por quien tanta admiración siento. Mi primera antología del
poeta la adquirí en una librería ubicada en un bello pasaje, pasado un hermoso
arco, de la Muy Noble Ciudad. La librería estaba regentada por un político y
tenía el nombre del poeta. Ésos también son mis recuerdos.
Shalom.
[1] La sensatez de los trabajadores es admirable. Recuerdo
que a finales de los años noventa hablaba con unos vecinos de mi portal sobre
al fabuloso aumento del precio de los pisos: uno había sido vendido por más de
diez veces su precio inicial (el nuevo propietario se entrampó hasta las
cejas). Me quejaba yo de esto mientras que otros dos celebraban que su vivienda
tuviese más valor económico. Terció Manuel, padre de dos hijos, en la discusión:
“¿Y para qué me sirve a mí que mi casa valga diez veces más? Si quiero irme a
un piso con una habitación más tendré que pagar un fortunón… Todo esto sólo
beneficia a los que especulan”.
[2] Me parece que fue dos años después de la muerte del Generalísimo (título que, pese a las
apariencias, le fue dado sin ánimo de ofensa, pero cuya comicidad no debe
perderse de vista: un general de opereta) cuando una de las revistas satíricas
que tanto gustaba a mi madre, quizás El
Papus, publicó una viñeta en la que un personaje que era una nariz con ojos
cruzada por una banda militar alzaba protestanto el puño al cielo exclamando: “¡Conque todo atado y bien atado! ¡Pues vaya
mierda de nudos que hacías tú!” Arias Navarro había declarado de acuerdo
con el espíritu de febrero que en dos
o tres años estarían legalizados algunos partidos, pero el no el comunista, “porque
no es democrático” (en una entrevista al diario monárquico de toda la vida).
Compraba yo por entonces el vespertino Informaciones;
pero eran otros tiempos, tan diferentes que se editaban algunos periódicos por
la tarde y los lunes nos daban descanso informativo. En cualquier caso, Adolfo
Suárez legalizó el Partido Comunista de España el Sábado Santo de 1977. Me
viene a la memoria una pequeña caravana de automóviles, pitando y agitando
banderas rojas, que pasaba por la calle Virgen de Luján para celebrar ela
acontecimiento: salí corriendo tras ella con mi puño levantado con tal
inocencia que aún me asombro. Andaba yo por los dieciséis años y tenía la
impresión de que antes mis ojos se inauguraba un mundo hermoso. Recuerdo
también con nitidez la noticia de la dimisión de Pita da Veiga en protesta por
la feliz y justa maniobra de Adolfo Suárez.
[3] De Alfonso Guerra se esperaba el esperpento, la crítica
ágil, el insulto larvado. Dales caña, ¿no?
Se le atribuye, aunque nunca he podido comprobar la veracidad de la anécdota,
la frase Cavero también prefiere Sanders.
¿De dónde la necesidad de alentar lo peor de las personas?
5 comentarios:
Habrá que comprar el libro, Valentín.
Noelia
Gran reseña. ¡Enhorabuena!
/.../aunque no sin ánimo de debatir, porque se anda buscando la verdad, y como a Muñoz Molina le gusta citar a don Antonio Machado, recordaré unos versos de éste:
¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.
Yo siempre he sido muy critico con Sevilla y la rustica autocomplaciencia que se respira en cada esquina, no obstante despues de que me desnaturalizaran al ostracismo norteño por cuestiones laborales, o mejor dicho por cuestion de supervivencia, la he añorado tanto que he acabado por idealizarla, por lo que ahora soy el mas provinciano entre los rusticos.
Gracias por esta excelente reflexion.
Yeray Marin
Me llega a la mente lo que me ocurrio hace ya algun tiempo en relacion con la "pompa" inmobiliaria; transcurria el 2005 y yo trabajaba en una caja de ahorros vasca en Sevilla, con motivo de un cambio de puesto recibi la llamada del director general de la entidad, que desde San Sebastian me felicitaba por el cambio de funciones. Despues de unos minutos de conversacion intrascendente y trivial me pregunto: "y bueno, ¿cuanto crees que va a durar el chollo de las hipotecas en Andalucia?". En ese momento yo contaba con 25 años, no habia vivido de forma consciente ninguna crisis y pensaba que esa prosperidad economica estaba fundamentada, pero esas palabras de avido capitalista me pusieron en alerta.
Disculpen que escriba sin acentuacion, pero lo hago desde el telefono movil y soy incapaz de encontrar la forma de acentuar.
Yeray Marin
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