UN PASEO
Lo he dicho otras veces: cada vez sé menos. El
mundo es tan grande, tan terrible y hermoso que uno jamás acaba de conocerlo.
La mañana del sábado, paseando con mi madre, fuimos a sentarnos en una calla
larga, convertida en peatonal hace algunos meses, cuando el día llegaba a su
plenitud: nos acomodamos de espaldas al Sol sobre unas relucientes sillas de
aluminio. Primero ella, porque los años la han investido de una sabiduría que
sólo su memoria, hundiéndose con la lentitud de un trasatlántico, traiciona;
después, yo. Allí de espaldas, con unas cervezas brillando en el cristal,
estuvimos hablando. Ella bebía a pequeños sorbos, con su pulso temblón, el
líquido dorado alzando la vista para contemplar a los paseantes; yo tenía mis
ojos puestos en la librería de enfrente, casi agazapado, esperando el instante
de poder escaparme unos momentos. Ella lo adivinó por mi gesto, pues es trabajo
de las madres anticipar siempre los movimientos de sus hijos: “¿Vas a tardar
mucho?” Pidió que le dejase un cigarrillo encendido, pues pese a los años, al
cáncer y hasta a la tos que la sacude este invierno, no quiere perder la
costumbre que inviste sus gestos de cierta apacibilidad y sosiego: “Pero no
quiero ser magnánima”, dice mientras el humo se retuerce en el aire frío de
febrero. Encontré una antología hermosa [1], un libro de relatos breves [2] y
una novela [3]. Regresé a los cinco minutos como la fiera que hubiese abatido a
su presa con desacostumbrada rapidez. “¿Y eso?”, preguntó, porque yo había
guardado dos libros en mi mochila, pero la antología la llevaba en las manos.
“Es de un poeta que me encanta, dije, y están los primeros versos…”. Leí en voz
alta un poema sintiendo el calorcillo agradable en mi espalda y viendo los ojos
de mi madre fijos en mis labios. No comentó nada, sino que elevó ligeramente la
frente y miró a lo lejos. Yo la contemplé entre con esa alegría triste de los
hijos que nunca acaban de comprender la nostalgia de quienes les dieron la vida;
sin duda andaba pensando en su marido y con ese pudor que me invade al hablar
de cosas que nadie creería, le hablé de mi viaje a Málaga a los pocos meses de
morir mi padre. La historia no viene a cuento—nadie daría crédito—, mas ella
abrió mucho los ojos, ahora turbios y con molestas moscas que la obligan a quejarse
cada dos por tres, en aquel gesto familiar de sorpresa: “Te llevarías un susto
de muerte”. Sin embargo, no me asusté, sino que en aquel lance mantuve una
tranquilidad ajena a mi carácter. Después, mirando una pareja de ancianos que
se sujetaban mutuamente, sonrió: “Es bueno tener alguien que te cuide, ¿ves?
Cuidan el uno del otro…” La pareja se perdió a nuestras espaldas, mi madre dio
otro sorbo a su cerveza y yo me levanté gris por otra. Regresé y ella tenía la
barbilla hundida en el pecho, entre preocupada y abatida. Le hablé entonces del
Paraíso, del Árbol de la Vida que crece incólume más allá de toda muerte:
“¿Sabes?, le dije, así me imagino yo el Cielo, como esta calle, pero sin
edificios, con árboles frondosos, tierra, albero y fuentes; hay bancos y el Sol
calienta sin quemar. Me veo paseando, conversando con quien yo quiero. Primero,
con todos los que he querido: con papá, con Antonio, con Miguel, con Mimí, que
era muy buena conversadora…, pero después con todo el mundo, pues cada persona
tiene una historia que contarnos, cada uno de nosotros guarda el secreto de un
fracaso hermoso. Y no cesaremos de conocernos…” No sé si ella comprendió mi
tristeza, pero estaba allí, a mi lado, como una roca firme, ofreciéndome su
mano. Fue otra forma del Paraíso, pues como todo lo hermoso ha de ser
rescatado, también nuestra fragilidad lo será para siempre: una fragilidad
infinita en los ojos de los que nos quieren.
Y recordé de un hermoso poemario de Jorge de Sena, Serena ciencia (Antología poética), Valencia, Pre-Textos, 2012 (prólogo, selección y
traducción de Martín López-Vega).
Quizás quien haya tenido la paciencia de leer hasta aquí piense que nada tiene
que ver con lo dicho hasta ahora; pero sí en mi alma, pues también querría yo
conversar con este poeta, que me ha dado luminosos momentos de plenitud y que,
como muchos gallegos y portugueses, tiene el don de una tristeza pura. Sé que
fue mezquino con nuestro Aleixandre,
que quiso ser brasileño y que acabó afincado a en el país sigla, donde murió.
Sé de algunas de sus desmesuras…, pero
FELICIDADE
A felicidade
sentava-se todos os días no peitoril de janela.
Tinha feições de
menino incosolável.
Um menino impúbere
ainda sem amor
para ninguém,
gostando apenas de
demorar as mãos
ou de roçar
lentamenye o cabelo pelas faces humanas.
E, como menino que
era,
achava um grande
mistério no seu próprio nome.
[FELICIDAD
La felicidad se
sentaba cada día en el alféizar de la ventana.
Tenía rasgos de un
niño inconsolable.
Un ninño impúber
sin amor todavía
para nadie,
al que le gustaba
demorar las manos
o rozar lentamente
con el cabello los rostros humanos.
Y, como niño que
era,
encontraba un gran
misterio en su propio nombre.]
También,
AS QUATRO ESTAÇÕES
ERAM CINCO
O verão passa e o
estio se anuncia
que o outono se
há-de-ser e logo inverno
de que virá
nascida a primavera.
Mais breve ou
longo se renova o dia
sempre da noite em
repetirse eterno.
Só o homem more de
não ser quem era.
[LAS CUATRO
ESTACIONES ERAN CINCO
El verano pasa y
el estío anuncia
que llegará el
otoño y pronto el invierno
de cuyo seno
nacerá la primavera.
Más breve o más
largo el día se renueva
siempre tras la
noche repitiéndose eterno.
Tan sólo el hombre
muere de no saber quién era.]
Quienes se acerquen a leer Serena ciencia se asomarán también al
interior de sus vidas.
Shalom.
[1] José Jiménez Lozano, El
precio (Antología poética), Sevilla, Renacimiento, 2013 (selección y
prólogo de Enrique García-Máiquez).
Hay mucho hermoso en tan pequeño libro cuyo único defecto, si es tal para una
antología, es habernos privado de algunos versos. Gracias al poeta de El Puerto
por haber seleccionado estos poemas.
[2] Son
más bien cuentos surrealistas. Y encantadores: Sławomir Mrożek, La vida para
principiantes. Un diccionario intemporal, Barcelona, Acantilado, 2013. Se
leen de un tirón y con gran agrado.
[3] Emmanuel Carrère, Limónov, Barcelona, Anagrama, 2013.
2 comentarios:
Buena cosecha: un castellano, un polaco y un francés que habla de un ruso. De los dos primeros ya he hablado alguna vez en mi blog, el tercero promete buenos momentos. Saludos.
He disfrutado mucho de “su paseo”, probablemente porque, en ocasiones, cuando quiero imaginar el cielo lo sueño parecido al que usted describe; es curioso que en él, en mi cielo, siempre hay una pareja de ancianos cogidos de la mano…No cabe duda que en él- otra vez en mi cielo- estaré en compañía de las personas a las que he amado en la tierra y las que, sin yo saberlo, me han amado. Seguro que me llevo alguna sorpresa.
En fin, no he tenido que llegar a los libros recomendados para deleitarme con unas palabras sensibles y realmente agradables: se agradece, que no están los bolsillos para mucha compra.
Sobre los autores me quedo con José Jiménez Lozano* evidentemente por ser el único al que he leído y porque su forma de sentir y expresar me es cercana y “me remueve espiritualmente”. Sé que las conocerá pero me gustaría que releyera estas magníficas palabras:
“Yo querría que se leyesen y se amasen mis libros, pero que se olvidase el nombre de quien los escribió. Y no es que no me importe el afecto o el aprecio de los demás: me importa del todo y es lo que me ayuda a vivir; pero ¡tengo tanto miedo al «yo», a la vanidad, al orgullo, a la estupidez, a la condición de «autor», a la gloria! Aunque no sea más que lo que envejece y madura y le convierte a uno en muñeco, en mortaja; pero también y sobre todo porque el triunfo de un «yo» se hace siempre, como todos los triunfos, con sangre ajena. (Elegías menores, 2002: 171)”
¿No le hacen pensar y removerse?
Un saludo.
*Gracias por dejarme conocer a través de los blogs que sigue- y me ha hecho seguir- a García-Máiquez)…
Publicar un comentario