EN HOMENAGE A MI COLEGIO
-- ¿Cuál es su apellido? –preguntó la señorita Leonor, malencarada, clavando sus ojos en la pobre criatura que no tenía más de diez años y apenas levantaba un metro y algunos centímetros del brillante suelo de 1º de Bachillerato “A” del Colegio San José SS.CC. [1].
-- Anzede, zeñorita –respondió una
vocecilla temblona como hoja de álamo golpeado por el viento. La señorita
Leonor, que tenía la lista de la clase delante de sus narices y la miraba para
marcar nuestra asistencia, alzó ligeramente la mirada.
--
¿Anzede?
-- No,
zeñorita, Anzede –decía la vocecilla
esforzándose inútilmente en pronunciar una ese imposible.
--
¿Anzede? –repitió ella con la burlona dulzura del del primer día de clase.
-- No, Anzede, zeñorita.
--
¿Anzede? –pareció haberle cogido gusto a la tortura, pues era evidente el rubor
del niño, su malestar y vergüenza; pero la profesora sabiendo perfectamente
cuál era el apellido, insistía hasta que por fin el número siete de la lista de
clase, mi hermano Juan Carlos Ansede a la sazón, se puso en pie y nunca he
sabido si para aliviar mi bochorno o para lavar la pronunciación errónea de
nuestro apellido, respondió por el número ocho, es decir, por mí:
-- No,
señorita, se apellida Ansede. Con
ese.
La
Leonor me lo hizo pasar mal, incluso me atrevería a decir que muy mal y por
entonces hubiese jurado que disfrutaba amargándonos la existencia. Es un tipo
de profesor con perfiles bien definidos; pero no le guardo ningún rencor y
hasta recordar estas cosas me produce cierta emoción. A ella le debo, a ella y
a detergente-chico-negro-contiene-muñequito-Luchena,
mi temprana y errónea aversión por las ciencias, rechazo que no se curó hasta
quinto de Bachillerato cuando don Antonio Muñoz, el Calamarito, que en gloria esté, fue capaz (salvo en
cristalografía) de apasionarme con los bichos. Recuerdo haber escrito con mi
mejor caligrafía en el cuaderno de Ciencias Naturales de primero, pero con tan
mala fortuna que el margen izquierdo se fue ensanchando imperceptiblemente para
mí, pero no para la profesora, que tuvo a bien reprochármelo de manera
escasamente cordial.
Zí,
tanvién yo e zido niño y e zufrido cantidá. Lo recuerdo perfectamente: eztava
allí, tunvado en la cunita, un moizé de los antigüo. Benian miz hermanoz y me
faztidiavan como an ceguido aciendo toda zu bida. Pero para ezo eztán loz
hermano. Dezpuez me hacuerdo de a ver hido al colejio y pegarme con mucho
chabalez, aprhender poco y mal asta que tube la tremenda zuerte de encontrarme
con vuenos profesores, pero me cuesta horrores escribir con faltas de
ortografía (al menos de forma consciente) y comprendo así el espanto que muchos
chicos sienten cuando se ven obligados a escribir sin errores cuando no lo han
aprendido desde el principio. Los maestros de mi hija me lo hicieron ver con
claridad: la ortografía no se aprende como algo aparte, sino en el mismo proceso
que la lectura y la escritura, y tal vez fue eso lo que hicieron conmigo en el
Colegio, pero no me he dado cuenta hasta hoy: más vale tarde que ciento volando (los refranes tampoco fueron
nunca mi fuerte, porque hay muchas clases de errores y, como me decían, “tú
estás errado, pero con hache”). Todo esto viene a cuento, si alguna necesidad
hay de justificaciones, porque quiero hablar de la última novela de Emmanuel Carrère,
Limónov, Barcelona, Anagrama, 2013
(por cierto, la traducción de Jaime
Zulaika tiene algunos errores; uno que me ha resultado especialmente
molesto: la reiteración de la expresión “más mayor”), pero voy a hablar de un
librito delicioso que compré el otro día en Palas y leí antes de acostarme: Geoffrey Willams (texto) y Ronald Searle (ilustraciones), ¡Abajo el colejio! Un manual de
instrucciones para la vida escolar destinado a los alumnos y a sus padres, Madrid,
Impedimenta, 2013 (traducción de Jon Bilbao). Es cierto que la novela con
tintes de reportaje de Carrère se lee de un tirón y con interés creciente hasta
casi la mitad; después se mantiene el tono, pero uno hubiese esperado algo más.
El lenguaje provocativo, quizás inspirado en el propio Limónov, y algo chulesco
recuerda al del escritor español famoso por la sorpresa que le causó ver la
Estrella Polar en su lugar. Es verdad que las pinceladas de este burgués-bohemio,
como Carrère se llama a sí mismo (yo diría pijiprogre),
no sólo ayudan a la lectura, sino que sazonan el texto con un aura de
credibilidad haciéndolo más cercano: a veces casi se puede tocar a los protagonistas.
Esto se debe en buena medida al tono de reportaje periodísitco que el autor francés
ha dado a Limónov. Sin embargo, la
vida de éste es suficientemente interesante como para llevarnos de la mano por
las algo menos de cuatrocientas páginas del libro. El protagonista, antisemita
a ratos, violento, frustrado, comunista y fascita al mismo tiempo, tiene algo
que enseñarnos, al menos en la presentación que de él hace Carrère. Cualquiera
que lea Limónov no sólo pasará un
buen rato (incluyendo momentos de indudable angustia), sino que aprenderá no
sólo por la caracterización del personaje, sino porque hace pasar por delante de nuestros ojos
con maestría la extraña historia de los dos últimos de algunos de los países
que formaron la fenecida Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas; una
historia desconocida y en la que la falta de escrúpulos ha llevado sufrimiento
y miseria a personas que pudieron sentir un soplo de engañosa esperanza cuando
el comunismo fue desbancado por un capitalismo tan salvaje como inmisericorde.
Limónov, pese a muchos de sus actos, pese a su falsa radicalidad y
antisemitismo, en ocasiones inspira simpatía tal vez por ser un eterno derrotado que sólo a duras penas
ha conseguido sacar su cabeza del agua del marasmo de la URSS y,
posteriormente, del turbio pantano ruso. Tiene razón Carrère (aunque yo no
tenga ninguna autoridad para dársela) al comparar a Limónov con Céline. A mí el
personaje me ha recordado los años en los que Hitler estuvo desaparecido en el
lumpem. Sin embargo, quiero volver a ¡Abajo
el colejio! porque fue capaz de conducirme a mi pasado. El original es más
antiguo que yo; exactamente de 1953, año en que ni siquiera mis padres estaban
casados. Se trata de una sátira, pero cariñosa, de la escuela tal como fue
antes de que apareciesen los demagogos, perdón, los pedagogos para explicarles
a los profesores cómo debían hacer su trabajo. Se trata de una obra clásica en
la que con humor y sarcasmo nos acercamos a la vida de un escolar inglés de
mediados del siglo pasado. Me ha recordado algunos episodios de mi vida como
aquel primer examen de inglés en el que la señorita Pozo (nunca tuvo otro
nombre que la Pozo, aunque es verdad
que Chacón Olivares persiguió a sus hijos por el patio del Colegio por el único
delito de ser hijos de la profesora de Inglés) escribí good days como traducción de buenos
días y que para mejorar mi pronunciación, por consejo de Cala Iglesias,
mascaba chicle cada vez que me tocaba leer en lengua inglesa. Me han golpeado
la memoria rostros casi olvidados, cuyos semblantes han sido pulidos por las
arenas del tiempo, arenas de urnas en muchas ocasiones: el padre Carlos, un
magnífico organista y una excelente persona; don José Muñoz, problema; el persiana, profesor de Política (FEN), al que llamábamos así
porque se enrollaba solo; el Rafael,
sacando pecho siempre; don Eloy, buena persona donde las hubiera; el Oreja, el Prieto, el Roberto, el Mario
(“niño, a rascarse la tripa al cuarto de baño”), el Miguelito, Elisa (es decir, el padre Isaac, nuestro tutor al que
también, debido a su baja estatura, llamábamos Elena); el padre Luis, de quien nunca he escuchado hablar mal. Y
tantos otros, las personas que nos formaron. Ciertamente, no todo son buenos
recuerdos (el water-gate de cuarto: cuando nos trincaron robando los exámenes
de Matemáticas; el lío del solucionario, en sexto, que se salvó por la calidad
humana de el Prieto…); sin embargo,
¿no debemos aprender a contemplar nuestro pasado con compasión? Es verdad que
estábamos en tricheras enfrentadas, pero en la misma guerra. Sin embargo, sé de
amigos que aún tienen heridas abiertas.
Shalom.
[1] Los
años posteriores, como me parece haber recordado alguna vez en esta gacetilla,
hicimos que esas siglas significasen Sociedad
Socialista de Curas Comunistas en vez de “Sagrados Corazones”, porque en
los últimos años de la dictadura la policía acudió varias veces al Colegio para
multar a los curas por sus homilías. El padre José Antonio, alias “el Orejas”
se merece ser mencionado aquí, pues fue el primer que nos hizo entender, allá
por cuarto de Bachillerato, que las versiones oficiales no eran siempre las
verdaderas. Al Orejas le debo,
además, mi desmedida afición por la historia, pues como otros muchos profesores
que he tenido la suerte de conocer, supo despertar mi interés por saber más.
Todos los que tuvimos la fortuna de ser sus alumnos recordaremos aquellos
cuadros sincrónicos que nos hacía presentar cada tema.
2 comentarios:
No le imagino, compañero, ceceando. Los apodos y las travesuras dan de Vd. una imagen un tanto díscola. Saludos.
Esta entrada me hace pensar en las licencias poéticas. Los niños pueden utilizar licencias poéticas (ceceos, seseos, cambios de significado en el vocabulario utilizado, etc.) que pueden ser tiernamente aceptadas e incluso provocan la risa del oyente/interlocutor...lo malo es cuando los niños se convierten en adultos (incluso se convierten en profesores) y cometen errores que son inaceptables. No lo digo por usted: hace unas horas he leído algo escrito por un docente y me he tenido que llevar las manos a la cabeza. Lo dicho. Inadmisible.
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