UN LIBRO DESAFIANTE Y MOLESTO PARA ALGUNOS
¿Qué había leído yo de este tipo un tanto excéntrico? No conseguía recordarlo, pero estaba seguro de que en mis manos, y tal vez en mi biblioteca, había tenido alguna obra de este inglés un poco insoportable, ciertamente engreído, mas certero en muchos de sus diagnósticos (tal vez porque sus abuelos nacieron en Irlanda). ¿Quizás fue el que se atrevió a llevar la contraria a George Steiner? Buscaba algunas novedades en Palas, una librería que ciertamente ha nacido de la cabeza de alguien y no de un tratado de mercadotecnia sobre la venta al por mayor de libros. Sobre una de las mesas doy con el dichoso libro. La portada es sombría y el apellido del autor está escrito en letras tan grandes que se produce un involuntario juego de palabras. ¿Qué libro había leído yo del profesor nacido en Salford? Asocié su nombre, sin saber bien por qué, al de un famoso escritor británico, Martin Amis, algunos de cuyos libros me habían captado mientras que otros me han decepcionado profundamente. Sin duda, Koba el temible, que en España editó Anagrama, me gustó y me llevó hasta el irregular Experiencia, pues he sido partidario de hacer públicos los ajustes personales de cuentas. Tuve en mis manos El segundo avión, un ensayo más sobre el once de septiembre (no se refiere Amis al día en que el país sigla derrocó al presidente legítimo de Chile, sino al ataque a los rascacielos de Nueva York), pero no lo compré, aunque después sí leí una novela algo decepcionante, La viuda embarazada. Relacioné también al profesor con otro autor inglés una de cuyas novelas me había hecho sonreír, La caída del Museo Británico (si no recuerdo mal), David Logde. Empecé a sospechar que el profesor era un crítico literario… Me asaltó entonces el recuerdo de la polémica que Ian McEwan había debido soportar al apoyar unas declaraciones de Martin Amis. McEwan acabó disculpándose de manera mal disimulada, dejando claro que la peor de las censuras es la autocensura. Y aunque tanto Chesil Beach como Solar fueron una gran decepción, siempre estaré en deuda con McEwan por Expiación. Finalmente, dejé el libro sobre la mesa y abandoné la librería pensado que mi obligación, sólo por el título, era haberlo adquirido con la saludable intención de leerlo.
Pocos días después volví a tropezar con el libro. La verdad: me cautivó la encuadernación, firme, y el formato, compacto. Eché un vistazo más allá de la portada, algo que no se debe hacer con frecuencia, pues siempre hay algo que me gusta obligándome a comprar el libro por razones poco profesionales que, sin duda, son las mejores para comprar y leer un libro. Para colmo una de las pocas neuronas que aún nadan en mi cabeza [1] tuvo a bien recordar el título del libro que había leído, Cómo leer un poema, que había editado Akal, una editorial que siempre tendré asociada a la Historia Antigua por razones que ahora no hacen al caso y que no son, precisamente, buenas. En fin, se trata de Terry Eagleton, Razón, fe y revolución, Barcelona, Paidós, 2012. Sí, Terry Eagleton es de sobra conocido por las polémicas que ha mantenido en los últimos tiempos y que sólo han llegado a España de refilón. Sin duda, incluso la izquierda española apuesta más por Amis que por el profesor emérito de la Universidad de Lancaster, de modo que el impacto de los trabajos de esta pesada águila ya entrada en años ha sido menor del merecido. Sus obras más conocidas son, me parece, La estética como ideología (ahora en Trotta) y Después de la teoría. Han traducido también muy recientemente Dulce violencia, un ensayo sobre la tragedia en el que el atrevido Eagleton vuelve a contradecir las tesis de Steiner sobre el asunto. Y no es poco atreverse con Steiner, conste.
Procedo por fortuna de un ambiente familiar escasamente religioso [2] lo cual me permitió hacer mis propias elecciones, casi siempre equivocadas. En fin, puedo decir como el poeta: he acertado en todo, menos en lo importante; pero alguien que se ha equivocado tanto como yo, debe hacer acertado alguna vez aunque sólo sea por casualidad. Volviendo al asunto, desde hace muchos años me sorprende el tratamiento que personas supuestamente cultivadas ofrecen de un asunto tan complejo como “la religión”, si es que existe, algo no sólo dudoso, sino bastante improbable (como Fierro sostuvo en un excelente libro hace muchos años). Suceden dos cosas llamativas: por un lado, se igualan todas las religiones dando validez universal y empírica a la etiqueta “religión”; es como si al hablar de política igualásemos sin matiz alguno experiencias tan dispares como el fascismo y la socialdemocracia; o como si en filosofía se hicieran equivalentes las ideas de Hegel y las de Nietzsche. En el caso de la religión no es sólo pereza intelectual, sino una dosis abundante de mala intención (de la que uno siempre podrá arrepentirse, pues no quiero pensar que sea algo tan incurable como la estupidez). Por otro, en el cajón de “la religión” se meten todos los disparates imaginables y sólo ellos. Sin embargo, a la vez se quiere poner de manifiesto su inanidad; recuerdo bien algunas de las polémicas que mantuve con algunos marxistas de cerrado entrecejo sobre el asunto: culpaban a la religión (se referían al cristianismo) de todos los males del mundo occidental, pero sostenían a la vez que el verdadero motor de la historia era la lucha de clases. El libro de Eagleton apunta una crítica de este aspecto [3], aunque olvida por completo el primero.
Razón, fe y revolución es fruto de las Conferencias de la Fundación Dwight Harrington Terry sobre religión a la luz de la ciencia y la filosofía (título tan largo que no es sólo una declaración de intenciones, sino una conferencia en sí mismo) pronunciadas en el 2008 en la Universidad de Yale. El libro ha conservado el tono coloquial y audaces golpes de humor no exentos de sarcasmo. Tan sólo por eso merecería la pena leerlo. La obra arranca de la siguiente manera:
La religión ha supuesto indescriptibles sufrimientos humanos. En su mayor parte, ha sido una sórdida historia de fanatismo, superstición, falsas ilusiones e ideología opresiva. Simpatizo en buena medida, pues, con sus críticos racionalistas y humanistas. Pero también es cierto, tal y como se sostiene en este libro, que la mayoría de esos críticos fundamentan su rechazo de la religión sobre una versión empobrecida de ésta. En lo que al Nuevo Testamento respecta, al menos, lo que atacan es una caricatura inservible de la versión real: una caricatura asentada sobre un grado de ignorancia y prejuicio sólo comparable con el de la religión misma. Es como si alguien pretendiera desestimar el feminismo basándose en las opiniones que Clint Eastwood pudiera tener sobre él (pág. 13).
Eagleton tiene, a diferencia de otros muchos autores, conocimientos teológicos, que provienen, sin duda, de su contacto con los bebedores de pintas de cerveza conocidos en ámbitos académicos como blackfriars [4]. Conoce bastante bien al Aquinate lo cual, como mínimo, garantiza que no se dirán demasiados disparates. Uno puede estar en desacuerdo con muchas de las afirmaciones que Eagleton hace—no es mi caso—, pero el lector al menos deberá reconocer que le ha hecho pensar. Todo empieza por Ditchkins, esa mezcla de dos autores que han alcanzado popularidad, incluso en España [5], por sus diatribas contra “la” religión [6]. El crítico inglés se enfrenta sin ningún tipo de complejo a las tesis de Dawkins y de Hitchens dejando claro sobre todo que no se han tomado la molestia de pensar “la” religión real, sino un constructo mental. Uno de ellos incluso reconoció abiertamente la nulidad de sus conocimientos sobre la religión, pero aún así, ¡qué demonios!, escribió un libro para rebatir los disparates de lo que desconocía profundamente. Dicho de otro modo, la incultura religiosa no es un defecto exclusivo de los habitantes de la Península (lo sé, incluyo a los amigos portugueses, que nos han dejado una maravillosa hornada de poetas en el siglo XX). Por mi parte debo decir que el dios del que habla Ditchkins, si se me permite usar la gracia de Eagleton, no tiene nada que ver con Dios, pero es éste un asunto que ningún autor posmodernamente burgués, bien asentado en sus prejuicios, se muestra dispuesto a discutir; prefieren meterse en el traje con el que hicieron la primera comunión—que fue la última como suele ocurrir—y quejarse amargamente de la pequeñez de semejante vestidito: “No sirve”, es la sentencia. Y a ellos ni como recuerdo de una infancia feliz.
Evidentemente, nada de esto es serio y cada vez me apetece perder menos el tiempo con quien se limita a gritar que su prejuicio es el único razonable. La lectura del libro de Eagleton puede ayudar a que algunos se paren a pensar… esperemos. Aunque tengo mis dudas y no porque desconfíe de las personas, sino porque el capitalismo tardío—expresión que detestan los buenos burgueses posmodernos—debe neutralizar cualquier pensamiento crítico que pudiera ponerlo en peligro. Dice tolerancia para significar que lo único importante en la realidad es la capacidad de consumo de los individuos [7]. Dice ciencia y se refiere sólo a la capacidad de manipular la naturaleza para obtener beneficios; dice libertad y se refiere a la elección entre un opel y un fiat. Todo esto es conocido de sobra, pero se sigue actuando como si no se supiera. La mala conciencia juega aquí un papel que no se le conocía hasta el presente.
Terry Eagleton divide su obra en cuatro partes. La primera la dedica a reflexionar sobre el hecho de que la fe cristiana (pues eso entiende ahí por “religión”) no es un discurso que compita con el científico. Muchos de los que critican “la” religión, por ejemplo, siguen entendiendo el relato yahvista del Génesis (es decir, la segunda creación del ser humano) como un conjunto de afirmaciones históricas. Creo que Orígenes ya se burló hace mil setecientos años de ésos; pero ¿para qué leer a Orígenes teniendo a mano a los telepredicadores del país sigla? No dudo que en nombre de la religión se hayan cometido un sinnúmero de tropelías; pero no me parece razonable meter en el mismo saco a Simón de Monfort y, pongamos, a la Madre Teresa de Calcuta. De la misma manera, sé que “la” ciencia no es Hiroshima y no meto en el mismo saco a los científicos que fabrican bombas respetuosas con las infraestructuras industriales con aquellos empeñados en acabar con el cáncer. En la segunda parte, la revolución traicionada, Eagleton arremete contra la banalización de la fe cristiana provocada por los mismos cristianos. Vale, el autor es uno de esos cristianos izquierdistas que a muchos les cuesta imaginar; pero incluso si no se comparte su ideología, hay que darle buena parte de la razón. En ese mismo capítulo dedica el autor una serie de buenas andanadas al optimismo con el que Ditchkins entiende el progreso y la ceguera que muestra para la barbarie occidental [8]. Eagleton, sin embargo, olvida decir que el país sigla seguirá ganando cualquier guerra de propaganda y que el americano sigue siendo impasible. La tercera parte es una enjundiosa reflexión sobre la fe y la razón. La obra se cierra con el capítulo titulado cultura y barbarie en el que el autor ha intentando que nos asomemos a la barbarie que hay en mucho de lo que llamamos cultura.
Supongo que Razón, fe y revolución no tendrá demasiado impacto y que en este dichoso país seguirán campando a sus anchas viejos prejuicios contra la religión. Conste: el ateísmo me parece un fenómeno perfectamente respetable y, por supuesto, digno de ser pensado con toda la seriedad y serenidad del mundo. De hecho, suelo sostener que la fe cristiana aparece realmente cuando uno ha pasado por el ateísmo (así lo quería también Ricoeur). Cualquier fundamentalismo me parece nefasto, pero el religioso más porque en nombre de Dios acaba en un dios tan soso como manipulable. No tengo dudas de que el terrorismo islámico es algo aborrecible; pero, pese a mis escasas simpatías por la Sumisión, sé que no se puede confundir la religión musulmana con lo que los descerebrados hacen de ella. Sé también que en los algunos países en los que la Sumisión es la religión única y oficial se persigue con saña a los cristianos; pero también sé que no todos los musulmanes son así. En fin, pido excusas por haberme alargado tanto sin necesidad; mas quiero acabar diciendo que la lectura de este libro de Eagleton resulta estimulante y a muchos les puede ayudar a revisar sus prejuicios.
Shalom.
[1] Es verdad que debe quedar más de una neurona viva, pues sólo así puedo explicar las asociaciones. En fin, conexiones sinápticas, pero también sinópticas.
[2] Vale: uso aquí el adjetivo “religioso” para referirme a determinados ambientes en los que la fe cristiana se ha vivido como lo que nunca puede ser, es decir, una imposición. De pequeño veía en ocasiones una “religiosidad chapucera”, de cumplimiento culpable fruto de la ausencia de cultura religiosa. Por fortuna, nunca me obligaron a asistir al culto y ni siquiera los curas de mi colegio—de los que conservaré siempre un grato recuerdo—nos obligaban a una misa semanal. La fe cristiana sólo puede aparecer allí donde existe la libertad (¿no es esto en gran medida parte de su raíz judía?), pues sólo en ese ámbito puede acontecer la gracia.
Es cierto que en la primera adolescencia los domingo para ir temprano al club solía decir que iba antes a misa; el más descreído y anticlerical de mis hermanos, curiosamente, llegó a acusarme ante mi madre, pues mi padre estaba casi siempre ausente, por saltarme el precepto dominical—cosa que también él hacía—sin conseguir ni siquiera una palabra de censura de mi madre a mi comportamiento. Y de esto hace ya muchos años. Entiéndeme, lector. Mi hermano mayor lo hacía todo con más discreción, pero tenía la ventaja de no tener encima al mediano, una de las felices desgracias de mi infancia y adolescencia.
[3] He elegido el ejemplo del marxismo sabiendo que el autor es de los pocos confesionalmente marxistas que quedan, dado que hoy se prefiere el término más feble de “progresista” para marcar distancias de lo que fue. Algo parecido ha sucedido con el ateísmo, pues la mayoría sólo osa confesarse agnóstica. Cosas de un posmodernismo que también Eagleton critica.
[4] Y puedo dar fe de que estos blackfriars son buenos bebedores de cerveza. Aún recuerdo un pub de Galway en el que fui tumbado casi literalmente por uno de ésos y que, para mi sorpresa, siguió bebiendo cuando ya me había dejado en un estado lamentable. No sé cómo, pero mi siguiente recuerdo es estar tirado sobre la yerba cerca de los acantilados de Moher mientras me daban uno de los mejores consejos que recibido nunca: Los puentes se cruzan cuando llegan. Lamentablemente, después me he caído varias veces al río.
[5] Conozco a varias personas que han leído ambos libros o me han dicho que lo hicieron, pues, la verdad, tengo mis dudas sobre la veracidad de su testimonio. Se trata de personas incapaces de leer (buenos burgueses del tipo “tengo una pantalla enorme de plasma, pero no veo la televisión”). Si hubiesen empleado la mitad del tiempo que han dedicado a pavonearse de estas lecturas en estudiar algo de teología, habrían aprendido algo más interesante. Lo reconozco: aquí soy perfectamente racionalista y no soporto que se hable de un problema sin un conocimiento adecuado. Hasta yo puedo en una charla de sobremesa opinar sobre algo tan apasionante como el principio de indeterminación, pero desde luego no se me ocurre sostener una discusión con un físico decente. Sin embargo, ocurre con harta frecuencia que un montón de gente cuya formación teológica acabó en el catecismo de primera comunión (¡si al menos se lo supieran!, pero ni siquiera saben recitar el Decálogo. Me suelen responder que no lo necesitan; pero ni aún así se privan de discutir sobre él) dicta fallos infalibles sobre el problema de Dios o sobre los fundamentos de la moral cristiana. Discutir con gente así es una pérdida de tiempo y yo no tengo ningún inconveniente en reconocer mi superioridad. Recuerdo a una persona con una inteligencia mediana que se me acercó para discutir conmigo sobre Fides et Ratio; después de soportar una larga perorata sólo le pregunté si había leído la encíclica y hubo de reconocer que ni siquiera la portada: hablaba por la entradilla de un diario de tirada nacional (cuyo autor, como supe después, tampoco la había leído)… Si alguien quiere discutir de Hegel espero que se haya leído, al menos, La fenomenología o Las lecciones sobre Filosofía de la Religión. Además, cada vez tengo más claro que no conviene discutir con gentes que no saben nada, pues desarraigar la nada de su ignorancia es extremadamente difícil.
[6] Richard Dawkins, Dios no es bueno, Barcelona, Debate, 2008; Christopher Hitchens, El espejismo de Dios, Madrid, Espasa, 2007.
[7] Hace ya muchos años que sabemos que el consumo funciona como una pseudorreligión. La única finalidad acaba siendo la falta de finalidad alguna con lo cual el único consuelo de la criatura oprimida es el consumo; pero la frustración que éste produce sólo conoce ya una salida, más consumo.
[8] Hace poco una persona nada sospechosa de antioccidental me refirió su recuerdo de los hornos crematorios en Argelia, aunque dudo de que su explicación del término pied-noir sea correcta.
1 comentario:
El marxismo es sólo una parte de la Contrarreforma católica contra Lutero. Por eso no es extraño lo de Eagleton. Pero era previsión.
Publicar un comentario