¿DIOCHOSO AQUEL A QUIEN
LOS DIOSES DEJAN EN PAZ?
Primera parte
Hace muchos años, tantos que la lluvia del tiempo y de la nostalgia ha suavizado todas las aristas, tuve yo un profesor de Teología Dogmática, que se parecía enormemente por los gruesos cristales de sus gafas a uno de los políticos en ascenso en aquellos finales de la década de los setenta, aunque no llevase chaqueta de pana, sino de lana inglesa. Mi profesor era un buen tipo, con su Seat 127 blanco, destartalado, con el que iba y venía a todas partes. Le encantaba el alemán, de hecho allí hizo los estudios de especialización, y tenía la costumbre—mala costumbre para alguien a quien como yo le encantaba el griego—de realizar la exégesis de los textos neotestamentarios sobre la Vulgata. En alguna ocasión se lo recriminé [1], pero él replicó que no se sometía a la dictadura de los traductores… Hablaba con mucha sorna y el distanciamiento que dan la cultura y los años; por eso me caía bien, pese a que no comulgaba ni con su manera de hacer teología ni con sus posiciones; pero fue un magnífico profesor con su teutona cabeza muy bien ordenada, romanizada y algo balthasariana. Un día con el fin exclusivo de provocarlo escribí en una de las pizarras de la clase, más visible, en letras enormes: “Viva Nestorio”. El profesor, entró, echó un vistazo a la clase, y empezó su explicación con un “quien haya leído a Cirilo de Alejandría que levante la mano”. Fue una manera sutil no sólo de responderme, sino también de descalificarme. Esta anécdota me vino a la cabeza cuando echaba un vistazo en la librería a la obra de Paul Gavrilyuk, El sufrimiento del Dios impasible, Salamanca, Sígueme, 2012. El capítulo sexto se titula: “Refutación del nestorianismo. La teoría de la kénosis divina de Cirilo”. Recordé mi enojo con Cirilo de Alejandría y su política miserable con quien fuese patriarca de Constantinopla y hombre ejemplar desde muchos puntos de vista [2].
El autor—Pavel lleva por nombre auténtico[3]—es un historiador y teólogo ucraniano, ortodoxo, que ha terminado estableciéndose en la Universidad Católica de St. Thomas en St. Paul, Minnesota, donde enseña desde hace poco más de diez años. Antes había recorrido diversas universidades europeas, enseñado en la Facultad de Teología de Harvard [4] y realizado diversas publicaciones en torno a la historia, liturgia y catequética de los primeros siglos del cristianismo y al conflicto provocado por la atribución de sufrimiento a Dios (que no tacho en este caso). El sufrimiento del Dios impasible se publicó originalmente en Oxford con el clarificador subtítulo: The dialectics of Patristic Thought. La traducción española—realizada con interés y nervio teológico—se debe a Juan García-Baró. Mi interés por el tema se remonta, posiblemente, a mis primeros intereses personales en la juventud. Tras leer la Ilíada por primera vez en una edición de Bruguera me pregunté si los dioses griegos conocían realmente el sufrimiento; leí entonces que el hombre griego era superior a sus dioses pues era capaz de sufrir. No sabía que rastreaba las huellas dejadas por Nietzsche en multitud de lugares. Al empezar a interesarme la historia antigua de Israel (¡la moderna también me interesa!) percibí un agudo contraste entre el pensamiento de los autores bíblicos y las grandes obras de la literatura griega. Debo dar gracias a Dios por haber caído en manos de Platón sólo tardíamente, pues sólo en 1976 leí por primera vez una obra completa del fundador de la Academia. Fue la Apología; una tarde después le siguió el Fedón, que me convenció por completo pues me dejó obnubilado. Poco tiempo más tarde descubrí al teólogo japonés K. Kitamori, de quien ya he hablado en laguna ocasión, y, por supuesto, a J. Moltmann. Debía detestar yo a los teólogos liberales alemanes de principios del siglo XX, pero me dejaba arrastrar por muchas de sus ideas y una de ellas es la que se debate con amplitud y criterio en la obra de Gavrilyuk, la caída de la teología en el helenismo. Durante bastante tiempo suscribí sin ningún recelo la afirmación los griegos no tuvieron los dioses que merecieron con la que hoy estoy en un algo más que profundo desacuerdo. Mi sincera opinión se resume en que pese al esfuerzo realizado, muchos de los primeros autores cristianos (excluyo a Orígenes) no supieron hacer justicia a la religión griega, como tampoco le hicieron justicia las escuelas helenísticas. Pero esto no se lo debo a la lectura de Nietzsche, más cercano a los epicúreos de lo que parece. Se lo debo sin duda a los estudios de fenomenología de la religión y de simbología cultural.
El libro de Gavrilyuk examina con detenimiento los argumentos a favor y en contra de la teoría de de la caída de la teología en la filosofía helenística; en realidad, esa teoría es una prolongación de la tesis nietzscheana de que el cristianismo no es más que platonismo para el pueblo. Así, la mayoría de los teólogos a los que he leído y que sostienen de una manera u otra la tesis de la helenización excesiva del cristianismo identifican básicamente “helenización” con caída en el platonismo o en alguna de sus secuelas, fundamentalmente en la filosofía de Plotino. Y sostiene Gavrilyuk que esto es muy discutible si nos fijamos en la cuestión de la impasibilidad divina, pues incluso dentro de las escuelas helenísticas no había uniformidad. La famosa sentencia de Sexto Empírico en las Hipotiposis Pirrónicas (1, 162) sobre que todos los filósofos dicen que los dioses son impasibles debería interpretarse, según esto, como una crítica a la mitología clásica en la que los dioses parecen sufrir toda clase de pasiones mientras se dedican a perpetrar los peores actos. Ahora bien, dice nuestro autor, si no había unanimidad entre las escuelas helenísticas, ¿cómo es posible defender la tesis de la helenización? Sencillamente, no hay pruebas pues las afirmaciones de los Padres pueden entenderse en diferentes sentidos y, cree Gavrilyuk, básicamente como mantenimiento de la transcendencia divina.
Ahora bien, esa misma falta de unanimidad puede apreciarse en los escritos bíblicos, pues algunos son antropopáticos y otros, anti-antropopáticos de la misma manera que algunos parecen sostener una clara tendencia antropomorfizadora y otros van en contra de semejante idea. Así, pues, debemos matizar. Defiende a los Padres de la crítica obligándonos a mirar a la Septuaginta; esto valdría para los teólogos cristianos de los primeros siglos que hicieron de los LXX su texto de referencia; pero el problema es para los teólogos de hoy, pues la tendencia anti-antropopática de los LXX no se encuentra en el Texto Masorético, que es al que atribuimos la inspiración [5]. Además, el texto de los LXX está fuertemente helenizado, como demuestras algunas de sus preferencias. Es verdad que los primeros teólogos cristianos de la diáspora, si se me permite la expresión, no entendían el hebreo (y los siglos deberán estar agradecidos al hercúleo trabajo de Jerónimo), pero eso no debe hacernos canonizar el texto griego. La referencia a Filón, que se situó claramente en una línea anti-antropopática, no hace sino subrayar la helenización, pues precisamente el filósofo alejandrino interpretó las categorías bíblicas en el fecundo suelo del helenismo del siglo I a. C. Podría decirse, matizando al teólogo ucraniano, que sí hubo helenización, pero desde los LXX como principal fuente. El problema que yo veo en toda la discusión es un prejuicio previo: entender la helenización como un fenómeno negativo, cuando es justamente lo contrario, pues la fe cristiana al hacerse teología no destruye el pensamiento que la recibe, sino que lo fecunda transformándolo. Esto mismo debe decirse del arte cristiano y, contra L. Boff, no se trata de ningún sincretismo, sino de la capacidad de inculturación porque el ser humano al que se dirige es el mismo en todas las culturas.
Por otra parte, es necesario matizar… pero ¿hasta el extremo de que las palabras dejen de significar lo que acostumbramos a entender por ellas? De acuerdo que el axioma de la impasibilidad divina en muchos de los Padres tiene un sentido que no se corresponde con lo que suele llamarse hoy impasibilidad, porque se le atribuyen a Dios sentimientos como la compasión, el cariño, la ternura… Se trataba, sin duda, de salvaguardar no sólo la transcendencia divina, sino el carácter positivo—sin sombra de mal—de aquel a quien llamamos Dios. Por eso, Gavralyuk hubiese hecho bien en distinguir entre Dios y Dios ya que lo que está en juego es el concepto mismo y sabemos que con el mismo término apuntamos a realidades muy diferentes. No seré yo quien niegue el carácter divino de Dios, pero sí me interrogaré críticamente sobre la divinidad de Dios, aunque tampoco aquí cabe caer en el exclusivismo, pues la fe cristiana sostiene la voluntad salvífica universal de Dios y sabemos que la teología viene determinada por la cristología, que a su vez responde a desarrollos de la soteriología.
Merecería una atención más crítica la interpretación que los Padres hicieron de la religión clásica (griega y romana). Como se sumaron a la crítica que habían emprendido los filósofos, suele pasarse un poco de puntillas sobre el asunto; pero es fundamental para entender la evolución de la fe y de la identidad cristianas. Y aquí una estética teológica debería hacer resonar su voz con más fuerza a favor de la imagen mítica no porque queramos recaer en el mito, sino para aprovechar su potencial. Lo he dicho: se cometió una injusticia y, si no somos fatalistas, no cabe decir que era inevitable. Comprensible tal vez, pero no inevitable. Y cabe una lectura profundamente cristiana de muchos mitos griegos. En este sentido, me parece muy aprovechable el estudio de Ch. Möeller, Sabiduría griega y paradoja cristiana, que se ha reeditado hace unos años [6]. Cabe recordar el axioma clásico: gratia non tollit naturam, sed perficit (Summa Theologiae, I, 1, 8 ad 2). Y respecto al problema del antropomorfismo siempre he pensando que no lo era en absoluto, pues todo lo que pensamos tiene forma humana. En términos teológicos: el ser humano es un ubi digno de Dios.
Pero la pregunta sigue en pie: ¿sufre Dios? Hoy estamos en una civilización en la que la imagen ha perdido todo su valor por su sobreabundancia hasta el hastío. Por eso me gusta tanto Rotkho, pues supo hacer un lugar para otro modo que ver. Y siempre he pensado que la cultura occidental está marcada por siglos de contemplación de la cruz: hombres y mujeres de todas las época han entrado en iglesias de piedra, sencillas, despojadas de casi todo, pues eran tiempos de penuria, pero allí vislumbraban entre las sombras el rostro de un hombre clavado en una cruz al que se dirigían como a su Dios, locura para los griegos y escándalo para los judíos, pero sabiduría de Dios. Esta contemplación ha formado la conciencia europea que hoy perdemos a pasos agigantados.
Una próxima entrega acabaré de hablar del libro de Gavrilyuk, que nos invita a pensar. Pido perdón a quien esto lea por mi entusiasmo y mi expresión sincopada.
Shalom.
[1] Mi atrevimiento fue grande con los profesores de Teología. Esto lo digo en su honor, porque siempre nos dejaban replicar, siempre nos escuchaban aunque estuviesen en los antípodas de nuestros planteamientos… Incluso el más cerrado—y los había—tenía la suficiente inteligencia como para saber que la juventud es fogosa, jactanciosa, atrevida y que la experiencia consiste básicamente en aprender de los propios errores. A veces iba yo demasiado lejos; recuerdo el día en que afirmé con una rotundidad estúpida que la resurrección de Jesús era un mito (en el sentido que Eliade daba al término); para mi sorpresa, el profesor, pese a las protestas que suscitó mi exposición en algunos compañeros, dijo que no iba desencaminando, aunque mis ideas necesitaban clarificación y espíritu de fineza. En otra ocasión, le espeté a mi profesor más querido que se había expresado mal. Él, con toda la tranquilidad del mundo, se subió ligeramente las gafas, me miró sin embargo por encima de los cristales y replicó: “¿No querrá decir usted que me ha entendido mal?” Aquella tolerancia entre teólogos distaba enormemente de lo que había encontrado entre los filósofos. Fui expulsado por discutir una explicación estúpida, chapucera y torpe de la dialéctica hegeliana. El argumento ilustrado fue contundente: “Se marcha usted de mi clase”, pero es que el marxismo de pacotilla siempre fue una ciencia extraña…
[2] No podemos culpar hoy a Nestorio de las falsificaciones posteriores que hicieron algunos de sus discípulos. No sólo de la célebre carta de Hipatia a Nestorio… que debió escribirse en una fecha imposible. Por otro lado, nunca me he sentido cómodo con ningún Cirilo que haya conocido en este; pero hay recuerdos que es mejor no recordar.
[3] En tercero de bachillerato nuestro libro de inglés se hilaba mediante las aventuras de un matrimonio español que se hallaba en Inglaterra. No eran emigrantes; recuerdo los dibujos: el marido español bajito, grueso, moreno y escaso de pelo mientras que el inglés era rubio, más alto y delgado. Mr. Brown se llamaba. El compañero al que le tocó traducir en voz alta por vez primera quiso lucirse y se había preparado a conciencia el trabajo (pues aprendíamos el inglés como si de una lengua muerta se tratase sin darnos cuenta de que era, en realidad, la lengua del Imperio la que se nos metía con calzador). Empezó: “La señora y el señor Marrón…”. La profesora, la señorita Pozo, lo detuvo inmediatamente: “Los nombre propios no se traducen nunca”. No lo dijo en tono agresivo, pero aquello se me quedó grabado en la memoria. El compañero rectificó, mas recuerdo que aquella preparación no sentó ningún precedente, pues no volvió a hacer los deberes de inglés.
[4] Esto me trae a la memoria una metedura de pata increíble por la ignorancia que supone en un corresponsal de prensa en el país sigla. El de El País (que por entonces llevaba su título sin tilde en la cabecera) refería un encuentro, quizás del Príncipe, con profesores en la Universidad de Harvard. En la entradilla decía literalmente que el encuentro había tenido lugar en “el aula de la divinidad”. Al principio me quedé espantado pues ¿cómo era posible que un estudiante de Teología tan preocupado como yo desconociese que en Harvard habitaba una divinidad? ¿De qué dios nuevo se trataba? Claro que ya para entonces hasta yo sabía que Divinity Room significaba “Aula de Teología”. El corresponsal del periódico español puso una vez más de manifiesto la inquina centenaria de la cultura española a la Teología amén de una notable ausencia del sentido del olfato en la traducción.
[5] Ciertamente, la historia conoce los intentos de referir el carácter inspirado también a la traducción de los LXX. Las razones fueron diversas (piénsese en la traducción del famoso texto de Isaías), pero la Iglesia mantiene el carácter inspirado exclusivamente para el texto hebreo que, como sabemos, está lleno de variantes. Esto ha sido afortunadamente para la Iglesia una de las defensas contra el fundamentalismo bíblico. Incluso el judaísmo del siglo I tuvo una fiesta para conmemorar la traducción de los LXX, aunque posteriormente fue declarada día de luto ya que los cristianos (mayoritariamente de origen judío) hicieron suya la primera traducción de la Biblia al griego.
[6] Tengo la edición de 1989, pero muchos años antes, en 1963, la editorial Juventud (asociada para siempre al nombre de Tintín) hizo una edición.
No hay comentarios:
Publicar un comentario