EL MIEDO Y LA VIDA III
He hablado en las dos últimas ocasiones de Gabriel Chevallier y de Vasili Grossman, y en los dos casos a propósito del miedo. Chevallier nos comunica el miedo a la muerte; de hecho, el protagonista lo único que ha sentido es un miedo cerval a la muerte que le acecha en cada una de las trincheras por las que avanza. Contempla el miedo alrededor: en sus camaradas, pero también en sus enemigos... Una especie de gigantesca ola de miedo negro -pues convoca a la pena negra- lo invade todo. Grossman, en cambio, nos habla de otros miedos: a ser delatado, a recibir caviar rojo en vez de caviar negro (con el destino que eso suponía para el receptor), a no seguir ciegamente los dictados del Partido... Todos esos miedos nos pueden parecer cosa del pasado y, de hecho, como están formulados en las dos novelas no volverán a repetirse: la Primera Gran Guerra no volverá a repetirse, el estalinismo no retornará..., pero ¿estamos libres de miedos?
La única respuesta posible es “NO”.
Las democracias tal como las conocemos parecen, en buena medida, un asunto de los medios de comunicación, pues son ellos los que finalmente deciden, manipulando la opinión del los ciudadanos (ahora el coro corporativista grita: “¿Manipular nosotros? ¡Pero qué se habrá creído ese estúpido! Nosotros somos ante todo un servicio público que defiende los intereses de la generalidad...”). En muchas ocasiones escuchamos en semejantes medios de comunicación (que tienen dueños, que cotizan en bolsa, que viven de vender su producto como cualquier otra mercancía) que las personas necesitan alguna dosis de miedo: así explican el éxito del algunas películas cuya calidad no es dudosa sino palmaria, la necesidad de la celebración de la noche de Halloween y cosas semejantes. Unos pocos -o muchos, vaya usted a saber- acaban convencidos de la necesidad de pasar miedo. Sin embargo, esos miedos no sólo son falsos, sino que contribuyen a ocultar los verdaderos miedos de hombres que vivimos en el siglo XXI. Porque, en efecto, los miedos son otros.
La sociedad contemporánea -tal como se encuentra estructurada- sólo está interesada en la acumulación creciente de bienes de consumo -de hecho, sólo se habla auténticamente de crisis para referirse a las crisis económicas, como las que vivimos, que hoy son crisis de consumo. Los sueños de los habitantes de estas sociedades nos pueden orientar, pues en sus antípodas están agazapados miedos tales que nadie se atreve a mencionar.
Queremos tener vida, ser sanos, jóvenes, felices. Queremos tener un trabajo digno, un salario suficiente, una vivienda confortable... Un extraño que nos observase diría que no hay ningún miedo, sino sólo sueños.
Nadie tiene ya miedo a la muerte, pero se la oculta cuidadosamente. Recuerdo que por un tiempo atendí a un enfermo en uno de los grandes hospitales públicos; era una época mala en la que en una habitación para seis se amontonaban hasta doce enfermos, mezclando a niños con adultos y ancianos, enfermos terminales con simples operaciones de apendicitis... No había muchas enfermeras (aunque las recuerdo atendiendo a los enfermos con dedicación y cariño) y en muchas ocasiones eran los familiares lo que se hacían cargo del pariente postrado en la cama: le ayudaban con la cuña, avisaban cuando la bolsa de suero estaba a puntos de terminarse, le daban la comida... Había una mujer mayor, con su pelo blanco recogido en un moño bajo. Cuidaba de un hijo de treinta y pocos años, un chico que estaba realmente mal y que, finalmente murió estando la madre ausente. Al regresar preguntó por su hijo. La enfermera le explicó: “Está en el tanatorio”, a lo que la anciana respondió: “¿Eso significa que está mejor?” No se trata de ningún chiste macabro, sino de una realidad: enmascaramos la muerte con palabras -ya ni siquiera se oye “tanatorio”, sino la más crípticamente afrancesada “morgue”. ¿Por qué esa necesidad de tapar la muerte si no nos da miedo? Quizás porque nos da pánico: vivimos en una sociedad que aleja a los moribundos y los recluye en asilos o clínicas para que no molesten. De hecho, me parece que la muerte en un hospital es una de los espectáculos más crueles que ofrece nuestra refinada civilización: so capa de cuidados médicos, aislamos a los enfermos de sus seres queridos, los apartamos y dejamos que mueran solos entre cuatro paredes de azulejos fríos y blancos en los que la luz se refleja de manera hiriente. Cuando una palabra no tapa lo suficiente la negrura de la muerte, la sustituimos por otra.
No tenemos miedo a la enfermedad, pero se oculta a los enfermos. Los grandes hospitales se concentran en las afueras de las ciudades. Los centros urbanos podrían definirse certeramente como “zonas libres de enfermos”: éstos estorban no sólo para el trabajo, sino sobre todo para el consumo.
No tenemos miedo a la vejez, pero conducimos a los ancianos a lugares apartados, a los asilos (¿hemos pensado bien lo que significa esa expresión?), que se concentran en las afueras de la ciudad y dan pie a prósperos negocios dejando a las familias libres de cargas (palabra ésta que lo dice todo). En un asilo -eso sí: con todas las comodidades- encerramos a los que han dado su vida por nosotros para que esperen la muerte de manera entretenida. Un anciano se asoma al balconcillo de su habitación y ¿qué encuentra? A otro anciano como a él, que espera como él el fin de su vida. Forma de refinada tortura producto de nuestros miedos. Las grandes compañías de cosmética aprovechan este miedo prometiendo borrar las arrugas de nuestro rostro, darnos uno nuevo, hacernos parecer lo que hace años que ya no somos...
No tenemos miedo a la soledad, pero llenamos nuestras casas de cacharros parlantes, de imágenes plasmáticas que nos hablan como si anduvieran por el pasillo o por el salón. Nada más llegar a casa encendemos la radio, el televisor o el ordenador para escuchar el murmullo de la compañía, para no sentirnos solos: para no correr el riesgo de pensar que nuestra existencia está al borde del vacío y del sinsentido. Corremos allí donde está la muchedumbre y la seguimos porque la soledad nos produce un pavor insoportable. Incluso muchos se duermen ya con la radio o la televisión encendida: han encontrado a la tata que los acuna y les da seguridad.
No tenemos miedo al fracaso, no tememos correr riesgos, pero nadie articula los sucesivos golpes que recibe, todos quieren ser agrimensores, tener asegurado su trabajo, su salario, su vivienda, su automóvil... Somos revolucionarios que juegan al golf, pilotan vehículos de lujo y viven en mansiones llenas de comodidades. Da grima oír a algunos de nuestros acomodados intelectuales y escritores decir que no hay que temer correr riesgos cuando el único riesgo que ellos han corrido ese día es el de bajar dos escalones antes de tomar el ascensor -pues nunca van en descensor: siempre suben; nunca bajan.
Sí, tememos que los demás descubran nuestras fragilidades, nuestros vértigos, nuestros flancos abiertos... porque les tenemos miedo. Y así se explica el creciente conformismo, ese abotargamiento ante la vida que consiste en querer disfrutar a toda costa y que acaba haciendo huir de la vida real, que suele ser fuente de innumerables sufrimientos. Vendemos nuestra vida por un automóvil lujoso, por un chalé en las afueras y por un apartamento en la playa salvo que -se da el caso- se prefiera la montaña.
Hubo una época en la que los seres humanos tuvieron miedo de los demonios, porque les podían robar el alma (de ahí la ilustración con un demonio sumerio). Nosotros ya no tenemos miedo a que nos roben el alma, porque nos hemos vuelto hipermodernos y hemos dejado en la tiniebla del pasado conceptos que tildamos de anticuados. Sin embargo, muchos han perdido su interioridad -como señaló Tillich hace ya unas décadas- a manos de nuevos demonios que no somos capaces de reconocer como tales. Pero semejantes demonios no nos provocan ni siquiera miedo. Quizás es hora de temer algunas cosas pero sólo para actuar con valentía.
Grossman y Chevallier, cada uno a su manera, nos han hablado del miedo y la vida. Si los leemos con lucidez nos harán reflexionar sobre nuestros miedos, que no son los suyos, pero que siguen estando ahí, agazapados, y que usamos como justificación del abandono creciente de la misma vida. Shalom.
3 comentarios:
Magnífico artículo Sr. Ansede. Claro que seguimos teniendo miedos, estaríamos locos si realmente no los tuviéramos. Pero al parecer nuestra sociedad ha encontrado su propia forma de expresarlos. Y Vd. tiene razón, vivimos en una sociedad esencialmente cosmética, tanto para el cuerpo como para el alma. Y las palabras no se iban a quedar atrás. ¿Sabe Vd. cuál es el término técnico para el retrete de toda la vida? Inodoro Pedestal. No puedo parar de reírme cada vez que pienso en ello. Este término me hace sentir como un rey sentado en su trono que orina Coco Chanel.
Esta tendencia cosmética, la creciente eufemización del lenguaje, la forma en la que se desarrolla nuestro mundo apunta una ruptura o escisión entre la idea que el hombre actual tiene de sí mismo, y las condiciones reales y materiales de su existencia. La consecuencia es la frustración. Pero realmente no estoy seguro de que esto sea una conducta censurable. Es posible que estemos siendo testigos de un desequilibrio evolutivo, en el que el espíritu (mente) le ha tomado el relevo a la biología y estamos sufriendo las consecuencias de un momento de desfase. Hoy en día ya no se trata de que cada individuo tenga que desempeñar roles distintos, sino que esencialmente una misma persona coexiste en distintos niveles de abstracción: El hombre que duerme, come, se corta las uñas de los pies y decide si se compra oral-b o colgate; El hombre que cuida sus relaciones laborales y de amistad, se desenvuelve en sociedad y evalúa qué banco le ofrece mejores tipos de interés para poner un dinero a plazo fijo; El hombre interconectado a una gran red de información en el que se comunica con otras personas también interconectadas, participa en blogs, tiene un amigo que le comprende que se hace llamar "KosmoLogos56", se lee todas las noticias y se interesa por la situación en Afganistán, el desarrollo del mercado hipotecario en Florida y trata de evaluar si la energía nuclear es más rentable que las renovables, etc.
En cuanto a la muerte tampoco tengo claro si realmente se trata de "miedo". Creo que el hombre actual no tiene una comprensión profunda de su significado y como consecuencia no puede sentir el mismo "miedo" que les invadía a los antiguos. Es más bien que se la tapa porque no entra en nuestros conceptos. Mire Vd, nunca en el pasado el futuro estuvo tan presente en nuestras vidas como ahora: las estadísticas, los pronósticos, los estudios que leemos sobre evolución demográfica, financiera, urbana, etc. los 20 años de hipoteca que nos quedan por pagar, las películas, los documentales sobre coches del futuro... eso de la muerte, como que no acaba de encajar ¿no le parece?
El que no tenga hoy en día por lo menos un leve indicio de esquizofrenia, que vaya al psiquiatra. Yo por mi parte, me retiro a mi pedestal a seguir reflexionando sobre éstos y otros temas.
Un saludo cordial.
Hay que ser muy valiente para vivir con miedo.
Contra lo que se cree comúnmente,
no es siempre el miedo asunto de cobardes.
Para vivir muerto de miedo,
hace falta, en efecto, muchísimo valor.
Una pequeña pregunta Sr. Ansede, soy el primer anónimo. ¿Podría Vd. recomendarme un libro filosófico o sociológico sobre crítica a la sociedad actual? Me gustaría conocer las opiniones de intelectuales de hoy en día acerca del tema y como Vd. parece tener una formación humanística muy sólida -a parte de ser muy culto- he pensado que quizás podría ayudarme. Si no sabe qué recomendarme o no es éste su punto fuerte no tiene importancia.
Muchas gracias de cualquier manera y un saludo cordial.
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