QUIEN
DE VERDAD PIENSA ES LIBRE. QUIEN PIENSA LO QUE LE MANDAN ES UN ESCLAVO
La libertad no te la dan: la tomas
“Después de Auschwitz sería imposible seguir siendo nazi, pero después
de los campos soviéticos uno puede seguir siendo comunista”
Hay personas a las que parece
perseguir la mala fortuna. Y no me refiero a ningún Cándido, pues también Voltaire
creía fervientemente en el progreso… al menos hasta el terremoto de Lisboa. No,
me refiero a aquellas personas que tras caer en las manos de la barbarie nazi
fueron a caer, creyendo a veces que serían liberados, en las manos de la barbarie
comunista. Esto le pasó a muchos habitantes de Centroeuropa [1]: checos,
eslovacos, lituanos, polacos, húngaros, alemanes… No es que salieran de
Guatemala para entrar en Guatepeor, sino que en realidad no salieron de ningún
sitio: su patria se había convertido en su cárcel; su país, en su lugar de
exterminio. Fue el caso, especialmente, de los judíos de Centroeuropa: acosados
por la brutalidad fiaron en 1945 su libertad a los que llegaban desde las
estepas; pero la libertad no te la dan:
te la tomas.
Nadie en su sano juicio negará la brutalidad
de los nacionalsocialistas. Sin embargo, aún muchos se niegan a ver lo que
resulta evidente: la brutalidad de los comunistas [2]. “Ni siquiera ochenta y cinco millones de muertos mancharán la visión
comunista del mundo”, declaró el editor de L’Humanité (pág. 263). Todo esto se recoge, entre otras muchas
cosas, en el libro del checo Ivan Klíma,
El espíritu de Praga, Barcelona, Acantilado, 2010.
Ivan Klíma nació en Praga en 1931 en
el seno de una familia de origen judío [2]. Pasó su infancia en su ciudad
natal, tiempo que le dejó hermosos recuerdos hasta que fue alcanzado por la ola
de la barbarie tras la anexión de Checoslovaquia en 1938. Primero su padre y
más tarde su madre, su hermano pequeño y él fueron deportados a Theriesenstadt.
De allí saldrían milagrosamente con vida “liberados” por el ejército soviético
en 1945. Klíma nos deja un vívido retrato de estas experiencias en Sobre una infancia algo atípica, donde
la palabra “algo” es una profunda ironía que el lector puede tomar por un sarcasmo.
Posteriormente, Klíma ingresó las filas del Partido Comunista pues, como otros
muchos, fue engañado (la palabra “seducido” no expresa con claridad lo que
sucedió) por la propaganda. En Theriesenstadt descubrió Klíma que escribir
libera y los primeros años de experiencia comunista le enseñaron que las promesas
de una libertad concedida por tiranos es, en realidad, la peor de las esclavitudes.
Abandonaría el Partido—nótese el carácter totalitario en el artículo
determinado—tras la detención de su padre y el propio Klíma, cuya vocación de
escritor era palmaria, se vio obligado a sobrevivir ejerciendo trabajos que
poco tenían en común con la tarea del escritor; pero eso fue precisamente lo
que le salvó de convertirse en un títere propagandista del poder: no quiso
ejercer de agrimensor y eso le honra.
El libro publicado por Acantilado
recoge una serie de artículos y conferencias sobre diversos temas, pero que
giran básicamente en torno al problema del totalitarismo. Con una finura
habitual entre los autores centroeuropeos, sepultados durante decenios por la
censura, Klíma traza las líneas que dibujan el mapa mental del totalitarismo;
porque éste es antes que nada una manera de pensar, una teoría que se práctica
como teoría sin dejarse examinar en su realidad práctica. Así, las reflexiones
sobre la Ciudad de los santos tristes, Praga, o sobre la lengua llevan las
marcas de una reflexión que no se quiere obediente a consigna alguna, sino a sí
misma, a su experiencia. Las reflexiones están llenas de sabiduría; sólo daré algunos
botones de muestra:
Me aceptaron como
estudiante en la faculta de Filología de la Universidad Charles a principios de
1952. En aquel tiempo, la ideología estalinista dominaba todas las áreas de la
vida intelectual. Se destruyó de un plumazo la independencia intelectual de
todas las instituciones de estudios superiores […]. Evidentemente, los
departamentos de humanidades fueron los más profundamente afectados (pág. 37).
Cada
pocos segundos ale a la luz del día un nuevo libro. La mayoría de ellos serán
sólo una parte del zumbido que nos hace duros de oído. Incluso el libro se está
convirtiendo en un instrumento del olvido (pág. 46).
Lo
que a principios de siglo XX pudo considerarse mezquindad o provincialismo, hoy
lo vemos como una dimensión humana milagrosamente preservada (pág. 52).
La
gente escupe las palabras—esas frases horribles y petrificadas—cada vez más
rápido y con menos cuidado, porque subconscientemente (y con razón) siente que
la persona con la que habla lo entenderá de todos modos y que no importa
demasiado, porque lo que dice es como no decir nada (Pág. 59).
A
medida que se burocratiza nuestra vida, se burocratiza nuestra lengua (pág.
60).
Y
una persona que deja de pensar, deja de hablar. Sólo emite sonidos (pág. 61).
La
superproducción en el ámbito de la información y las ideas apenas se diferencia
de la superproducción en el ámbito de las cosas. La cantidad ha reemplazado a
la calidad (pág. 79).
No
hay poder en la Tierra que no haya confiado en alguna forma de terror (pág.
95).
Muchos
de esos dogmas, predicciones, leyes y profecías del socialismo no sobrevivieron
al encuentro con la realidad. Pero el “lenguaje” que dio forma a la fe y entró
en la conciencia general a través de las obras de estos profetas demostró tener
mucha mayor inmunidad. Este “lenguaje que no sólo está muerto sino que es el
lenguaje de la propia muerte” (Jiři Gruša) creo por encima de todo un
vocabulario especial de palabras tabú o conjunciones mágicas cuyo único
propósito era corregir o simplificar la realidad de manera que puediera ser
interpretada con el espíritu de la fe secular (pág. 155).
No
hay redención sin sufrimiento. Quien no ha pasado por el dolor tampoco sentirá
el alivio de la ausencia de éste. Quien hay sentido se nunca valorará del todo
la dulzura del agua común de un manantial (pág. 190).
Uno de los últimos capítulos está
dedicado a Franz Kafka y aunque no
esté yo—siendo mi autoridad en el asunto nula—de acuerdo con las observaciones
de Klíma, que tiende a una traducción demasiado biográfica de los símbolos
kafkianos, su análisis echa algo de luz para que nos acerquemos, siempre con
respeto, al escritor convertido en el emblema de Praga.
El libro de Klíma me ha recordado
una parte de mi primera juventud, los años iniciales en la facultad, en los
lejanos setenta. Habíamos dejado atrás con esfuerzo y alegría un sistema cuyo
calificativo más suave es el de autoritario [4]. Poco a poco fueron llegando
los cambios, y uno de los más importantes fue el de poder expresarnos
abiertamente, sin miedo. Pronto, sin embargo, llegó la censura, pero por el
otro lado; pues no podíamos criticar la política de los comunistas sin merecer
una mirada de reproche o ser tildados, como poco, de ingenuos cuando no de
burgueses. Nunca me ha gustado Neruda,
y no sólo por lo que intentó hacerle a Juan
Ramón cuando visitó España. No, el chileno fue estalinista y defendió las
purgas; pero someterlo a crítica significaba entonces engrosar las filas de los
burgueses… Detestaba yo algunas discusiones porque el capitalismo—sistema perverso
donde los haya—se critica por lo que hacía, pero el comunismo sólo podía ser
juzgado idealmente, prescindiendo de los millones de muertos que ya entonces
todos sabíamos que había causado. Aquello era una forma voluntaria de ceguera;
el mayor mérito era repetir las consignas sin pensar, sino sometiéndose.
El totalitarismo se presenta en
nuestra vida de maneras muy diferentes. Hoy el empuje, ruido y traqueo
constante de los partidarios de eso que se ha dado en llamar “corrección
política” provoca la autocensura de muchos al hablar y al escribir: en público
se sostiene un discurso contrario a las Tischreden,
charlas de sobremesa. Los sistemas totalitarios eliminan, primero, toda disidencia
declarando moralmente culpables a todo aquel que osa sostener una opinión
diferente; pero nosotros debemos recordar: Freiheit
is immer die Freiheit des Andersdenkenden, frase que, si no me equivoco, se
debe a Rosa de Luxemburgo. Nosotros no vivimos aún (por lo que parece) en un sistema
totalitario, pero ya se dan muchas actitudes totalitarias—y buena parte de los
discursos políticos viven hoy de ellas [5]. El totalitarismo, cualquiera,
necesita que los individuos se sientan culpables: todos conocemos qué significa
autoinculparse… Pero, además, los totalitarismos promueven la sumisión al poder
como una virtud excelsa. Esa sumisión es la que hoy vemos en muchos
agrimensores; como me dijo una vez mi hermano refiriéndose a uno de ésos: “Actúa
así porque se lo ordenan; y si lo que se llevase fuese fusilar, puedes estar
seguro de que te pondría en el paredón”. Se trata de no pensar, sino de
someterse aboliendo la propia conciencia. Además, el totalitarismo justifica
ideológicamente el poder al que se somete como el único legítimo invocando la
más de las veces al pueblo (Volk) y a
sus necesidades: se trata de hacer desaparecer al individuo pues su mera
existencia es moralmente perversa, individualista.
Por todo esto ya hemos pasado; nos
han golpeado, pero estamos de pie. La única defensa posible es seguir pensando
sin someterse a las consignas ni a lo que los demás aguardan, sin esperar aplausos;
porque la libertad verdadera nunca te la dan: tú la tomas.
Shalom.
[1]
Concepto que fue sustituido por el de “Europa del Este”; pero quien observe con
atención notará que la República Checa no está, desde luego, en el ala este del
Viejo Continente, sino en pleno centro. Va siendo hora de recuperar la vieja
noción de Mitteleuropa.
[2] El
número de muertos causados directamente
por los sistemas comunistas se eleva a más de cien millones de personas; pero
no se trata de contar los muertos a la manera de los agrimensores, sino de no
olvidar y de no enterrar con palabras vacías el sufrimiento. No hay
justificación ninguna para un solo muerto, pues el Talmud nos enseña que quien
salva a un hombre, salva a la humanidad entera.
[3] Cuenta
el autor que parte de su familia no era étnicamente
judía, sino que provenía de protestantes convertidos al judaísmo. En efecto,
cuando se impuso la uniformidad confesional en el Imperio sólo se admitía, junto
al catolicismo, el judaísmo. Algunos pastores luteranos aconsejaron a sus
feligreses que se hicieran judíos.
[4]
Conozco la dureza de los años de la posguerra por mi madre y, especialmente,
por su padre, mi abuelo Antonio, que fue a dar con sus huesos en la cárcel por
delitos políticos. En el Mar Egeo un submarino, quizás italiano, había hundido
el barco del que era capitán, el Armuru, y posteriormente fue acusado de llevar un cargamento
de armas a la República. En honor a la verdad, debo decir que mi abuelo Antonio
fue un hombre honrado, excelente, y que no se merecía de ninguna manera—como otros
muchos miles—lo que hicieron con él al acabar la guerra. Fue inmerecido,
injusto y cruel, obra de personas que trabajan para un régimen criminal; pero
prefiero recordar a mi abuelo llevándome a la plaza de San Pedro y entreteniéndome
bajo de los grandes magnolios, de raíces fabulosas, con pequeños frutos del
gigantesco árbol a los que hacía girar como diminutas peonzas. Murió cuando yo
apenas contaba cinco años, pero aún hoy, después de tanto, se me humedecen los
ojos cuando lo recuerdo. Sé que yo le gastaba la colonia que él atesoraba
en un maletín de cuero; mas no es éste el lugar para historias de familia,
aunque sí quiero honrar la memoria de un gran hombre.
[5]
Amén de los medios de manipulación de masas, cuya concentración en pocas manos
es un verdadero escándalo para la libertad de expresión, que no puede
identificarse sin más ni primariamente con la libertad de mercado; porque la
expresión pertenece a las personas y el mercado, no.
1 comentario:
La libertad es gracia.
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