¿HAY TANTOS
AUTORES GENIALES?
Si uno hiciera caso a la faja que
acompaña a la mayoría de las noveles que se venden o a las críticas impresas en
la contraportada, creería posiblemente que ha llegado una edad de oro de las
letras. Sin embargo, debe notarse que los autores no tienen la culpa de lo que dicen los críticos salvo, claro está,
que los hayan comprado [1]. Y me refiero, especialmente, a los críticos que
publican sus comentarios en periódicos o revistas… Todos sabemos que los medios
de comunicación—televisión, radio, prensa, portales de la Red, editoriales,
etcétera—tienen dueños; y sabemos igualmente que las críticas aparecidas en un
medio de comunicación están con frecuencia matizadas por la propiedad. Yo no
desconfío de las críticas que aparecen en los libros; directamente no me las
creo. A veces me he equivocado, mas prefiero mantener una actitud escéptica con
la única finalidad de curarme en salud. Dicho de otro modo: Dostoyeski sólo hay uno.
Ciertamente, novelas geniales hay
más de las que uno admitiría de buen grado en una conversación relajada;
autores, sin embargo... El último viernes, o tal vez fue el jueves, charlaba
con un compañero a propósito de los últimos disparates de la estrella yanqui Harold Bloom, cuyo criterio ha sido en
ocasiones como su nacionalidad, id est,
no sólo imperialista sino que, además, ha tenido el mismo sentido del tacto que
el deporte por excelencia de las universidades de su país sigla: ninguno. No
quiero insinuar, por supuesto, que el señor Bloom sea una animadora. Nuestra
conversación derivó hacia los tres mejores autores del siglo XX. No era capaz
quien esto escribe de reducir a tres, porque a cada instante me asaltaba un
nombre; pero mi compañero, entre divertido y entusiasmado, decía: “Ése es uno
de los tres”, aunque ya íbamos por el décimo o el undécimo. Hoy no sabemos qué
autores serán leídos con devoción dentro de un par de milenios. Es verdad que
seguimos leyendo a Homero, César o Jeremías, pero ¿quién? Además de
algunos eruditos, los curiosos o los pocos que desean cultivarse. La historia
de David es apasionante, pero ¿quién se acerca a ella? La Ciropedia enseña mucho más que la mayoría de los tratados de
política que se escriben y cualquier diálogo de Platón alcanza una profundidad siempre nueva. Me duele reconocer
que casi nadie los lee con atención. Y me temo que el futuro será peor, porque
el invento ése del pseudolibro no sólo pondrá a prueba la atención del lector,
sino que la liquidará. En otras palabras, ¿cuántos aprendemos hoy algunos
poemas de memoria? El señor Bloom lo hace; esto le honra, aunque no comparto la
opinión de Steiner sobre el papel de
los EE.UU. en la cultura.
He leído con placer la novela de Emmanuel Carrère, De vidas ajenas, Barcelona, Anagrama, 2011. De Carrère había leído la
biografía del autor de ficción científica Philip
K. Dick, porque la película Blade
Runner me había hecho pensar [2]. No eligió mal Carrère. Puedo decir que he
leído De vidas ajenas casi de un
tirón, aunque la primera parte no acabó de convencerme. El interés fue
creciente, pues desde el regreso del narrador a Francia todo adquiere otra
tonalidad.
Al terminar de leer el libro me he
preguntado si realmente es una novela o se trata más bien de un testimonio
novelado, uno de ésos que parecen haberse puesto de moda en el país vecino, y
esto me ha llevado a cuestionarme si los personajes de una historia son más
conmovedores por ser reales. Después
he pensado que la misma pregunta era un error, pues todo personaje es real si el escritor ha sabido cumplir
con su trabajo. Todos conocemos la historia de aquel personaje de Unamuno tan real que se niega a
obedecer al autor. Carrère ha cumplido con su deber, pero sólo parcialmente pues algunos de los
personajes con un protagonismo claro—pienso en Patrice—parecen más bien
construidos como un recurso contrapuntístico si se me permite la expresión.
Dicho esto, es mi obligación reconocer que, pese a sus limitaciones, De vidas ajenas es una novela
conmovedora y que he leído no sólo con interés: también con tristeza. Porque
los asuntos que aparecen en el relato causan sufrimiento: la pérdida de un
hijo, el cáncer que devora el presente de una madre dejándola sin futuro… No
suelen ser temas habituales en la literatura de hoy. El autor lo ha abordado
con honestidad y compasión asumiendo el papel de testigo—y es tal vez ese
testigo, el propio Carrère, el personaje mejor construido por cuanto sólo se
hace presente en su ausencia.
No, Carrère no es un nuevo
Dostoyeski; pero es que, además, nadie puede serlo. El autor francés, cuya
fotografía en la solapa delata a un tipo simpático que va al gimnasio y que no
tiene pinta de novelista al uso, no es responsable de los excesos de los
críticos. Carrère es él mismo, me parece, y lo que hace grande a un autor no es
ser otro autor, sino la capacidad de ser otro en cada uno de sus personajes.
Hablar del sufrimiento ajeno nunca
es fácil si uno no lo hace para burlarse de él o se recurre al truco fácil de
las series de televisión que acaban riéndose de un tercero usado como chivo
expiatorio. Por eso, entre otras razones, la televisión es muy mala maestra.
Carrère ha tenido el mérito de acercarse con compasión auténtica—simpatía—al dolor
de unas personas que son como cada uno de nosotros, de carne y hueso; que se
hacen nuestras mismas preguntas y que, pese a la aparente serenidad, se unen al
grito de don Miguel ante la muerte: “¡No!” Es, aunque no se sepa, el grito que
antecede a la luz del octavo día.
Shalom.
[1]
Esta compra no tiene punto de comparación con la que llevaron a cabo algunos
autores jóvenes, desesperados, que deseaban publicar a toda costa en alguna
editorial de renombre. Conozco yo de primera mano la historia de un autor que
consiguió publicar su primera novela vendiendo una finca propiedad de su
sobrina… En este caso no se compró el favor de la crítica, sino la misma
posibilidad de edición. Y es que todo se acaba sabiendo: el planeta es muy pequeño.
[2] El
monólogo final de Rugte Hauer (Roy) me emocionó. Cito de memoria el final: “Todos mis recuerdos se perderán como
lágrimas en la lluvia”. La película me llevó a la novela, ¿Sueñan los androides con ovejas
eléctricas?, y mi buen amigo Jordi, que anda haciendo su tesis doctoral
sobre Jung, me regaló la biografía
escrita por Carrère.
3 comentarios:
Buena reseña. El monólogo del replicante de "Blade runner" tiene su precedente (¿o modelo?) en otro de Rex Harrison en "El fantasma y la Sra. Muir", cuando el capitán decide desparecer de la vida de su amada, hasta que sea la muerte la que los una en una eternidad nebulosa. Saludos.
Acabo da hacer una búsqueda en Google sobre la novela porque voy a empezar a leerla y ha aparecido su blog. Gracias por su reseña, no la ha destripado, además, me ha atraido eso que dice de la compasión. Cierto, no todos podemos escribir Los hermanos Karamzov. Un abrazo
Yo acabo de terminar de leerlo hace 5 minutos. Y si bien comparto tu opinión sobre las criticas pulicitarias, estoy de acuerdo un poco con una y es que me ha dejado un pequeño poso. Y eso cada vez me cuesta más con la literatura y el cine...y es algo que siempre busco. Me puedes recomendar algun otro libro?
Gracias!
Marina
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